Read El hombre de la pistola de oro Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco
—El caballero me ha dicho: «Porterfield. Una botella de Enfurecedor. ¿Me has entendido bien? ¡Una botella llena!». Así que yo, por supuesto, no he dicho nada y me he limitado a servírsela. Pero hazme caso, Lily. —Se percató de una mano que se levantó al fondo de la gran sala y, mientras se dirigía hacia la mesa, acabó de decir—: Algo ha conmocionado sobremanera a sir Miles esta mañana, y no me equivoco.
M pidió su cuenta. Como era habitual en él, pagó con un billete de cinco libras, sin considerar el importe exacto de la nota, tan sólo por el placer de recibir la vuelta en billetes de una libra nuevos y crujientes y relucientes monedas de penique plateadas, pues era la costumbre de Blades dar el cambio sólo con moneda recién acuñada. Porterfield apartó la mesa y M se dirigió con rapidez hacia la puerta, respondiendo a algún saludo ocasional con una grave inclinación de cabeza y levantando la mano ligeramente.
Eran las dos de la tarde y el viejo Rolls Phantoms negro lo llevó sin prisas y sin obstáculos en dirección norte, a través de Berkeley Square, cruzando Oxford Street y después por Wigmore Street, hasta Regent's Park. M no miraba los escenarios por donde pasaba. Permanecía rígidamente sentado, con el sombrero hongo ajustado con rotundidad en su cabeza, y observando con fijeza la nuca del chófer, sin que éste le viera, con los ojos semientornados, en actitud meditabunda.
Por enésima vez, desde que había abandonado el despacho por la mañana, se aseguraba a sí mismo que su decisión era la correcta. Si James Bond podía recuperarse —y M estaba seguro de que ese magnífico neurólogo, sir James Molony, lo lograría—, sería ridículo que le reasignara a sus obligaciones habituales en la Sección doble 0. El pasado podía perdonarse, pero no olvidarse, sin la mediación del transcurso del tiempo. Sería enojosamente molesto para aquellos que tenían conocimiento de los hechos que Bond anduviera moviéndose por el Cuartel General como si nada hubiera sucedido. Y para M sería doblemente embarazoso ver a Bond frente a frente, al otro lado de su mesa de despacho. Y James Bond, cuando apuntaba directamente a un blanco —M lo expresó en términos bélicos—, era un cañón de lo más eficaz. Pues bien, el objetivo estaba allí y requería ser destruido de inmediato. Bond había acusado a M de utilizarle como herramienta. Por supuesto. Cada oficial del Servicio constituía una herramienta para una finalidad secreta u otra. El problema que tenían entre manos sólo podía resolverse mediante el asesinato. James Bond no sería el poseedor de un prefijo doble 0 si no tuviese gran talento, demostrado con frecuencia, como tirador. ¡La suerte estaba echada! A cambio de los sucesos de aquella mañana, y para expiarlos, Bond tendría que demostrar sus proverbiales habilidades. Si lo conseguía, recuperaría su condición. Si fracasaba, pues bien, la suya sería una muerte que merecería todos los honores. Ganase o perdiese, ese plan resolvería una serie de contratiempos impresionante. M zanjó el tema en su cabeza de una vez por todas con esa decisión. Bajó del coche y subió en ascensor hasta la octava planta. Recorrió el pasillo mientras percibía, con mayor intensidad a medida que se acercaba a su despacho, el olor de algún desinfectante desconocido.
En lugar de utilizar su llave para la entrada privada al final del corredor, M giró a la derecha y pasó por el despacho de la señorita Moneypenny. Ella estaba sentada en su lugar habitual, contestando la correspondencia rutinaria en su máquina de escribir. Se puso de pie al ver a M.
—¿Qué es este espantoso hedor, señorita Moneypenny?
—No sé cómo se llama, señor. El jefe de Seguridad trajo consigo una brigada del departamento de Guerra Química de la oficina de guerra. Ha dicho que ya puede utilizar su despacho, pero que deje las ventanas abiertas durante un rato, así que he encendido la calefacción. El jefe de Estado Mayor aún no ha vuelto de almorzar, pero me pidió que le informara de que todo sigue su curso como usted quiere. Sir James estará operando hasta las cuatro, pero a partir de esa hora esperará su llamada. Aquí está el expediente que usted ha pedido, señor.
M tomó la carpeta marrón sobre la que estaba estampada la estrella roja de «Ultrasecreto» en la esquina superior derecha.
—¿Cómo está 007? —preguntó M—. ¿Ha vuelto en sí en condiciones?
El rostro de la señorita Moneypenny permaneció inexpresivo.
—Deduzco que sí, señor. El oficial médico le administró algún tipo de sedante y se lo llevaron en camilla durante el almuerzo. Lo bajaron hasta el garaje en el montacargas, completamente cubierto. Nadie me ha hecho preguntas.
—Bien. Entonces tráigame los despachos, ¿quiere? Hoy hemos perdido mucho tiempo con todos estos problemas domésticos.
M cruzó la puerta hacia su despacho, llevando consigo la carpeta marrón. La señorita Moneypenny le entró los despachos y permaneció en actitud obediente junto a la mesa, mientras M los revisaba y le hacia de vez en cuando algún comentario o alguna pregunta. Ella observó aquella cabeza inclinada sobre los papeles, cubierta de cabellos gris acero, y con una coronilla pulimentada por la calvicie a la cual habían contribuido los años de uso de gorras navales, y se preguntó —como se había preguntado tan a menudo durante los diez pasados años— si quería u odiaba a aquel hombre. De una cosa estaba segura, le respetaba más que a ningún hombre que hubiera conocido o del que hubiera oído hablar. M le entregó los documentos y le dijo: —Gracias. Ahora déme tan sólo un cuarto de hora, y después ya estaré para quién me necesite. La llamada de sir James tiene prioridad, por supuesto.
M abrió la carpeta marrón, alcanzó su pipa y empezó a llenarla con movimientos distraídos, mientras echaba una ojeada a la relación de expedientes subsidiarios, para ver si había algún otro documento que necesitara de inmediato. Después encendió su pipa, se recostó en la butaca y leyó:
«Francisco (Paco) "El pistolas" Scaramanga». Y debajo, con letras minúsculas:
«Asesino autónomo, sobre todo bajo el control de la KGB a través de la DSS en La Habana, Cuba, pero que actúa a menudo como agente independiente para otras organizaciones, en los estados del Caribe y Centroamérica. Ha ocasionado graves daños, en especial a nuestro Servicio Secreto, pero también a la CIA y a otros servicios amigos, mediante el asesinato y la mutilación científica desde 1959, año en que Castro se hizo con el poder, lo que parece también que ha sido el detonante para las actividades de Scaramanga. Es muy temido y admirado en dicho territorio, donde, a pesar de las precauciones de la policía, parece tener completa libertad de acción. De esta manera, se ha convertido en algo parecido a un mito local y se le conoce en su "territorio" como
el Hombre de la pistola de oro
, en referencia a su principal arma, que es un Colt 45 bañado en oro, de cañón largo y acción única. Utiliza balas especiales de núcleo pesado de oro dúctil (24 quilates) recubierto de plata, con un corte diagonal en la punta, del tipo dum-dum, para conseguir el máximo efecto. Diseña y carga él mismo su munición. Es responsable de la muerte de 267 personas en la Guyana Británica, 398 en Trinidad, 943 en Jamaica, y 768 y 742 en La Habana, además de la mutilación y el consiguiente retiro del Servicio Secreto del agente 098, oficial de inspección de la Región, a causa de disparos de bala en ambas rodillas. (Véanse más arriba las referencias de los Archivos Centrales relativas a las víctimas de Scaramanga en Martinica, Haití y Panamá.)
»Descripción
: Edad, unos
35
años. Altura,
1,90
. Espigado y atlético. Ojos, marrón claro. Cabello rojizo cortado al rape. Patillas largas. Rostro chupado y sombrío con fino bigote castaño. Orejas muy pegadas a la cabeza. Ambidextro. Manos muy grandes y fuertes, con perfecta manicura. Marcas distintivas: una tercera tetilla unos cinco centímetros por debajo del pecho izquierdo. (
N.B
. En vudú y en otros cultos locales asociados, esto es considerado signo de invulnerabilidad y de gran destreza sexual.) Es un acosador de mujeres insaciable e indiscriminado que, invariablemente, mantiene relaciones sexuales poco antes de cometer un asesinato, en la creencia de que eso mejora su «puntería»
(N.B
. Creencia compartida por muchos tenistas, golfistas y tiradores de pistola y rifle profesionales, entre otros.)
»Orígenes
: Un pariente de la familia catalana de productores de circo del mismo nombre, con quien pasó su juventud. Autodidacta. A la edad de 16 años (después del incidente descrito más adelante bajo el epígrafe
Motivación
) emigró de manera ilegal a Estados Unidos, donde llevó una vida de delitos de poca monta en la órbita de las bandas callejeras, hasta que se graduó como pistolero a tiempo completo con la Banda de las Lentejuelas de Nevada, aparentemente de portero en el casino del hotel Tiara en Las Vegas, donde en realidad ejercía de verdugo con los tramposos y otros transgresores dentro y fuera de la Banda. En 1958 fue obligado a abandonar Estados Unidos a consecuencia de un duelo sonado contra un oponente de la Banda Púrpura de Detroit, un tal Ramón
el Rod
Rodríguez, que tuvo lugar a la luz de la luna en el tercer green del campo de golf Thunderbird de Las Vegas. (Scaramanga colocó dos balas en el corazón de su contrincante antes de que éste hubiera podido disparar una sola vez. Distancia, 20 pasos.) Se cree que fue compensado por la Banda de las Lentejuelas con 100.000 dólares.
»Viajó por toda el área caribeña invirtiendo fondos evadidos para diversos intereses de Las Vegas, y más adelante, a medida que se fue consolidando su reputación como negociante perspicaz y de éxito en el terreno inmobiliario y de las plantaciones, trabajó para Trujillo en la República Dominicana y para Batista en Cuba. En 1959 se instaló en La Habana y, en vista de cómo soplaba el viento, y mientras aparentaba ostensiblemente ser un hombre de Batista, empezó a trabajar bajo mano para el bando de Castro. Después de la revolución, obtuvo un cargo influyente como "valedor" para el extranjero de la DSS. Con estas atribuciones, esto es, en representación de la policía secreta cubana, llevó a cabo los asesinatos arriba mencionados.
»Pasaporte
: Diversos, incluyendo el pasaporte diplomático cubano.
«Disfraces
: Ninguno. No son necesarios. El mito que envuelve a este hombre (equivalente, por así decirlo, al que envuelve a la más famosa estrella de cine), añadido al hecho de que no figure en los archivos policiales, le han otorgado hasta ahora completa libertad de movimiento y seguridad respecto de las interferencias en su territorio. En la mayoría de las repúblicas, tanto isleñas como continentales, que constituyen su territorio, tiene admiradores (por ejemplo, los rastafari en Jamaica) y dirige poderosos grupos de presión que le proporcionan protección y corren en su apoyo cuando se lo pide. Además, como comprador ostentoso, habitualmente con una apariencia legal, por las propiedades fruto del dinero caliente mencionado más arriba, tiene acceso legítimo a cualquier parte de su territorio, avalado con frecuencia por su condición de diplomático.
»Recursos
: Considerables, pero se desconoce su magnitud. Viaja con diversas tarjetas de crédito del tipo Diners' Club. Posee una cuenta numerada en la Union des Banques de Crédit, en Zurich, y parece que no tiene dificultad en obtener divisas, cuando las necesita, de los escasos recursos cubanos.
»Motivación
: (Comentado por C. C.)…
M llenó de nuevo su pipa apagada y la volvió a encender. Todo lo que había leído era información rutinaria que no añadía nada a sus conocimientos básicos sobre aquel hombre. Lo que seguía tenía que ser de mayor interés. Las iniciales C. C. ocultaban la identidad del que había sido catedrático de Historia en Oxford, un hombre que llevaba una existencia regalada —al modo de ver de M— en el Cuartel General en un pequeño y —según opinaba M— demasiado cómodo despacho. En el tiempo que le quedaba entre las lujosas y largas comidas —de nuevo según la opinión de M—, que realizaba en el Garrick Club, erraba a su aire por el Cuartel General, examinaba expedientes tales como el que le ocupaba ahora, hacía preguntas, enviaba despachos de investigación y, finalmente, emitía una opinión. A pesar de todos los prejuicios contra la persona, el corte de pelo, la informalidad de sus ropas, lo que sabía de su forma de vida, y los procesos aparentemente fortuitos de su razonamiento, M apreciaba por encima de todo la penetración de su mente, el conocimiento del mundo que C. C. aportaba a sus trabajos y, muy a menudo, la precisión de sus juicios. En resumidas cuentas, M disfrutaba siempre con cuanto C. C. tenía que decir, de manera que ahora retomó el expediente con renovado entusiasmo.
«Me interesa este hombre [escribía C. C.], de manera que me planteé realizar las averiguaciones en un frente algo más amplio de lo habitual, ya que resulta poco común enfrentarse a un agente secreto que, a la vez, es casi una figura pública y, aun así, parece tener infinito éxito en el difícil y peligroso terreno que ha elegido (siendo, en lenguaje corriente, «un matón a sueldo»). Creo que quizás haya localizado en la siguiente extraña anécdota de su juventud el origen de su afición a asesinar a sangre fría a su prójimo, personas contra quienes no tiene animadversión intrínseca alguna, sino simplemente el reflejo de la inquina de sus patrones. El chico hacía diferentes papeles en el circo ambulante de su padre, Enrico Scaramanga. Era el acróbata de tiro más espectacular, un suplente importante en la
troupe
de acróbatas, ocupando a menudo el puesto del artista habitual con la función de hombre de base en el número de la "pirámide humana", y era el mahout, engalanado con vistosos ropajes hindúes y turbante, que cabalgaba sobre el elefante guía de un grupo de tres elefantes. El primero, de nombre
Max
, era un macho, y es una peculiaridad de los elefantes macho, que me ha interesado mucho y he verificado con eminentes zoólogos, que estén en celo a intervalos durante el año. En el transcurso de esos períodos se forma un depósito de mucosa detrás de las orejas del animal que ha de ser eliminado, ya que de lo contrario causa intensa irritación al elefante.
Max
desarrolló ese síntoma durante una estancia del circo en Trieste, pero, por distracción, no se apreció su estado ni se le administró el tratamiento adecuado. La gran carpa del circo se levantaba a las afueras de la ciudad, junto a la línea costera del ferrocarril. La noche que, en mi opinión, iba a determinar el futuro del joven Scaramanga,
Max
perdió los estribos, derribó al joven y, barritando horriblemente, se abrió camino entre el público, pisoteándolo y ocasionando numerosas víctimas. En su huida embistió cruzando la feria y galopando a toda velocidad sobre la línea del ferrocarril (un espectáculo aterrador bajo la luna llena que brillaba aquella noche, como registran los recortes de la época).
»Los carabineros locales fueron alertados y salieron en su persecución por la carretera principal, que discurría a lo largo de la vía del tren. A su debido tiempo, dieron alcance al infortunado monstruo que, agotado en su delirio, descansaba pacíficamente mirando en dirección al camino por el que había llegado hasta allí. La policía disparó varias ráfagas, sin considerar siquiera que, si su cuidador se le acercaba, el elefante podría ser guiado sin contratiempos de vuelta a su establo; las balas de sus carabinas y revólveres hirieron al animal en muchos puntos de su cuerpo. Enfurecida de nuevo, la miserable bestia, perseguida una vez más por el coche de policía que continuaba disparándole una lluvia de balas, reinició la huida por la vía férrea de vuelta al circo. Al llegar cerca del recinto, el elefante pareció reconocer su hogar por la gran carpa y, abandonando las vías del tren, avanzó pesadamente hasta el centro de la desierta arena por entre los espectadores que huían, y una vez allí, debilitado por la pérdida de sangre, continuó patéticamente con su actuación. Barritando en su agonía, herido de muerte,
Max
se esforzaba una y otra vez por levantarse y sostenerse sobre una pata. Mientras tanto, el joven Scaramanga, armado con sus pistolas, intentaba echar un lazo sobre la cabeza del animal vociferando la "charla del elefante", con la cual solía controlarlo.
Max
parece que reconoció al joven y —debió de ser un espectáculo realmente dramático— bajó el tronco para dejar que el joven se izara hasta su asiento detrás de la enorme cabeza. Pero en ese momento los agentes de policía irrumpieron en el anillo de serrín y el capitán, acercándose mucho, vació el cargador de su revólver en el ojo derecho del elefante a una distancia de pocos centímetros. Después de aquello,
Max
cayó moribundo al suelo. Ante tal crueldad, el joven Scaramanga, que según la prensa sentía profunda devoción por su trabajo, apuntó con una de sus pistolas y disparó al policía en el corazón. Huyó entre la muchedumbre de mirones, mientras era perseguido por los demás policías, que no podían disparar a causa del tropel de gente. Consiguió escapar. Entonces siguió hacia el sur, a Nápoles, desde donde, como se ha apuntado arriba, viajó a América como polizón.
»Así pues, veo en esta espantosa experiencia un posible motivo para la transformación de Scaramanga en el más cruel pistolero de los últimos años. Yo creo que aquel día nació en él el deseo insensible de vengarse de toda la humanidad. Que el elefante se desbocara y pisoteara a muchas personas inocentes, que el verdadero responsable de lo sucedido fuera su cuidador y que la policía estuviera tan sólo cumpliendo con su deber, habría sido, desde un punto de vista psicopatológico, olvidado o suprimido a conciencia por el joven, de carácter impetuoso, cuyo subconsciente se había visto tan profundamente lacerado. En cualquier caso, el consiguiente comportamiento y la carrera de Scaramanga necesitan alguna explicación, y confío en que no estoy siendo fantasioso al proponer mi propia prognosis a partir de los hechos conocidos.»