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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

El hombre de la pistola de oro (12 page)

—James…

Bajo el arbusto de belcho, a doscientos kilómetros de la escena del sueño, James Bond se levantó de una sacudida. Echó una ojeada rápida a su reloj, sintiéndose culpable. Las tres treinta. Se dirigió a su habitación y se dio una ducha fría; luego verificó que las cuñas de cedro servirían para su propósito. Se fue paseando hasta el vestíbulo.

El director de traje y rostro pulcros salió de detrás del mostrador.

—Ejem… Señor Hazard. —Sí.

—Creo que no conoce a mi ayudante, el señor Travis.

—No, creo que no.

—¿Le importaría entrar en mi despacho un momento y saludarle?

—Quizás más tarde. Empezamos una reunión dentro de pocos minutos.

El hombre pulcro se acercó un paso más y le dijo, con un tono tranquilo:

—Él quiere conocerle, especialmente, señor… Bond.

Se maldijo interiormente. En este negocio suyo siempre pasaban cosas como aquélla. Mientras uno busca un escarabajo de alas rojas en la oscuridad, los ojos observando esa estructura particular en el tronco del árbol, no nota la polilla de color críptico que se agazapa tranquilamente en la cercanía, como si formase parte de la corteza, por sí misma igual de importante para el coleccionista. El campo de visión es demasiado reducido y la mente se halla demasiado concentrada. Cuando se utiliza una ampliación de 1:100, no se enfoca a 1:10. Bond miró al hombre con ese gesto que expresa reconocimiento, y que existe entre maleantes, homosexuales y agentes secretos. Es una mirada común entre personas que están unidas por un secreto, por un problema en común.

—Mejor que sea deprisa.

El hombre dio un paso detrás del mostrador y abrió una puerta. Bond entró y el otro cerró la puerta tras de sí. Un hombre alto y delgado estaba de pie junto a un archivador. Se volvió. Tenía el rostro enjuto y bronceado de un tejano, bajo una mata despeinada de cabello liso y rubio, y en lugar de mano derecha esgrimía un garfio de acero. Bond se detuvo. Su rostro se ensanchó con la sonrisa más amplia que tenía. ¿Cuánto hacía? ¿Tres o cuatro años?

—¡Tú, maldito y asqueroso animal! —exclamó—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Se acercó al hombre y le golpeó con fuerza en el bíceps del brazo izquierdo.

Su sonrisa estaba ligeramente más surcada de arrugas de lo que Bond recordaba, pero era igual de cordial e irónica.

—Soy el señor Travis —dijo—, aunque en realidad mi nombre es Leiter, señor Félix Leiter. Contable de préstamos cedido temporalmente por Morgan Guaranty Trust para el hotel Thunderbird. Estamos consultando su tipo de crédito, señor Hazard. ¿Sería tan amable, para decirlo correctamente, de espabilarse y darnos alguna evidencia de que usted es quien dice ser?

Capítulo 9
Acta de la reunión

James Bond, casi exultante de placer, recogió un manojo de literatura turística del mostrador de enfrente, saludó al señor Gengerella, que no le devolvió el saludo, y le siguió hasta el vestíbulo de la sala de reuniones. Ellos fueron los últimos en aparecer. Scaramanga, que esperaba junto a la puerta abierta de la sala de conferencias, miró el reloj intencionadamente y le dijo a Bond:

—Muy bien, compañero. Cierra la puerta con llave cuando nos hayamos colocado en nuestros sitios, y no dejes entrar a nadie, ni siquiera aunque el hotel arda en llamas.

Se volvió hacia el camarero que estaba tras la barra.

—Piérdete, Joe —le ordenó—. Te llamaré más tarde.

Luego se dirigió a los hombres que esperaban en el vestíbulo:

—Bien. Ya estamos todos a punto. Vamos allá.

Abrió el camino hacia la sala de reuniones y los seis hombres lo siguieron. Bond se quedó junto a la puerta y observó el orden en que se sentaban alrededor de la mesa. Cerró la puerta con llave y también, rápidamente, cerró la salida del vestíbulo. Luego cogió una copa de champán vacía del aparador, acercó una silla y se sentó muy pegado a la puerta de la sala. Colocó el cuenco de la copa lo más cerca posible de una bisagra y, sosteniéndola por el pie, puso su oído izquierdo contra la base. A través del tosco amplificador, lo que había sido un rumor de voces se convirtió en la voz del señor Hendriks hablando.

—…y así pues, seguidamente les informaré según instrucciones de mis superiores en Europa…

La voz se detuvo y Bond escuchó otro ruido, el crujido de una silla. Como un rayo, se retiró unos pasos hacia atrás, abrió uno de los folletos de viajes sobre su regazo y levantó la copa hacia sus labios. La puerta se abrió de repente y en el umbral apareció Scaramanga, haciendo girar la llave maestra que llevaba colgando de una cadena. Examinó a la inocente figura que descansaba en la silla y le dijo:

—Muy bien, compañero, tan sólo se trata de una comprobación.

Y cerró la puerta de un puntapié.

Bond echó la llave ruidosamente y ocupó de nuevo su lugar.

—Tengo un mensaje de la máxima importancia para nuestro presidente —dijo el señor Hendriks—. Viene de una fuente segura. Hay un hombre, llamado James Bond, que le busca en este territorio. Es del Servicio Secreto británico. No tengo más información ni descripciones suyas, pero parece que mis superiores le tienen en gran concepto. Señor Scaramanga, ¿ha oído hablar de ese hombre?

Scaramanga soltó un bufido.

—¡Diablos, no! —exclamó—. ¿Debería preocuparme por él? Me como uno de sus famosos agentes secretos para desayunar de vez en cuando. Hace sólo diez días, me deshice de uno de ellos que venía husmeando detrás de mí. Un hombre llamado Ross. Su cuerpo está pudriéndose ahora muy lentamente en el fondo de una laguna de pez en Trinidad oriental, un lugar llamado La Brea. La compañía petrolífera, la gente de la Trinidad Lake Asphalt, recogerá un interesante barril de crudo un día de éstos. Siguiente tema, por favor, señor Hendriks.

—En segundo lugar, deseo conocer la política del Grupo en el tema de los sabotajes de caña. En nuestra reunión de hace seis meses en La Habana, con mi voto minoritario en contra, se decidió, a cambio de ciertos favores, trabajar en beneficio de Fidel Castro y ayudarle a mantener, y de hecho aumentar, el precio mundial del azúcar para contrarrestar el daño causado por el huracán «Flora». Desde ese momento ha habido numerosos fuegos en los campos de caña de Jamaica y Trinidad. En relación con todo esto, ha llegado a los oídos de mis superiores que algunos miembros del Grupo, en especial —se escuchó el crujido de un papel— los señores Gengerella, Rotkopf y Binion, además de nuestro presidente, han iniciado una compra extensiva de los futuros azucareros del mes de julio, para exclusivo beneficio de sus ganancias individuales…

Se alzó un murmullo airado alrededor de la mesa. «¿Por qué no deberíamos…?» «¿Por qué no deberían…?» La voz de Gengerella dominó sobre las demás.

—¿Quién diablos ha dicho que no podamos hacer dinero? —preguntó a gritos—. ¿No es ése uno de los objetivos del Grupo? Le pregunto de nuevo, señor Hendriks, como ya le pregunté hace seis meses, ¿quién demonios entre los que usted llama sus superiores quiere mantener bajo el precio del azúcar? Apuesto que la parte más interesada en esta estrategia es la Unión Soviética. Ellos venden mercancías a Cuba, incluyendo, déjeme decirlo, el recientemente fracasado envío de misiles para atacar a mi país, a cambio de azúcar de caña. Son buenos negociadores, esos rojos. En su doble trato, ya sea con un amigo o con un aliado, ellos quieren más azúcar por menos mercancías, ¿no? —continuó la voz con sorna—. Señor Hendriks, ¿no estará, por casualidad, uno de sus superiores en el Kremlin?

La voz de Scaramanga se abrió paso entre el alboroto que siguió a esas palabras.

—Vamos, chicos, ¡basta ya!

Se hizo un silencio a regañadientes.

—Cuando creamos esta cooperativa, se acordó que el primer objetivo era cooperar los unos con los otros. De acuerdo, entonces, señor Hendriks. Déjeme que le explique mejor el panorama. En lo que se refiere a las finanzas totales del Grupo, se nos presenta una buena situación. Como grupo de inversión, tenemos apuestas buenas y apuestas malas. El azúcar es una de las buenas, y debemos jugarla, incluso aunque determinados miembros del Grupo hayan decidido no ir a favor de este caballo. ¿Me sigue? Ahora escúcheme con atención. Hay seis barcos controlados por el Grupo anclados en este momento fuera del puerto de Nueva York y de otros puertos estadounidenses. Esos barcos están cargados con azúcar de caña, señor Hendriks, y no atracarán ni descargarán hasta que los futuros azucareros, los futuros del mes de julio, hayan subido otros diez centavos. En Washington, el Ministerio de Agricultura y el grupo de presión del azúcar lo saben. No ignoran que los tenemos cogidos por las pelotas. Mientras tanto, el grupo de presión del alcohol los amenaza, dejando Rusia aparte. El precio de las melazas sube con el del azúcar, y los magnates del ron están protestando airadamente porque quieren que nuestros barcos entren antes de que haya una escasez real y los precios se pongan por las nubes. Pero aún hay otro aspecto: tenemos que pagar a nuestras tripulaciones, los fletes, etcétera, y un barco pafado es un barco muerto, una carga muerta. Así pues, tendrá que ocurrir algo. En el negocio, la situación que hemos creado se denomina el juego de la cosecha flotante: nuestros barcos a poca distancia, alineados contra el gobierno de Estados Unidos. Bien. De manera que ahora cuatro de nosotros ganarán o perderán diez millones de dólares, más o menos (nosotros y nuestros promotores). Y también tenemos este pequeño negocio del Thunderbird en el lado rojo de la página. Así pues, ¿qué opina, señor Hendriks? Por supuesto que quemamos las cosechas, siempre que podamos hacerlo impunemente. Tengo buena relación con los rastafaris, esa secta
beat
de aquí que se deja crecer la barba y fuma mana y en su mayoría vive en un pedazo de tierra a las afueras de Kingston llamado el Dungle, en Dunghill. Ellos creen que deben lealtad al rey de Etiopía, ese Rey Zog o como quieran llamarle, y defienden que éste es su hogar por derecho. Pues bien, tengo un hombre allí, un hombre que quiere mana para su gente, y yo le mantengo el suministro de la droga a cambio de muchos fuegos y muchos problemas en las plantaciones de caña. Así que, señor Hendriks, diga a sus superiores que lo que sube debe bajar, y que ese principio se aplica al precio del azúcar como a cualquier otra cosa. ¿De acuerdo?

El señor Hendriks le contestó:

—Comunicaré sus palabras, señor Scaramanga, pero no causarán satisfacción. A continuación, tenemos este negocio del hotel. ¿Cómo está la situación, si me hace el favor? Creo que todos deseamos conocer el verdadero estado de cosas, ¿no es así?

Se oyó un gruñido de aprobación.

Scaramanga se extendió en una larga disertación que sólo tenía interés superficial para Bond. En cualquier caso, Félix Leiter lo recogería todo en la cinta de la grabadora que tenía oculta en su archivador.

Ese aspecto había tranquilizado a Bond. El pulcro norteamericano, le había explicado Leiter, facilitándole los detalles esenciales, era en realidad un tal señor Nick Nicholson, de la CIA, cuyo interés particular se centraba en el señor Hendriks, quien, como Bond había sospechado, era un jefazo de la KGB. Esa organización favorecía el control indirecto: un hombre en Ginebra, que era el Director Residente para Italia, por ejemplo, y el señor Hendriks en La Haya, que era el Director Residente para el Caribe y estaba a cargo del centro de la organización en La Habana. Leiter estaba trabajando aún para Pinkerton's, pero también pertenecía a la reserva de la CIA, que le había enviado en especial a esa misión por su conocimiento de Jamaica, obtenido en el pasado, sobre todo junto a James Bond. Su trabajo consistía en lograr el fracaso del Grupo y averiguar qué tramaban. Todos ellos eran criminales famosos y normalmente habrían estado bajo la jurisdicción del FBI, pero Gengerella era un
Capo mafioso
y ésa era la primera ocasión en que se había detectado una asociación de la Mafia con la KGB, una sociedad de lo más inquietante que debía ser disuelta rápidamente a cualquier precio, incluso por eliminación física, si era necesario. Nick Nicholson (alias Stanley Jones) era experto en electrónica. Él había conectado el cable principal con el dispositivo de grabación de Scaramanga bajo el suelo de la sala de control central y había desviado un cable de micrófono hasta su propia grabadora en el interior del archivador. Así pues, Bond no tenía que preocuparse. Estaba escuchando para satisfacer su propia curiosidad y para estar al corriente de los detalles de cuanto se respirara más tarde en el vestíbulo, lejos del alcance del teléfono intervenido que estaba sobre la mesa de reuniones. Bond había explicado su presencia allí y Leiter había emitido un largo y suave silbido de respetuosa comprensión. Bond estaba de acuerdo en mantenerse apartado de los otros dos hombres y remar su propia barca, pero acordaron un punto de encuentro y un buzón de urgencia en el lavabo de hombres, aún sin acabar y
fuera de servicio
, del vestíbulo. Nicholson le proporcionó una llave maestra para acceder a aquel lugar y al resto de las habitaciones. Después tuvo que apresurarse para llegar a la reunión. Encontrar esos refuerzos inesperados tranquilizó a James Bond sobremanera. Había trabajado con Leiter en algunas de sus misiones más peligrosas, y nadie había como él cuando se presentaba un punto crítico. Aunque Leiter sólo disponía de un garfio de acero en lugar de brazo derecho —recuerdo de una de sus misiones
[4]
—, era uno de los mejores tiradores mancos y zurdos de Estados Unidos, y el garfio en sí mismo podía ser un arma devastadora en la lucha cuerpo a cuerpo.

Scaramanga había finalizado su exposición.

—Así que el resultado neto de todo ello, señores, es que necesitamos encontrar otros diez millones de dólares. Los intereses que represento, que son los intereses de la mayoría, sugieren que esta suma se facilite mediante emisión de pagarés, a un interés del diez por ciento y repagables a diez años, y teniendo dicha emisión prioridad sobre el resto de préstamos que…

La voz de Rotkopf le interrumpió airadamente:

—¡Y un cuerno! ¡En absoluto, caballero! ¿Qué hay de la segunda hipoteca al siete por ciento puesta sobre mí y mis amigos hace sólo un año? ¿Qué piensa que me encontraré si regreso a Las Vegas con esta clase de discurso? El clásico ¡ahora!, y en esto estoy siendo optimista.

—Los pobres no escogen, Ruby. O lo tomas o lo dejas. El resto de muchachos, ¿qué opináis?

—Un diez por ciento en un primer momento es un buen negocio —dijo Hendriks—. Mis amigos y yo tomamos un millón de dólares. Bien entendido, por supuesto, que las condiciones de la emisión son…, ¿cómo diría yo?, más sólidas y menos susceptibles de error que la segunda hipoteca del señor Rotkopf y sus amigos.

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