Read El hombre de la pistola de oro Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco
Luego se desnudó, puso su arma con la pistolera bajo la almohada y llamó al camarero para que se llevaran su traje a planchar. Cuando terminó de darse su ducha caliente, seguida de otra fría como el hielo, y se vistió con un par de calzoncillos de algodón limpios, llegó el bourbon.
La mejor copa del día era justo la primera (la Red Stripe no contaba). James Bond puso hielo y tres dedos de bourbon en el vaso y lo removió para enfriarlo y rebajar la bebida con el hielo. Acercó una silla hasta la ventana, puso una mesa baja junto a ella y sacó de su maleta
Perfiles de coraje
, de Jack Kennedy. Casualmente, lo abrió por Edmund G. Ross («Miré hacia mi tumba abierta») y a continuación se sentó, dejando que el aire perfumado, con una composición a base de mar y árboles, acariciara su cuerpo desnudo, a excepción de los calzoncillos. Se bebió el bourbon de dos largos tragos y notó su amigable mordisco bajando por la garganta hasta el estómago. Llenó de nuevo el vaso, pero esa vez con más hielo para que la copa fuera más suave, y se recostó en la silla, pensando en Scaramanga.
¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Manteniendo una conferencia con La Habana o con Estados Unidos? ¿Acaso organizando las cosas para el día siguiente? ¡Sería interesante ver a esos gordos y asustados accionistas! Si de algo estaba seguro Bond era de que sería una pandilla de pistoleros selectos, del tipo de los propietarios de hoteles y casinos de La Habana en los viejos tiempos de Batista, la clase de hombres que poseían acciones en Las Vegas y que buscaban actividad en Miami. ¿A quién representaba Scaramanga? Había tanto dinero robado a la deriva en el Caribe que podía tratarse de cualquiera de los sindicatos, de cualquiera de los dictadores bananeros de las islas o de tierra firme. ¿Y el hombre mismo? Eran unos disparos increíblemente buenos los que habían matado a aquellas dos aves, lanzándolas a través de la ventana del bar en el número tres y medio. ¿Cómo demonios iba Bond a coger a aquel tipo? Con un impulso, Bond se dirigió hacia la cama y cogió la Walther de debajo de la almohada. Deslizó la recámara e hizo un único disparo a la colcha. Comprobó el muelle de la recámara y apuntó rápidamente a varios objetos de la habitación. Calculó que estaba apuntando unos dos centímetros y medio por encima, pero eso se debía a que la pistola era más ligera sin la recámara cargada. Con un golpe seco colocó otra vez la recámara y probó de nuevo. Sí, así estaba mejor. Disparó un tiro en la recámara, puso el seguro y metió la pistola bajo la almohada. Luego volvió junto a su copa, cogió el libro y se olvidó de sus preocupaciones, sumergiéndose en los altos cometidos de los grandes hombres.
Llegaron los huevos. Estaban buenos. La salsa muselina merecía haber sido mezclada en Maxim's. Bond avisó que le retiraran la bandeja, se sirvió una última copa y se preparó para dormir. Scaramanga tendría, con seguridad, una llave maestra. Al día siguiente, Bond buscaría una cuña con la cual obstruir la puerta, pero por esa noche puso su maleta del revés, ajustándola junto a la puerta, y los tres vasos en equilibrio sobre ella. Era una sencilla trampa de polis, pero si fuese necesario le daría el aviso imprescindible. Luego se quitó los calzoncillos, se metió en la cama y se durmió.
Alrededor de las dos de la madrugada se despertó sudando a causa de una pesadilla. Estaba defendiendo un fuerte y había otros defensores con él, pero parecían merodear por el lugar sin objetivo alguno, y cuando Bond les gritaba para reunirlos, no le oían. Destacando en la llanura, Scaramanga estaba sentado en una silla de café vuelta del revés junto a un enorme cañón dorado. Cada dos por tres ponía su largo cigarro en la mecha, y un tremendo destello tenía lugar, acompañado de una llamarada inaudible. Una negra bala de cañón, tan grande como un balón de fútbol, voleaba por el aire y al caer golpeaba el fuerte y se escuchaba el ruido demoledor de la madera al romperse. Bond estaba armado sólo con un arco, pero ni siquiera podía dispararlo, porque cada vez que intentaba encajar la muesca de la flecha en la cuerda, aquélla caía de sus dedos al suelo. Maldijo su torpeza. En cualquier momento ¡una enorme bala de cañón aterrizaría en el pequeño espacio abierto donde él se encontraba! Afuera en la llanura, Scaramanga acercó su cigarro a la mecha del cañón. La bola negra subió muy alto ¡y descendió directa hacia Bond! Aterrizó justo delante suyo y empezó a rodar muy lentamente hacia él, haciéndose más y más grande, saliendo humo y chispas de la mecha, que menguaba por momentos. Bond extendió un brazo para protegerse. Se golpeó el codo dolorosamente con el borde de la mesilla de noche y se despertó.
Bond salió de la cama, se dio una ducha fría y bebió un vaso de agua. Cuando regresó a la cama, había olvidado la pesadilla y se quedó dormido de inmediato. Descansó sin soñar hasta las 7:30 de la mañana. Se puso el bañador, retiró la barricada de delante de la puerta y salió al pasillo. A su izquierda, una puerta que daba al jardín estaba abierta y el sol entraba por ella a raudales. Salió e iba paseando en dirección a la playa, por la hierba cubierta aún de rocío, cuando escuchó un curioso ruido sordo que le llegó de entre las palmeras de la derecha. Fue hacia allí. Era Scaramanga, vestido con un bañador, que hacía ejercicios en una cama elástica, asistido por un atractivo joven de piel negra que le sostenía el albornoz de color rojo. El sudoroso cuerpo de Scaramanga brillaba al sol, mientras se impulsaba en el aire por encima de la estirada lona y rebotaba, a veces con las rodillas o con las nalgas, e incluso con la cabeza. Era un ejercicio de gimnasia impresionante. ¡La tercera tetilla destacaba prominente sobre el corazón, constituyendo un blanco evidente! Bond continuó caminando pensativo hacia la preciosa playa de arena blanca rodeada de palmeras que entrechocaban suavemente. Se sumergió en el agua y, quizás influido por el ejemplo del otro hombre, nadó dos veces más lejos de lo que había planeado.
James Bond tomó un desayuno breve y ligero en su habitación, y se vistió a regañadientes, debido al calor, con su traje azul oscuro. Se colocó el arma y salió a dar una vuelta por la propiedad. Enseguida se formó una idea: la noche y la fachada iluminada habían disimulado un proyecto que permanecía a medias. El ala este del edificio, al otro lado del vestíbulo, era sólo un conjunto de listones y yeso. El cuerpo central del hotel —el restaurante, la discoteca y los salones, que constituían el palo largo de la estructura en forma de T— era una maqueta, un escenario preparado para un ensayo general, montado precipitadamente con los accesorios esenciales, las alfombras, las instalaciones de alumbrado y una dispersión de mobiliario, pero que olía aún a pintura fresca y a virutas de madera. Había quizás unos cincuenta hombres y mujeres trabajando, fijando las cortinas, pasando las aspiradoras a las alfombras, instalando la electricidad, pero nadie estaba ocupado en lo fundamental: las grandes hormigoneras, los taladros y los andamios descansaban detrás del hotel como los juguetes abandonados de un gigante. A simple vista, aquel lugar necesitaba un año más y otros pocos millones de libras para convertirse en aquello que los planos habían dicho que iba a ser. Bond se dio cuenta del problema de Scaramanga. Alguien se quejaría de eso. Otros querrían abandonar. Pero, de nuevo, otros querrían invertir, claro que a un precio módico, y utilizar la inversión para reducir impuestos con los cuales compensar empresas más provechosas en cualquier otro sitio. Era mejor tener un fondo de capital con las concesiones de impuestos que otorgaba Jamaica, que pagar ningún dinero al Tío Sam, al Tío Fidel o al Tío Leoni en Venezuela. De manera que el trabajo de Scaramanga consistía en cegar a sus invitados con los placeres que les pondría delante y enviarlos medio ebrios de vuelta a sus sindicatos. ¿Funcionaría? Bond conocía a aquel tipo de gente y lo dudaba. Se irían a la cama borrachos con una bonita mulata, pero se despertarían sobrios. Si no fuese así, no conservarían sus puestos de trabajo, no los enviarían allí con sus discretos maletines.
Caminó más por detrás de la propiedad. Quería localizar su coche, y lo encontró en una zona desierta tras el ala oeste. Pronto le daría el sol donde estaba, así que lo movió más hacia delante, hasta la sombra de un ficus gigante. Comprobó el depósito de gasolina y se guardó las llaves. Nunca eran pocas las pequeñas precauciones que debía tomar.
En la zona de aparcamiento, el olor de los pantanos era muy fuerte. Decidió caminar algo más lejos, mientras aún se estuviera algo fresco. Pronto llegó al final de los jóvenes arbustos y del césped de guinea que el paisajista había plantado. Más allá, sólo había desolación: una gran extensión de arroyos lentos y tierras pantanosas a las que se había ganado el terreno para la construcción del hotel. Garcetas, alcaudones y garzas reales de Luisiana alzaban el vuelo y se posaban luego otra vez; se oía el sonido producido por insectos extraños y la llamada de las ranas y los dragones. Un arroyo más grande serpenteaba en dirección al mar en lo que, probablemente, era el límite de la propiedad. Sus fangosas orillas estaban horadadas por las madrigueras de los cangrejos y de las ratas acuáticas, y a medida que Bond se fue acercando, se escuchó el pesado chapoteo de un cocodrilo, del tamaño de un hombre, que abandonó la orilla y enseñó su morro antes de sumergirse. Bond sonrió para sus adentros. No había duda de que si el hotel se llevase a cabo, toda esta zona se convertiría en un fondo de inversión. Habría barqueros nativos, ataviados con la vestimenta adecuada como indios Arawac, un embarcadero y cómodas barcas con toldo, desde las cuales los invitados disfrutarían de la «selva tropical» por un suplemento de diez dólares en su cuenta.
Bond echó una ojeada a su reloj y regresó dando un paseo. A la izquierda, todavía sin la protección que proporcionaría la sombra de las jóvenes adelfas y los ricinos que se habían plantado con ese propósito, se encontraban las cocinas y la lavandería, así como los alojamientos para el personal, los habituales cuartos traseros de un hotel de lujo. De aquella dirección le llegó música, un ritmo como un latido de calipso jamaicano, con toda probabilidad el conjunto de Kingston ensayando. Bond dobló la esquina y pasó bajo el pórtico, entrando en el vestíbulo principal. Scaramanga se encontraba en la recepción hablando con el director. Cuando oyó los pasos de Bond sobre el mármol, se volvió, lo miró y le dedicó una seca inclinación de cabeza. Vestía como el día anterior, y su alta corbata blanca combinaba con la elegancia del vestíbulo.
—De acuerdo, entonces —dijo al director; luego se dirigió a Bond—: Echemos un vistazo a la sala de reuniones.
Bond lo siguió a través de la puerta del restaurante y luego, pasando por otra puerta a la derecha, al interior de un vestíbulo, una de cuyas paredes estaba ocupada por un aparador con vasos y bandejas. Al fondo había otra puerta. Scaramanga abrió el camino hacia lo que algún día quizás sería un salón de juego o un salón de lectura. De momento, allí no había más que una mesa redonda, colocada en el centro de una alfombra de color rojo vino, y siete butacas blancas tapizadas con piel de imitación, con cuadernos y lápices delante de cada una. La butaca que se hallaba situada frente a la puerta, que debía de ser la de Scaramanga, tenía delante un teléfono blanco.
Bond dio una vuelta por la sala, examinó las ventanas y las cortinas y echó un atento vistazo a los apliques de luz de las paredes.
—Los apliques podrían estar intervenidos —dijo a Scaramanga—. Y, por supuesto…, el teléfono. ¿Quiere que lo revise?
Scaramanga miró a Bond con frialdad.
—No es necesario —contestó—. Ya está bien intervenido, por mí personalmente. Lo hago para tener una grabación de cuanto se habla.
—Entonces, de acuerdo —dijo Bond—. ¿Dónde quiere que me coloque?
—Al otro lado de la puerta, sentado, leyendo una revista o algo. Habrá una reunión general esta tarde, alrededor de las cuatro. Mañana tal vez tengamos una o dos reuniones pequeñas, conmigo y quizás uno de los chicos. No quiero que ninguna de esas reuniones se vea alterada por nada. ¿Vale?
—Parece bastante sencillo. Ahora, ¿no cree que ha llegado el momento de que me diga los nombres de esos hombres, a quiénes representan, más o menos, y si hay alguno de quien espera problemas?
—Coja una silla, papel y lápiz —dijo Scaramanga, paseándose arriba y abajo de la sala—. En primer lugar, está el señor Hendriks, holandés. Representa el dinero europeo, suizo en su mayor parte. No tiene que preocuparse de él. No es del tipo problemático. Luego está Sam Binion, de Detroit.
—¿La Banda Púrpura?
Scaramanga se detuvo en su paseo y miró a Bond fijamente.
—Todos ellos son gente respetable, señor como se llame.
—Hazard es mi nombre.
—De acuerdo. Hazard, entonces. Pero son respetables, lo comprende. No vaya a sacar la idea de que serán los Apalaches. Todos ellos son sólidos hombres de negocios. ¿Me comprende? Ese Sam Binion, por ejemplo. Está metido en bienes inmobiliarios. Él y sus amigos valen tal vez veinte millones de dólares. ¿Ve lo que quiero decir? Luego está Leroy Gengere11a, de Miami. Es el propietario de Gengerella Enterprises. Peces gordos en el mundo del espectáculo. Éste puede que se ponga negro. Los muchachos en esa línea de negocios quieren beneficios de inmediato y un rápido volumen de operaciones. Y está Ruby Rotkopf, el hotelero de Las Vegas. Él hará todas las preguntas difíciles porque ya conoce la mayoría de las respuestas, por su experiencia. Y luego, Hal Garfinkel. de Chicago. Está en relaciones laborales, como yo. Representa una parte de los fondos de la Teamster Union. No debería suponer ningún problema. Esos sindicatos tienen tanto dinero que no saben dónde invertirlo. Con éste, ya son cinco. El último es Louis Paradise, de Phoenix, Atizona. Es propietario de Paradise Slots, los más grandes en el negocio de las máquinas tragaperras. También tiene intereses en casinos. No puedo imaginar por qué lado apostará él. Bien, éstos son los tíos.
—¿Y a quién representa usted, señor Scaramanga?
—Al dinero caribeño.
—¿Cubano?
—He dicho caribeño. Cuba está en el Caribe, ¿no es cierto?
—¿Castro o Batista?
El ceño reapareció en su frente. La mano derecha de Scaramanga se apretó en un puño.
—Ya le dije que no me sacara de quicio, caballero. Así que no siga fisgoneando en mis asuntos o saldrá malparado. Se lo aseguro.
Y como si le resultara difícil controlarse por más tiempo, el gran hombre dio media vuelta y salió bruscamente de la sala a grandes zancadas.