Read El hombre de la pistola de oro Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco
—Hay carne blanca atravesada en la vía. Debe de ser algún amigo del jefe.
Bond aguzó la vista. ¡Sí! ¡Era un cuerpo desnudo, de piel rosada y rubia cabellera dorada! ¡El cuerpo de una chica!
La voz de Scaramanga sonó entonces con estruendo contra el viento.
—Chicos. Ésta es una pequeña sorpresa para todos vosotros. Algo sacado de las viejas películas del Oeste. Hay una chica en la vía. Está atada sobre ella, atravesándola. ¡Echad una mirada! Y ¿sabéis qué? Es la novia de cierto hombre llamado James Bond, del que hemos oído hablar. ¿Os lo podéis creer? Su nombre es Goodnight, Mary Goodnight. ¡Y tanto que va a tener buenas noches!
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Si ese tipo, Bond, estuviera ahora a bordo, creo que le oiríamos gritar, pidiendo clemencia.
James Bond saltó hacia la palanca del acelerador y la arrancó de su sitio, echándola hacia atrás. La máquina soltó mucho vapor, pero sólo faltaban unos cien metros para alcanzar a la chica. Ahora lo único que podía salvarla eran los frenos, que estaban bajo el control de Scaramanga en el vagón trasero. El rasta ya tenía su machete en la mano, y las llamas del horno resplandecieron sobre la hoja. Pero el temor a la pistola que Bond sostenía en la mano le hizo retroceder como un animal acorralado, con los ojos rojos a causa de la maría. ¡Nada podía salvar a la chica! Bond, a sabiendas de que Scaramanga estaría esperándole por la derecha del ténder, saltó por la izquierda. Hendriks había sacado ya la pistola, pero antes de que pudiera ladearse, Bond le metió una bala entre los gélidos ojos. La cabeza dio una sacudida brusca hacia atrás y, por un instante, la abierta boca mostró sus muelas con fundas de acero. Luego el sombrero de fieltro gris cayó y la cabeza muerta se desplomó. La pistola de oro ladró dos veces. Una bala chocó contra el interior de la cabina y el rasta gritó y se derrumbó en el suelo, agarrándose la garganta. Su mano aún sujetaba con fuerza la palanca del silbato, -y el pequeño tren fue soltando su lúgubre aullido de advertencia. ¡Faltaban cincuenta metros! La dorada cabellera colgaba desamparada hacia delante, ocultando el rostro, y se veían con claridad las cuerdas en sus muñecas y tobillos. Los senos se ofrecían impúdicos a la máquina, que avanzaba ensordecedora. Bond rechinó los dientes, cerrando su cerebro al horroroso impacto que tendría lugar en breves momentos. Saltó hacia la izquierda de nuevo, esquivando tres disparos. Por un instante, creyó que dos de ellos habían hecho blanco, pero entonces algo le golpeó en el músculo del hombro izquierdo con tal fuerza que le hizo rodar por la cabina, chocar contra el suelo de hierro y sacar el rostro por fuera de la plataforma del maquinista. Y en esa posición, a tan sólo unos centímetros de distancia, vio como las ruedas delanteras aplastaban el cuerpo que había en la vía, la cabeza rubia se separaba del cuerpo y los azules ojos de porcelana le dirigían una última mirada inexpresiva. Los fragmentos de un maniquí de escaparate se desintegraron con un agudo crujido de plástico, y las astillas de color rosa se precipitaron por el terraplén.
James Bond sofocó la náusea que le subía desde el estómago hacia la garganta. Tambaleándose, se incorporó, aunque se mantuvo agachado. Alcanzó la palanca del acelerador y la empujó hacia arriba. Una batalla campal con el tren parado aumentaría su desventaja. Casi no sentía el dolor del hombro. Rodeó el lado derecho del ténder, pero las cuatro pistolas dispararon. Se lanzó de cabeza para ponerse a cubierto. Ahora los pistoleros disparaban, pero no podían apuntar debido al entorpecimiento que suponía la cubierta de lona. Bond, sin embargo, había tenido tiempo de vislumbrar una escena gloriosa. En el vagón del freno, Scaramanga había resbalado de su trono y, de rodillas, balanceaba la cabeza como un animal herido. ¿Dónde demonios le había dado Bond? Y ahora ¿qué? ¿Cómo se las iba a arreglar con los cuatro pistoleros que se encontraban tan a cubierto de él como él lo estaba de ellos?
Pero entonces, al fondo del tren —sólo podía ser desde el vagón del freno—, la voz de Félix Leiter se elevó por encima del chillido agudo que emitía el silbato de la máquina:
—¡Muy bien, muchachos. ¡Tirad las pistolas al suelo! ¡Ahora! ¡Rápido!
Sonó un disparo.
—He dicho rápido. Aquí tenemos al señor Gengerella, que va a reunirse con su Hacedor. Muy bien. Y ahora las manos detrás de la cabeza. Así está mejor. Bien, muy bien. James, ya se ha terminado. ¿Estás bien? Si es así, déjate ver. Aún falta el acto final y hemos de movernos de prisa.
Bond se incorporó con mucho cuidado. ¡Le pareció increíble! Leiter tenía que haber viajado todo el tiempo sobre los parachoques traseros del vagón del freno, y no había salido antes por miedo a los disparos de Bond. ¡Sí! ¡Allí estaba!, con su rubio cabello despeinado al viento, la pistola de cañón largo apoyada sobre su garfio levantado, de pie, con las piernas abiertas por encima del cuerpo de Scaramanga, que se encontraba en posición supina junto a la rueda de freno. A Bond. el hombro comenzó a dolerle de modo infernal.
—¡Maldita sea, Leiter! —gritó indignado, pero con un tremendo alivio—. ¿Por qué no te has dejado ver antes? Podían haberme hecho daño.
Leiter se echó a reír a carcajadas.
—¡Ya llegará el gran día, ya! Ahora escucha, farsante. Prepárate para saltar, porque cuanto más tardes, más tendrás que caminar de regreso hasta casa. Yo me quedaré un rato con estos muchachos para entregarlos a la justicia de Green Island. —Hizo un gesto con la cabeza para indicarle que estaba mintiendo.— Ahora empieza a pasar. Estamos en El Pantano, así que el aterrizaje será suave, aunque apeste un poco, pero te echaremos agua de colonia cuando llegues a casa, ¿de acuerdo, James?
El tren estaba pasando sobre la reja de una pequeña alcantarilla, y la canción de las ruedas se convirtió en un estruendo profundo. Bond miró al frente. En la distancia se veía la telaraña de hierro que formaba el puente sobre el río Orange. El tren seguía chillando mientras perdía vapor. El indicador marcaba treinta. Bond miró al rasta que yacía muerto en el suelo, y pensó que su rostro era tan horrible como lo había sido en vida. Su mala dentadura, deteriorada por mascar caña de azúcar desde la infancia, había quedado al descubierto en una mueca congelada. Bond echó una rápida ojeada bajo el toldo. El cuerpo desplomado de Hendriks se mecía con el traqueteo del tren y sus pastosas mejillas aún brillaban por el sudor del día. Ni siquiera como cadáver despertaba compasión. En el asiento siguiente, la bala de Leiter había destrozado la tapa de los sesos a Gengerella, volándole la mayor parte del rostro. Los tres pistoleros que quedaban contemplaban a James Bond con ojos borrosos. Nunca hubieran imaginado que nada de aquello pudiera suceder. Iba a ser una fiesta, así lo indicaban sus camisas de estilo tropical. Scaramanga, el invicto, el invencible, así lo dijo, y hasta pocos minutos antes, su pistola de oro respaldó sus palabras. Pero, de pronto, todo era diferente. Como dicen los musulmanes cuando un gran jeque se va y su protección los abandona: «¡Ahora ya no había sombra donde resguardarse!» Había pistolas amenazándoles por delante y por detrás. El tren proseguía su avance hacia algún lugar del cual nunca habían oído hablar. El silbato gimió. El sol los abatía y el espantoso hedor de El Gran Pantano ofendía su olfato. Estaban en un lugar extranjero, y todo aquello era una mala noticia, realmente mala. El Director de la Excursión les había dejado y tenían que apañárselas por su cuenta. Dos de ellos habían muerto y, ahora, incluso se habían quedado sin sus armas. Los rostros abotagados como lunas llenas de aquellos gorilas contemplaban a Bond con ojos suplicantes. La voz de Louie Paradise sonó cascada y ronca por el terror.
—Un millón de dólares, señor, si nos saca de esto. Se lo juro por mi madre, ¡un millón!
Los rostros de Sam Binion y de Hal Garfinkel se iluminaron. ¡Había una esperanza!
—Y otro millón.
—¡Y otro más! ¡Por la cabeza de mi hijito!
La voz de Félix Leiter rugió con cólera. Había una nota de pánico en ella.
—Salta, ¡maldita sea, James! ¡Salta!
Bond estaba de pie en la máquina, sin escuchar las voces suplicantes que le gritaban desde el toldo amarillo. Aquellos hombres habían querido verle muerto, y ellos mismos se habían preparado para asesinarle. ¿Cuántos cadáveres tendrían en su haber? Bond bajó al escalón de la cabina, eligió el momento oportuno y se lanzó, lo más alejado que pudo de la grava de las vías, al suave y apestoso abrazo del estanque del manglar.
Su descarga en el barro liberó un hedor de todos los demonios. Las grandes burbujas de gas de las marismas oscilaban hacia la superficie y estallaban pegajosas. Un pájaro chirrió y se movió ruidosamente entre el follaje. James Bond vadeó el pantano hasta que llegó al borde del terraplén. Escaló por él, aunque el hombro le dolía de veras, y luego se dejó caer de rodillas. Estaba mareado como una sopa.
Cuando alzó la cabeza, vio como Leiter se arrojaba del vagón del freno, que se encontraba ya a unos buenos doscientos metros de distancia. Al parecer, había aterrizado mal y no se movía. A continuación, a falta de unos pocos metros para alcanzar el largo puente de hierro sobre el perezoso río, otra figura saltó del tren sobre un arbusto de manglar. Era una silueta alta, completamente revestida de chocolate, pero ¡no había duda! ¡Se trataba de Scaramanga! Bond profirió una débil maldición. ¿Por qué demonios no le había metido Leiter una última bala en la cabeza? Ahora, el trabajo no estaba terminado aún. Las cartas tan sólo se habían barajado de nuevo. ¡Quedaba una última mano por jugar!
El tren, sin maquinista, avanzaba con un chillido incesante que se convirtió en un rugido a medida que la vía entró en los caballetes del largo puente. Bond lo veía todo con imprecisión, preguntándose cuándo se quedaría el tren sin vapor. ¿Qué harían los tres pistoleros? ¿Tirarían hacia las colinas? ¿Controlarían el tren y se dirigirían a la Bahía de Green Island en un intento de llegar a Cuba en el
Thunder Birdl
¡ No tardó en llegarle la respuesta! A la mitad de su recorrido, mientras cruzaba el puente, la máquina se levantó de pronto como un semental. Al mismo tiempo se oyó un estruendo y una gran pantalla de llamas se alzó; seguidamente, el puente se dobló hacia abajo por el centro, como una pierna que se plegaba. Pedazos de hierro salieron disparados en todas direcciones, y el choque de astillas resonó cuando los puntales cedieron y se inclinaron lentamente hacia el agua. Por la abertura que quedaba, la hermosa
Belle
, un juguete hecho pedazos, se partió en dos y, con un derrumbe gigante de hierro y carpintería, cayó al río con estrépito, en medio de un volcán de vapor y espuma.
Luego se hizo un silencio ensordecedor. En algún punto detrás de Bond, una rana que acababa de despertar croaba indecisa. Cuatro garcetas blancas descendieron sobre el desastre, con los cuellos estirados inquisitivamente. En la distancia, puntos negros aparecieron en lo alto del cielo y se acercaron perezosos volando en círculos. El sexto sentido de las águilas les advertía que la lejana explosión era una catástrofe que quizás les proporcionara alimento. El sol martilleaba sobre los rieles plateados y a unos metros de Bond, un grupo de mariposas amarillas bailó en el resplandor. Bond se puso en pie con lentitud y, apartando las mariposas, empezó a caminar por las vías despacio, pero con paso decidido, en dirección al puente. Primero tenía que ver a Félix Leiter y después ir tras el grandullón que se había escapado.
Leiter yacía en el apestoso fango. Su pierna izquierda presentaba un ángulo horrible. Bond se inclinó sobre él, llevándose un dedo a los labios. Luego se arrodilló a su lado y le dijo con suavidad:
—No hay mucho que yo pueda hacer por ahora, colega. Te daré una bala para morder y te dejaré a la sombra. No tardará mucho en llegar gente. Tengo que ir tras ese hijo de puta. Está en algún lugar cerca del puente. ¿Qué te hizo pensar que estaba muerto?
Leiter gruñó, más de rabia contra sí mismo que de dolor.
—Había sangre por todas partes. —Su voz fue un susurro vacilante entre los dientes apretados.— Tenía la camisa empapada y los ojos cerrados. Pensé que si aún no estaba frito, acabaría en el puente como los demás. —Esbozó una débil sonrisa.— ¿Cómo ha salido la escena del río Kwai? ¿Ha resultado bien?
Bond levantó el pulgar.
—Un cuatro de julio. Los cocodrilos ya deben de estar sentados a la mesa. ¡Pero ese maldito maniquí…! ¡Me ha puesto enfermo! ¿Lo dejaste tú allí?
—Claro. Lo siento, chico. Scaramanga me ordenó que lo hiciera y eso me sirvió de excusa para minar el puente esta mañana. No tenía ni idea de que tu amiga era rubia ni de que caerías en la trampa.
—Supongo que estoy hecho un maldito idiota. He pensado que la tenía retenida desde anoche. De todas formas, ya está hecho. Aquí tienes tu bala, muérdela. Las historias cuentan que eso ayuda. Ahora te va a doler, pero tengo que ponerte a cubierto y bajo una sombra.
Bond le pasó las manos por debajo de los brazos y, con toda la delicadeza que le fue posible, lo arrastró hasta un rincón seco, bajo un gran manglar, por encima del nivel del pantano. El dolor hacía que el sudor le resbalara por el rostro. Cuando Bond lo aseguró entre las raíces del arbusto, Leiter soltó un gruñido y dejó caer la cabeza hacia atrás. Bond lo miró pensativo. Un desmayo era lo mejor que le podía pasar. Sacó la pistola de Leiter de la cinturilla del pantalón y la puso junto a su única mano, la izquierda. Bond sabía que aún podía meterse en graves problemas; si eso sucedía, Scaramanga iría después a por Félix.
Bond se arrastró a lo largo de la línea de manglares hacia el puente. A partir de ese momento tendría que mantenerse más o menos a descubierto. Rogó que el pantano, cerca del río, diera paso a tierras más secas, porque así podría dirigirse hacia el mar y luego acortar de nuevo en dirección a la corriente, donde esperaba interceptar el rastro del hombre.
Era la una en punto de la tarde y el sol estaba muy alto. James Bond se sentía cansado y sediento, la herida del hombro le latía con su pulso y él empezaba a sentirse febril. Se sueña igual de día que de noche, y ahora que iba al acecho de su presa descubrió con ironía que buena parte de su mente estaba sometida a la visualización de un aparador con champán que los esperaba a todos, a los vivos y a los muertos, en Green Island. Por el momento, se permitió el lujo de la ensoñación. El bufet estaba montado bajo unos árboles, tal como lo veía él, adyacentes a la estación del tren, que se encontraba probablemente en las mismas vías que el Apeadero Thunderbird. Había largas mesas sobre caballetes, con manteles inmaculados, y sobre ellas hileras de copas, bandejas, cubiertos y grandes platos con ensalada de langosta fría, y con lonchas de fiambres. También había montones de fruta —pifias y otras similares— para hacer que el decorado pareciera más jamaicano y exótico. Tal vez hubiera algún plato caliente, pensó, algo como lechón relleno asado con guarnición de arroz y guisantes, demasiado caliente para la temperatura del día, decidió Bond, pero todo un banquete para la mayoría de la población de Green Island, que lo disfrutaría cuando los turistas ricos se hubiesen ido. ¡Y había bebida! El champán estaba en recipientes de plata helados; había ponche de ron, Tom Collins; licor de whisky y, por supuesto, no podían faltar grandes jarras de agua helada, que acababan de llenar cuando el tren anunció su entrada en la pequeña y vistosa estación. Bond podía verlo todo, cada detalle, bajo la sombra de los grandes ficus. Los camareros uniformados, con guantes blancos, le persuadían para que tomara más y más; a lo lejos, las danzarinas aguas del puerto enmarcaban la escena; y de fondo sonaba la hipnótica vibración de la banda de calipso, y le seducían los dulces y tentadores ojos de las chicas. Dirigiéndolo todo, estaba la alta y atractiva figura del gentil anfitrión, con un delgado cigarro puro entre los labios y el Stetson blanco de ala ancha inclinado sobre una ceja, ofreciéndole al menos una copa más de champán helado.