Read El hombre de la pistola de oro Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco
Tiffy echó el dinero en la caja y cogió otras dos galletas.
—Ahora oídme,
Joe
y
May
. Este amable caballero ha sido muy simpático con Tiffy y ahora lo está siendo con vosotros. Así pues, no me picoteéis los dedos ni hagáis vuestras necesidades en el mostrador, o de lo contrario no nos visitará más.
Estaba a medias, dando la comida a las aves, cuando aguzó el oído. Se oyó el ruido de la tarima al crujir en algún punto sobre la cabeza de ellos, y luego el sonido de unos pasos tranquilos bajando por las escaleras. De pronto, la animada expresión de Tiffy se volvió reposada, pero tensa.
—Ése es el hombre de Lindy —susurró—. Se trata de un hombre importante, un buen cliente aquí. Pero yo no le gusto porque no quiero estar con él, por eso a veces me trata con rudeza. Y tampoco le gustan
Joe y May
, pues dice que arman demasiado jaleo.
Ahuyentó a los pájaros para que salieran por la ventana abierta, pero como ellos vieron que aún quedaba la mitad de sus galletas, revolotearon por la sala para luego posarse de nuevo en la barra.
—Sea buen chico y esté tranquilo, oiga lo que oiga —suplicó Tiffy a Bond—. A ese tipo le gusta poner a la gente nerviosa. Y luego…
Se interrumpió.
—¿Tomará otra Red Stripe, señor?
La cortina de cuentas se agitó a espaldas de Bond, en la zona que había quedado en penumbra.
Bond, que había estado sentado con la barbilla apoyada en la mano derecha, dejó caer ésta hasta el mostrador y se recostó contra él. La PPK Walther que llevaba en la cintura, a la izquierda de su terso abdomen, le recordaba su presencia. Los dedos de la mano derecha se arquearon ligeramente, como si se prepararan para recibir la culata. Retiró el pie izquierdo de la barra de apoyo del taburete y lo posó en el suelo.
—De acuerdo —respondió a Tiffy.
Se desabrochó la americana con la mano izquierda y luego, con la misma mano, sacó el pañuelo y se enjugó el rostro con él.
—Siempre hace más calor alrededor de las seis, justo antes de que el viento funerario empiece a soplar.
—Caballero, el funerario ya está aquí. ¿Quiere notarlo?
James Bond volvió la cabeza con lentitud. La oscuridad había avanzado en el interior de la gran sala y todo lo que vio fue el leve contorno de una figura de estatura alta. El hombre cargaba con una maleta, la dejó en el suelo y avanzó. Debía de llevar zapatos con suela de goma porque no hizo ruido alguno. Tiffy se movió con nerviosismo por detrás de la barra y se oyó el chasquido de un interruptor. Media docena de bombillas de baja intensidad se encendieron en los herrumbrosos apliques repartidos por las paredes.
—Me has sobresaltado, Tiffy —dijo Bond con soltura.
Scaramanga se acercó y se apoyó en la barra. Aunque la descripción que había en los archivos era exacta, no recogía la amenaza felina que despedía el hombretón, la extrema anchura de sus hombros en relación a su estrecha cintura, ni la frialdad de sus ojos estáticos, que ahora examinaban a Bond con distante desinterés. Llevaba un traje sin cruzar de buen corte color canela y zapatos a juego en marrón y blanco. En lugar de corbata usaba un alto corbatín de seda blanca, fijado con una aguja de oro con la forma de una pistola. Tal vez el atavío pareciera algo teatral, pero, quizás por el buen porte del hombre, no lo era.
—A veces hago que bailen y luego les disparo a las patas.
No había signos de acento extranjero en su inglés con deje americano.
—Suena bastante drástico —comentó Bond—. ¿Por qué lo hace?
—La última vez fue por cinco mil dólares. Parece que usted no sabe quién soy yo. ¿No se lo ha dicho la frígida ésa?
Bond lanzó una mirada a Tiffy. Ella estaba inmóvil, con las manos a los lados y los nudillos muy blancos.
—¿Por qué debiera haberlo hecho? —replicó Bond—. ¿Acaso tendría que interesarme?
Bond vio un rápido destello dorado y el pequeño agujero negro apuntando directamente a su ombligo.
—Por esto. ¿Qué hace aquí, extranjero? Extraña coincidencia encontrar a un hombre de ciudad en el tres y medio de Love Lane. O en Sav' La Mar, para el caso. ¿No será de la policía, por casualidad? ¿O alguno de sus amigos?
—¡Camarada! —exclamó Bond levantando los brazos en un simulacro de rendición.
Los bajó de nuevo y se volvió hacia Tiffy.
—¿Quién es este hombre? ¿El único dueño de Jamaica o un refugiado de un circo? Pregúntale qué quiere tomar. Quienquiera que sea, ha llevado a cabo una buena actuación.
James Bond sabía que el otro había estado cerca de apretar el gatillo. Herir a un pistolero en su vanidad… Tuvo una clara visión de sí mismo retorciéndose en el suelo, con la mano derecha sin poder alcanzar su propia arma. El bonito rostro de Tiffy ya no resultaba bonito, sino que era una tensa calavera. Ella miró a Bond fijamente. Su boca se abrió, mas de entre sus labios no salió sonido alguno. Él le gustaba, pero sabía que estaba muerto.
Joe
y
May
también percibieron la electricidad en el aire y, con un tremendo estruendo de graznidos metálicos, huyeron por la ventana abierta, como ladronzuelos negros escapando en la noche.
Las explosiones del Colt 45 fueron ensordecedoras. Los dos pájaros se desintegraron contra el telón de fondo violeta de la oscuridad, y los restos de plumas y carne rosa quedaron derribados como metralla en el haz de luz amarilla del café, que se extendía hasta el limbo de la calle desierta.
Siguió un momento de silencio ensordecedor. Bond no se movió. Se quedó sentado donde estaba, esperando a que la tensión de lo sucedido se relajara. Pero no fue así. Con un grito inarticulado, que sonó casi a obscenidad, Tiffy cogió torpemente la botella de Red Stripe de Bond y la arrojó lejos del mostrador. Sonó el ruido distante de cristales rotos al fondo de la sala. Luego, tras ese gesto insignificante, Tiffy cayó sobre sus rodillas, detrás de la barra, y estalló en histéricos sollozos.
James Bond se acabó el resto de la cerveza y se puso en pie. Caminó hacia Scaramanga y, cuando estaba a punto de rebasarle, el hombre alargó su lánguido brazo izquierdo y le retuvo cogiéndole por los bíceps. Sostuvo el hocico de su pistola contra la nariz de Bond, olfateando el aire delicadamente, con expresión remota, sin vida, en sus ojos marrones.
—Hay algo extraordinario en el olor de la muerte, caballero —le dijo—, ¿Quiere probarlo?
Sujetaba la reluciente pistola como si le estuviera ofreciendo una rosa.
—Vigile sus modales —repuso Bond con mucha calma—. Quíteme la mano de encima.
Scaramanga arqueó las cejas. Su plomiza mirada vacía pareció fijarse y reparar en Bond por primera vez.
Lo soltó.
James Bond se dirigió hasta el extremo de la barra. Cuando llegó, se volvió hacia el otro hombre, encontrándose con unos ojos que lo miraban con débil y desdeñosa curiosidad. Bond se detuvo. Los sollozos de la joven eran como el lamento de un perrillo. En algún lugar de la calle, un sistema de megafonía —algún tocadiscos con altavoz— empezó escandalosamente a emitir un calipso.
Bond miró al hombre directamente a los ojos.
—Gracias —dijo—, pero ya he probado ese olor. Yo le sugiero la cosecha de Berlín de mil novecientos cuarenta y cinco —sonrió con expresión amistosa, tan sólo algo irónica—, pero supongo que usted es demasiado joven para haber probado esa cata.
Bond se arrodilló junto a Tiffy y le dio sendos bofetones en ambas mejillas. Los humedecidos ojos fijaron de nuevo la mirada. Tiffy se llevó la mano al rostro y miró a Bond, sorprendida. Este se levantó, cogió un paño y lo humedeció bajo el grifo. Después se inclinó y puso su brazo alrededor de los hombros de la joven y le pasó el paño suavemente por el rostro. La levantó y le tendió el bolso, que estaba en la estantería detrás de la barra.
—Vamos, Tiffy —le dijo—, maquilla ese precioso rostro de nuevo. El negocio se animará pronto, y la dama que lo regenta tiene que mostrar lo mejor de sí misma.
Tiffy cogió el bolso y lo abrió. Miró por encima de Bond y, por primera vez después del tiroteo, vio a Scaramanga. Sus bonitos labios se contrajeron en un gruñido.
—Me cargaré a ese hombre —susurró con fiereza, de forma que sólo Bond la oyera—; ¡vaya si me lo cargaré! Está la madre Edna, arriba en el camino de Orange Hill, y es una obá reconocida. Mañana mismo iré, y dentro de unos días, ése no sabrá con qué le han dado.
Sacó un espejo y empezó a recomponer el maquillaje. Bond buscó en sus bolsillos, contó cinco billetes de una libra y los metió en el bolso abierto.
—Olvídalo ya. Cómprate un bonito canario y una jaula, para que te haga compañía. De todas maneras, si dejas algo de comida fuera vendrá otro par de klings.
Le dio unas palmaditas en el hombro y se retiró. Cuando llegó a la altura de Scaramanga, se detuvo.
—Ésta podría haber sido una buena actuación en un circo —dijo, utilizando de nuevo la palabra, a propósito—, pero ha sido brutal para la chica. Déle algún dinero.
—Déjelo —repuso Scaramanga con una mueca en los labios, y añadió con recelo—: ¿A qué viene toda esa cháchara sobre los circos?
Hizo una breve pausa y continuó:
—Quédese donde está, caballero, y responda a unas cuantas preguntas. Como ya le he dicho, ¿es de la policía? Tiene que serlo, se nota el olor a poli a su alrededor. Y si no, ¿qué hace por aquí?
—La gente no acostumbra a decirme lo que tengo que hacer —respondió Bond—. Se lo digo yo a ellos.
Caminó hasta el centro de la sala y se sentó a una mesa.
—Venga —dijo a Scaramanga—, acomódese y déjese de amenazas. Estoy hecho a prueba de ellas.
Scaramanga se encogió de hombros. Dio un par de zancadas, cogió una de las sillas de metal, la giró, se la metió entre las piernas y se sentó con el trasero hacia atrás y el brazo izquierdo apoyado sobre el borde del respaldo de la silla. Su brazo derecho descansaba en el muslo, a sólo unos milímetros de la culata del revólver que sobresalía por la cinturilla de sus pantalones. Bond reconoció que era una buena postura de trabajo para un pistolero, con el respaldo de metal de la silla actuando como escudo para la mayor parte del cuerpo. Desde luego se trataba de un profesional de lo más cuidadoso.
—No, no soy de la policía —dijo Bond alegremente, con ambas manos a la vista sobre el mantel—. Mi nombre es Mark Hazard. Trabajo para la compañía Transworld Consortium y he estado llevando a cabo un proyecto para Frome, la explotación azucarera de WISCO. ¿La conoce?
—Por supuesto que la conozco. ¿Qué ha estado haciendo allí?
—No tan deprisa, amigo. Primero, ¿quién es usted y a qué se dedica?
—Scaramanga, Francisco Scaramanga. Relaciones laborales. ¿Nunca ha oído hablar de mí?
Bond frunció el ceño.
—No sabría decirle. ¿Debiera?
—Algunos que no habían oído nada sobre mí ahora están muertos.
—Vamos, mucha gente que no ha oído hablar de mí está muerta.
Bond se recostó. Cruzó una pierna sobre la otra, por encima de la rodilla, y se agarró el tobillo como si estuviera en un casino.
—Me gustaría que dejase de hablar como un héroe. Por ejemplo, setecientos millones de chinos no han oído hablar de ninguno de nosotros, eso es seguro. Podemos ser una rana en un estanque muy pequeño.
Scaramanga no picó.
—Sí —dijo en tono reflexivo—, supongo que el Caribe podría considerarse un estanque bastante pequeño, pero hay muy buenas ganancias en él.
El Hombre de la pistola de oro
. Así es como me conocen por estos lares.
—Ésa es una herramienta muy útil para resolver problemas laborales. No nos vendría mal alguien como usted en Frome.
—¿Hay problemas allí? —preguntó Scaramanga, con gesto aburrido.
—Demasiados incendios en las cañas.
—¿Se ocupaba de eso?
—Algo así. Uno de los negocios de mi compañía es la investigación para las compañías de seguros.
—Trabajo de seguridad. Me he tropezado con tipos como usted antes. Ya sabía yo que detectaba el olor a poli. —Scaramanga se mostró satisfecho del acierto en sus suposiciones.— ¿Ha descubierto algo?
—Pillamos a unos cuantos rastafaris. Me habría gustado deshacerme de todos ellos. Pero fueron a su sindicato con el cuento de que estaban siendo discriminados por su religión, y tuvimos que hacer un alto. Así las cosas, los fuegos empezarán de nuevo muy pronto. Por esto digo que no nos vendría mal un personaje que se hiciera respetar. —Bond añadió con suavidad—: Asumo que ésta es otra faceta de su profesión…
De nuevo, Scaramanga evadió el comentario despreciativo.
—¿Va armado? —preguntó.
—Por supuesto, no se persigue a los rastas sin un arma.
—¿De qué tipo?
—Una Walther PPK. 7,65 milímetros.
—Sí, es un buen taco. —Scaramanga se volvió hacia el mostrador.— Eh, tú, tía frígida, pon un par de Red Stripes, si has vuelto al trabajo.
Sus inexpresivos ojos miraron de nuevo a Bond.
—¿Cuál es su próximo trabajo?
—No lo sé. He de llamar a Londres para que me informen de si hay algún otro problema en la zona. Pero no tengo prisa. Trabajo para ellos más o menos por libre. ¿Por qué? ¿Alguna sugerencia?
Scaramanga permaneció sentado, inmóvil. Tiffy salió de detrás de la barra, se acercó a la mesa y colocó la bandeja de metal con las botellas y los vasos delante de Bond. No miró a Scaramanga. Éste soltó una áspera carcajada, como un aullido, buscó en el interior de su americana y sacó una cartera de piel de cocodrilo. Extrajo un billete de cien dólares y lo tiró sobre la mesa.
—Sin rencores, tía frígida. Estarías mejor si no tuvieses las piernas siempre bien pegadas. Ve y cómprate unos cuantos pájaros más con esto. Me gusta tener gente sonriente a mi alrededor.
Tiffy cogió el billete y le dijo:
—Gracias, señor. Le sorprendería saber en qué voy a gastar su dinero.
Le dirigió una mirada larga y cruel y giró sobre sus talones.
Scaramanga se encogió de hombros. Cogió una botella de cerveza y un vaso, y los dos hombres se sirvieron y bebieron. Scaramanga sacó una lujosa cigarrera y eligió un puro cortado por los dos extremos como un lápiz. Le prendió fuego con una cerilla, dejó que el humo saliera poco a poco entre sus labios e inhaló de nuevo la fina columna de humo. Hizo eso varias veces con la misma bocanada hasta que el humo se disipó.
Durante todo el tiempo permaneció mirando fijamente a Bond, como si estuviera sopesando algo en su cabeza.