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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

El hombre de la pistola de oro (6 page)

—No se lo he dicho. Pero, de hecho, soy…

La voz le interrumpió con excitación:

—No me lo diga… ¡Eres James!

Bond se echó a reír.

—¡Maldita sea! ¡Goodnight! ¿Qué demonios haces aquí?

—Más o menos lo que solía hacer para ti. Supe que habías regresado, pero creía que estabas enfermo o algo así. ¡Qué maravilla! ¿Desde dónde llamas?

—Desde el aeropuerto de Kingston. Ahora escucha, querida. Necesito ayuda. Más tarde hablaremos. ¿Puedes ponerte manos a la obra?

—Por supuesto. Espera que coja un lápiz. Vamos allá.

—En primer lugar, necesito un coche. Cualquiera me servirá. Luego quiero el nombre de la persona que ocupa el cargo directivo en Frome, ya sabes, la propiedad WISCO más allá de Savannah La Mar. También necesito un mapa de reconocimiento a gran escala de esa zona y cien libras en moneda jamaicana. Después, querida, llamarás a los subastadores Alexander y averiguarás cuanto te sea posible sobre la propiedad que viene anunciada hoy en el
Gleaner
. Di que eres una probable compradora. Tres y medio de Love Lane. Comprueba tú misma los detalles. Luego quiero que vengas a Morgan's Harbour, adonde voy ahora mismo. Pasaré la noche allí. Cenaremos e intercambiaremos secretos hasta que la aurora despunte sobre las Montañas Azules. ¿Puede ser?

—Por supuesto. Pero todo eso ya es un buen montón de secretos. ¿Qué debo ponerme?

—Algo que sea ajustado en las zonas adecuadas. Sin demasiados botones.

Ella se echó a reír.

—¡Ahora has establecido tu identidad! Me pongo con todo esto al instante. Te veo sobre las siete. Adiós.

Luchando por respirar, Bond se abrió paso fuera de la pequeña sauna. Se pasó el pañuelo por el rostro y el cuello. ¡Demonios! Mary Goodnight, ¡su querida secretaria de los viejos tiempos de la Sección Doble 0! En el Cuartel General le habían dicho que estaba en el extranjero y no había hecho más preguntas. Tal vez ella había preferido un cambio cuando él desapareció. Sea como fuera, ¡menuda coincidencia! Ahora disponía de un aliado, alguien a quien conocía. ¡El entrañable
Gleaner\
Recuperó su maleta de la consigna de Aeronaves de México y salió del recinto. Cogió un taxi y, tras indicar la dirección al taxista, Morgan's Harbour, se acomodó y dejó que el aire que entraba por las ventanillas abiertas empezara a secarle el sudor.

El pequeño y romántico hotel estaba situado en Port Royal, en la punta de Palisadoes. El propietario, un inglés que en tiempos perteneció también a Inteligencia, y que sospechaba cuál era el trabajo de Bond, se alegró de verle. Le mostró una cómoda habitación con aire acondicionado, vistas a la piscina y el amplio reflejo de la bahía de Kingston como marco.

—¿De qué se trata esta vez? —preguntó el inglés—. ¿Cubanos o contrabando? Son los objetivos más populares en estos tiempos.

—Sólo estoy de paso. ¿Tiene langostas?

—Por supuesto.

—Pues sea buen chico y resérveme dos para la cena. Asadas con mantequilla derretida. Y un tarro de ese
foie gras
suyo, tan ridiculamente caro. ¿De acuerdo?

—¡Eso está hecho! ¿Una celebración? ¿Pongo champán a enfriar?

—Buena idea. Ahora voy a darme una ducha y a dormir un poco. El aeropuerto de Kingston es mortal.

James Bond se despertó a las seis. De momento no supo dónde se encontraba. Se quedó echado y empezó a recordar. Sir James Molony le había dicho que su memoria resultaría perezosa durante algún tiempo. El tratamiento TEC en The Park —una residencia denominada discretamente de «convalecencia» en una enorme mansión en Kent— había sido intenso. Veinticuatro golpes a su cerebro desde la caja negra en treinta días. Cuando el tratamiento hubo finalizado, sir James le confesó que si su práctica médica hubiese tenido lugar en América, no le habrían permitido administrar más de dieciocho. Al principio, Bond se sintió aterrorizado ante la vista de la caja y de los dos cátodos que iban a aplicarle en ambas sienes. Tenía entendido que las personas que pasaban por el tratamiento de electroshock debían estar sujetas con correas, ya que sus cuerpos, sacudidos y contraídos a causa del voltaje, a menudo salían arrojados de la mesa de operaciones. Pero parecía ser que aquello era de lo más anticuado. Ahora disponían de la tan anhelada inyección de pantenol, con la cual, según sir James le dijo, su cuerpo no sufriría movimiento alguno cuando pasara la corriente por él, excepto una ligera contracción de los párpados. Los resultados habían sido milagrosos. Después de que un agradable y tranquilo analista le explicara lo que habían hecho con él en Rusia, y tras pasar por la agonía mental de saber lo que casi le hace a M, renació en él el antiguo y violento odio por la KGB y por todas sus obras. Seis semanas después de ingresar en The Park, lo que más deseaba era luchar de nuevo contra la gente que había invadido su cerebro para sus propios fines homicidas. Luego llegó su rehabilitación física y una inexplicable cantidad de práctica de tiro que había realizado en el campo de entrenamiento de la policía en Maidstone. Por fin, un día el jefe de Estado Mayor entró en su habitación y estuvo dándole las instrucciones para su nueva misión. Los motivos para las prácticas de tiro quedaron aclarados, y el garabato de tinta verde deseándole suerte —firmado M— le reforzó el ánimo. Dos días después, ya estaba listo para disfrutar otra vez de la emoción de un paseo hasta el aeropuerto de Londres que daría inicio a su viaje a través del Atlántico.

Bond se dio otra ducha, se puso una camisa, bermudas y sandalias y salió a dar un paseo hasta el pequeño bar frente al mar, donde pidió un bourbon
deluxe
Walker doble con hielo. Observó los pelícanos que se sumergían en busca de su cena. Después se tomó otra copa con un chupito de agua para rebajarlo y pensó en el tres y medio de Love Lane, en qué consistirían las «muestras» y cómo pillaría a Scaramanga. Eso había estado preocupándole desde que le dieron las instrucciones. Le parecía muy bien que le dijeran que tenía que «eliminar» a aquel hombre, pero a James Bond no le gustaba matar a sangre fría; además, provocar un enfrentamiento con un hombre, que quizás fuera el pistolero más rápido del mundo, era un suicidio. Bueno, tendría que esperar a ver cómo pintaban las cosas. Lo primero que necesitaba era una nueva cara para su tapadera. Dejaría el pasaporte diplomático con Goodnight y a partir de ese momento sería «Mark Hazard» de la Transworld Consortium, un espléndido e impreciso nombre que cubriría casi cualquier tipo de actividad humana. Su negocio tendría que estar relacionado con la West Indian Sugar Company, ya que éste era el único negocio, aparte de Kaiser Bauxite, que había en los casi desiertos distritos de Jamaica. También existía en Negril el proyecto de desarrollar una de las playas más espectaculares del mundo, que había empezado con la construcción del hotel Thunderbird. Él podría ser un hombre de dinero en busca de terrenos para edificar. Si su presentimiento y las infantiles predicciones del horóscopo no se equivocaban, y coincidía con Scaramanga en aquella romántica dirección de Love Lane, sería cuestión de tocar de oído.

Enfrente, la llanura encendida por la puesta de sol refulgió brevemente, mientras el mar fundido se enfriaba como el plomo iluminado por la luna.

Un brazo desnudo perfumado con Chanel Número 5 rodeó su cuello, y unos labios cálidos besaron la comisura de los suyos. Al tiempo que él alargaba su brazo para retener la mano que le rodeaba, una voz sin aliento le dijo:

—¡Oh, James! Lo siento, pero ¡tenía que hacerlo! Es tan maravilloso tenerte de vuelta…

Bond cogió el suave mentón y levantó la boca de la joven, besándole los labios entreabiertos.

—¿Por qué nunca pensamos en hacer esto, antes de ahora, Goodnight? —preguntó él—. ¡Tres años y tan sólo esa puerta entre nosotros! ¿En qué estábamos pensando?

Ella se apartó. Su dorada melena cayó hacia atrás rodeándole el cuello. No había cambiado nada. Aún utilizaba tan sólo un maquillaje casi imperceptible, pero su rostro estaba dorado por el sol y sus grandes ojos azules, que en ese instante centelleaban a la luz de la luna, resplandecían con aquella franqueza desafiante que siempre le había desconcertado cuando discutían algún problema en la oficina. Tenía idéntica chispa de salud en sus robustos huesos y la misma amplia sonrisa desinhibida en los labios, los cuales resultaban tan excitantes en reposo. Pero vestía ropa diferente. En lugar de la estricta camisa y la falda de los días del Cuartel General, llevaba un collar de perlas y un vestido de falda corta, color rosa ginebra con un montón de bitters en su interior (el rosa anaranjado del interior de una concha). Era un vestido ajustado en los senos y a las caderas. Goodnight sonrió a su escrutinio.

—Los botones están a lo largo de la espalda —dijo ella—. Éste es el uniforme estándar en una estación tropical.

—Me imagino a la rama Q diseñándolo. Supongo que una de las perlas contiene una pildora mortífera en su interior.

—Claro. Aunque no recuerdo cuál es. Pero sólo tendría que tragarme todo el collar. En lugar de eso, ¿puedo tomarme un daiquiri, por favor?

Bond pidió la bebida.

—Perdona, Goodnight, no cuido mis modales. Estoy deslumhrado. Me ha sorprendido tanto encontrarte aquí, y nunca antes te había visto con esta ropa de trabajo. Pero dejemos eso y ponme al día. ¿Dónde se encuentra Ross? ¿Desde cuándo estás aquí? ¿Has conseguido aclararte con todos los saldos que te he dado?

Llegó la bebida que había pedido. Goodnight dio un delicado sorbido. Bond recordó que ella casi nunca bebía y no fumaba. Pidió otra copa para él y se sintió algo culpable porque era su tercer doble y ella no lo sabía, y cuando llegara el momento no lo reconocería como un doble. Bond encendió un cigarrillo. Intentaba no pasar de veinte al día, pero siempre se fumaba unos cinco de más. Lo aplastó en el cenicero. Ya se acercaba a su límite y en adelante debería observar con meticulosidad las rígidas normas de entrenamiento a que le habían sometido en The Park. El champán no contaba. Se lo estaba pasando bien con la conciencia que la joven le había despertado. También se sentía sorprendido e impresionado.

Mary Goodnight sabía que la última pregunta que Bond le había hecho era la primera que debía responder. Sacó un grueso sobre de su pequeña cartera de rafia con cadena dorada y se lo entregó.

—La mayor parte en billetes usados de una libra y varios de cinco —le dijo—. ¿Te lo cobro directamente o lo cargo como gastos?

—A mí, por favor.

—El cargo más alto en Frome lo ocupa Tony Hugill. Un hombre agradable. Esposa agradable. Niños agradables. Hemos tenido mucha relación con él, de manera que colaborará. Estuvo en la Inteligencia Naval durante la guerra, un tipo de labor de comandos, así que sabe de qué va. Realiza un buen trabajo (Frome tiene la producción de una cuarta parte del azúcar de Jamaica), pero el huracán «Flora» y las intensas lluvias que hemos tenido aquí han retrasado la cosecha. Además de eso, está teniendo muchos problemas con la quema de caña y otros pequeños sabotajes (llevados a cabo en su mayor parte con bombas incendiarias del tipo termita traídas desde Cuba). El azúcar de Jamaica compite directamente con el de Castro, como ya sabes. Y a causa del «Flora» y de todas esas lluvias, la cosecha cubana será sólo de unos tres millones de toneladas este año, en comparación con el nivel en la época de Batista de cerca de siete millones de toneladas, además de ser una cosecha muy tardía porque las lluvias han hecho estragos en el contenido de sacarosa.

Goodnight esbozó una amplia sonrisa.

—No es ningún secreto. Sólo hay que leer el
Gleaner
. Yo no comprendo muy bien el tema, pero al parecer se está jugando una importante partida de ajedrez en el negocio del azúcar, basada en lo que los azucareros llaman azúcar futura, una especie de compra adelantada de la mercancía para su entrega en fechas posteriores durante el año. Washington intenta mantener los precios bajos con el fin de alterar la economía cubana, y Castro, por su parte, quiere elevar el precio mundial del azúcar para así negociar con Rusia. Así que a Castro le vale la pena hacer tanto daño como le sea posible a las cosechas azucareras de la competencia. Él sólo tiene azúcar para vender y necesita alimentos desesperadamente. Por ejemplo, del trigo que los norteamericanos están vendiendo a Rusia, gran parte encontrará el camino de vuelta a Cuba, a cambio de azúcar, para alimentar a los cosechadores cubanos de caña.

La chica sonrió de nuevo.

—Negocio bastante tonto, ¿no te parece? —prosiguió ella—. No creo que Castro pueda sostenerlo mucho más tiempo. El asunto de los misiles en Cuba debe haberle costado a Rusia alrededor de mil millones de libras. Y ahora tienen que invertir muchísimo dinero en Cuba, dinero y mercancías, para mantener el lugar en pie. No dejo de pensar que pronto se irán y dejarán que Castro siga el mismo camino que Batista. Cuba es un país profundamente católico, y el «Flora» se ha visto como el juicio final enviado por los cielos. El huracán se situó sobre la isla y sencillamente la azotó, día tras día, durante cinco jornadas. Nunca un huracán se había comportado de esa forma, así que los creyentes no pasan por alto un presagio como ése, y lo consideran un juicio directo al régimen.

—¡Goodnight, eres un tesoro! —exclamó Bond con admiración—. De verdad que has hecho bien los deberes.

Los francos ojos azules de la joven miraron directamente los de Bond, evadiendo el cumplido.

—Estos son los asuntos con que vivo aquí. Todos inherentes a esta Estación. Pensé que te gustaría conocer algunos antecedentes en relación a Frome, y lo que te he contado explica el hecho de que WISCO esté padeciendo la quema de caña. Al menos pensamos que se trata de algo así.

Tomó un sorbo de su bebida.

—Bueno, eso es todo en cuanto al azúcar. El coche está fuera. ¿Te acuerdas de Strangways? Pues es su viejo Sunbeam Alpine. La Estación lo compró, y ahora lo utilizo yo. Tiene ya algunos años, pero aún es rápido y no te dejará tirado. Como está bastante abollado, no destacará. He llenado el depósito de gasolina y he dejado el mapa de reconocimiento en la guantera.

—Todo correcto. Una última pregunta, y después vamos a cenar y nos explicamos nuestras vidas. ¿Qué le ha ocurrido a Ross, tu jefe?

Mary Goodnight se mostró preocupada.

—Si he de decirte la verdad, no lo sé con exactitud. Se marchó la semana pasada para realizar un trabajo en Trinidad. Se trataba de localizar a un hombre llamado Scaramanga, una especie de pistolero local. No sé mucho sobre él. Al parecer, el Cuartel General quiere que se le siga la pista por alguna razón.

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