Read El hombre de la pistola de oro Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco
Era una habitación agradable, muy luminosa, con el suelo enteramente revestido de Wilton color gris paloma. Los símbolos militares que colgaban de las paredes pintadas en crema estaban lujosamente enmarcados. Ardía un pequeño y vivo fuego bajo la repisa de la chimenea estilo Adam, donde descansaban varios trofeos de plata y dos fotografías enmarcadas en cuero, una de ellas de una mujer atractiva y la otra de tres hermosos niños. Había una mesa de centro con un jarrón de flores y sendas cómodas butacas a cada lado del fuego. No se veían mesa de despacho ni archivo algunos, nada que tuviera aspecto oficial. Un hombre alto, tan agradable como la habitación, se levantó de su butaca, la más alejada, dejó caer
The Times
sobre la alfombra, junto a su asiento, y se acercó a Bond con una cordial sonrisa de bienvenida. Le estrechó la mano con firmeza.
Se trataba del Hombre Suave.
—Pase, pase. ¡Siéntese! ¿Un cigarrillo? Éstos no son los que usted prefiere, según creo. Tan sólo son los que nos proporciona nuestra entrañable Marina.
El comandante Townsend había preparado cuidadosamente este comentario cargado de doble intención: una referencia directa a la preferencia de Bond por los Morland Specials con tres aros de oro. Notó la aparente falta de comprensión por parte de Bond. Éste cogió un cigarrillo y aceptó el fuego que el comandante le tendía. Se sentaron uno frente al otro.
Townsend cruzó las piernas, con actitud relajada. Bond tomó asiento con más rigidez.
—Así pues, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó el comandante.
Al otro lado del pasillo se encontraba el despacho A, un frío cubículo que constituía la Oficina de Trabajos, y que estaba equipada tan sólo con una siseante estufa de gas, una horrible mesa de despacho bajo un fluorescente desnudo y dos sillas de madera. Allí, la acogida que habría dispensado a Bond el Hombre Duro, un ex superintendente de policía (ex debido a un caso de brutalidad policial acaecido en Glasgow a causa del cual había sido acusado él), hubiese sido muy diferente. El hombre que respondía por señor Robson le habría dado un tratamiento intimidatorio completo, con un interrogatorio cruel y amenazador jalonado con advertencias de encarcelamiento por falsa identidad, y Dios sabe qué más; incluso si hubiese mostrado signos de hostilidad o de una fanfarronería irritante, hasta le habría propinado una pequeña y acertada paliza en los sótanos.
Era la última criba que separaba la paja del grano entre el público que deseaba acceder al Servicio Secreto. Otras personas en el edificio se encargaban de las cartas que se recibían. Las que llegaban escritas a lápiz o con tintas multicolores y aquellas que incluían fotografía permanecían sin respuesta. Las cartas amenazadoras o litigiosas se enviaban a la Rama Especial. Las cartas serias y con base sólida se dirigían, con un comentario realizado por el mejor grafólogo del Servicio, a la Sección Liaison, en el Cuartel General, para acciones posteriores. Los paquetes iban a parar automáticamente a la Brigada de Recogida de Bombas en Knightsbridge Barracks. El ojo de la aguja era muy pequeño y, en general, su discriminación resultaba muy adecuada. La estructura era costosa, pero la primera obligación de un servicio secreto es, no sólo permanecer en secreto, sino también ser de la máxima seguridad.
No había razón alguna por la que James Bond, que siempre había estado en el área operativa del negocio, debiera conocer algo sobre esos entresijos del servicio, o al menos, no más de cuanto debiera saber acerca de los misterios de la fontanería o del abastecimiento de electricidad en su apartamento de Chelsea, o, siquiera, del funcionamiento de sus propios riñones. El coronel Boris, sin embargo, tenía acceso a conocer toda la rutina. Los servicios secretos de todas las grandes potencias están al corriente de las facetas públicas de sus oponentes; por eso, el coronel Boris le había descrito con mucha precisión el tratamiento que James Bond podía esperar antes de que quedara clara su identidad y se le permitiera el acceso al despacho de su jefe.
Por ello, James Bond hizo una pausa antes de responder a la pregunta del comandante Townsend relativa a cómo podía serle de ayuda. Primero contempló al Hombre Suave y luego desvío su mirada hacia el fuego. Confirmó la precisión con que le habían descrito el aspecto del comandante Townsend y, antes de decir lo que le habían indicado, otorgó al coronel Boris una puntuación de noventa sobre cien. El gran rostro amistoso; los ojos, separados entre sí, de color marrón claro, enmarcados por las arrugas de un millón de sonrisas; el bigote militar; el monóculo sin montura, colgando de un cordoncillo negro; el rojizo y escaso cabello, cepillado hacia atrás; el inmaculado uniforme de chaqueta azul cruzada, rígido cuello blanco y corbata de brigada. Todo estaba allí. Pero lo que Boris no le había dicho era que los ojos, aunque parecían amistosos, eran tan fríos y firmes como el cañón de un revólver, al igual que los delgados y austeros labios.
—En realidad, resulta bastante simple —dijo Bond en tono condescendiente—. Soy quien digo ser y estoy haciendo lo que naturalmente tengo que hacer: presentarme de nuevo ante M.
—Es cierto. Pero usted debe darse cuenta —le repuso el comandante con una sonrisa comprensiva— de que ha estado fuera de contacto durante casi un año. Ha sido declarado oficialmente «desaparecido y dado por muerto». Su necrológica se ha publicado incluso en
The Times
. ¿Tiene alguna evidencia de su identidad? Admito que se parece mucho a las fotografías que poseemos de usted, pero debe comprender que hemos de estar muy seguros antes de permitir que suba más peldaños.
—Mi secretaria era la señorita Mary Goodnight, ella me reconocería de inmediato. Y también lo harían docenas de personas en el Cuartel General.
—La señorita Goodnight ha sido destinada en el extranjero. ¿Puede darme una breve descripción del Cuartel General, sólo unos cuantos detalles principales?
Bond así lo hizo.
—Bien. Ahora dígame, ¿quién era una tal María Freudenstadt
[2]
?
—¿Era?
—Sí. Ha muerto.
—Ya me imaginaba que no duraría mucho. Se trataba de una agente doble que trabajaba para la KGB. Era controlada por la Sección Cien. No me va a dar las gracias si le digo nada más.
El comandante Townsend había sido informado de antemano de ese asunto, de gran secreto, y le habían facilitado una respuesta, más o menos, como la que había expresado Bond. Esto era concluyente.
Tenía
que ser James Bond.
—De acuerdo; avanzamos muy bien. Ahora sólo nos queda averiguar de dónde viene y dónde ha estado todos estos meses, y no le retendré por más tiempo.
—Disculpe, pero sólo puedo decirle eso a M en persona.
—Lo comprendo.
El comandante Townsend adoptó una expresión pensativa.
—Bien, déjeme hacer una o dos llamadas por teléfono y veré cómo arreglarlo. —Se puso en pie y preguntó a Bond—: ¿Ha visto el
Times
de hoy?
Lo tomó y se lo tendió a Bond. El diario había recibido un tratamiento especialmente para obtener buenas huellas. Bond lo cogió.
—No tardaré —dijo el comandante.
Cerró la puerta tras de sí, cruzó el pasillo y abrió la puerta con el rótulo A, donde sabía que el señor Robson estaría a solas.
—Perdona que te moleste, Fred. ¿Puedo usar tu codificador telefónico?
El hombre fornido que estaba sentado junto a la mesa de despacho le contestó con un gruñido a través del humo de su pipa y siguió inclinado sobre las noticias de las carreras del
Evening Standard
de la tarde.
El comandante Townsend levantó el auricular y llamó al laboratorio.
—El comandante Townsend al habla. ¿Algún comentario?
Escuchó con gran atención, dio las gracias y después llamó al jefe de Seguridad del Cuartel General.
—Bien, señor, creo que se trata de 007. Está algo más delgado que en las fotografías… Le proporcionaré las huellas tan pronto como se haya ido. Lleva su atuendo habitual, traje sin cruzar azul oscuro, camisa blanca, corbata de seda negra estrecha, calzado informal negro…, pero todo parece recién estrenado. La gabardina fue comprada ayer mismo en Burberrys. Ha contestado sin el más mínimo error a la pregunta de Freudenstadt, pero afirma que no dirá nada más acerca de sí mismo, excepto a M en persona. De todas formas, quienquiera que sea, no me gusta demasiado… No ha mostrado interés ante el comentario de sus cigarrillos preferidos. Tiene una rara mirada vidriosa, como distraída, y con la mera observación se ve que lleva una pistola en el bolsillo derecho de su americana, una especie de artilugio curioso, que parece que no tenga culata. Yo diría que es un hombre enfermo, y personalmente no recomendaría que M lo viera, pero no sabría decirle cómo conseguiríamos que hablara.
Hizo una pausa para escuchar.
—Muy bien, señor. Permaneceré junto al teléfono. Estoy en la extensión del señor Robson.
Hubo un silencio en el despacho. Los dos hombres no se llevaban bien. El comandante Townsend echó una ojeada a la estufa de gas, mientras se preguntaba por el hombre que esperaba en la habitación contigua. Sonó el teléfono.
—¿Sí, señor? Muy bien, señor. ¿Enviará su secretaria un coche del parque móvil? Gracias, señor.
Bond seguía sentado en la misma postura erguida, con
The Times
aún sin abrir en su mano.
—Muy bien, ya está arreglado —le comunicó el comandante con tono alegre—. Tengo un mensaje de M para usted. Está muy aliviado de que usted se encuentre bien y quedará libre en una media hora. Un coche llegará aquí para recogerle dentro de diez minutos. Y, otra cosa, el jefe de Estado Mayor le envía el mensaje de que espera que después podrá usted almorzar con él.
James Bond sonrió por primera vez. Fue una sonrisa leve que no llegó a iluminar sus ojos.
—Es muy amable de su parte —contestó—, pero ¿me hará usted el favor de comunicarle que me temo que no estaré disponible?
El jefe de Estado Mayor se hallaba de pie frente a la mesa de despacho de M y le decía con firmeza:
—Sinceramente, señor, yo no lo haría. Puedo verle yo, o algún otro. Pero no me gusta cómo huele todo esto. Creo que 007 está loco. No hay duda de que se trata de él, de acuerdo. El jefe de Seguridad acaba de verificar las huellas. Y las fotografías son correctas, así como también la grabación de su voz. Pero, por el contrario, hay demasiadas cosas que no tienen ni pies ni cabeza. Por ejemplo, este pasaporte falso que hemos encontrado en su habitación del Ritz. Sí, claro, quería regresar al país sin hacer ruido. Pero es un trabajo demasiado bueno. Una típica muestra de lo que la KGB es capaz de hacer. Y el último sello es de Alemania Federal, de antes de ayer. ¿Por qué no informó a la Estación B o W? Los dos jefes de Estación son amigos suyos, en especial el 016 de Berlín. ¿Y por qué aún no ha ido a echar una ojeada a su apartamento? Tiene allí a una especie de ama de llaves, una escocesa llamada May, que siempre ha jurado que estaba vivo y que ha seguido cuidando el lugar con sus propios ahorros. El Ritz es una especie de escenario Bond. Y esas ropas nuevas. ¿De qué tenía que preocuparse? No importa qué llevaba puesto cuando entró por Dover. Lo normal, si es que iba harapiento, hubiera sido que me hiciera una llamada (él tiene mi número de teléfono particular), para que le ayudara a arreglarse, tomarnos una copas, explicarme su historia y luego presentarse aquí. En lugar de eso, lo que tenemos es esta aproximación (típica de una infiltración) y toda esa endemoniada preocupación por la Seguridad.
El jefe de Estado Mayor hizo una pausa. Sabía que no estaba consiguiendo su objetivo. Tan pronto como empezó a hablar, M giró de lado su silla y permaneció contemplando melancólicamente a través de la ventana la silueta dentada de Londres, chupando de vez en cuando una pipa apagada. El jefe de Estado Mayor concluyó, repitiendo con obstinación:
—¿No cree que me lo podría dejar a mí, señor? Puedo contactar con sir James Molony enseguida y poner a 007 bajo observación y tratamiento en The Park. Todo se llevará con suavidad, trato de VIP y todo lo demás. Se le puede explicar que lo han llamado al Gabinete de Control, o cualquier otra cosa. Seguridad dice que 007 parece un poco delgado, así que habría que administrarle vitaminas, tenerle en convalecencia y todo lo demás; ahí tenemos una excusa perfecta. Si se ofende, siempre podemos administrarle alguna droga. Es buen amigo mío y no pensará mal de nosotros. Obviamente, necesita que le pongamos de nuevo en el camino, si nos es posible hacerlo.
M giró con lentitud su asiento. Levantó la mirada hacia aquel rostro cansado y preocupado que mostraba la tensión de ser el Número Dos del Servicio Secreto durante más de diez años. M sonrió.
—Gracias, jefe de Estado Mayor. Pero me temo que no es tan fácil como todo eso. Yo envié a 007 en su última misión para quitarle de encima sus preocupaciones domésticas. Usted recuerda cómo sucedió todo. Bien, nosotros no teníamos idea alguna de que lo que parecía una misión bastante tranquila iba a terminar en una lucha encarnizada con Blofeld. Ni que 007 iba a desaparecer de la faz de la tierra durante todo este año. Y 007 tiene bastante razón. Yo le envié a esa misión, y él tiene todo el derecho a informarme a mí personalmente. Conozco a 007. Es un muchacho inquebrantable. Si dice que no hablará con nadie más, no lo hará. Y, por supuesto, yo quiero oír lo que le sucedió. Usted estará escuchando. Tenga un par de nuestros mejores hombres a mano. Si la cosa se pone difícil, entren y cójanle. En cuanto a su revólver…
Miró con gesto impreciso en dirección el techo.
—Puedo confiar en eso. ¿Ha probado ese maldito chisme?
—Sí, señor. Funciona correctamente. Pero…
M levantó la mano.
—Lo siento, jefe de Estado Mayor —lo interrumpió—. Es una orden.
Una luz parpadeó en el intercomunicador.
—Debe de ser él. Hágale entrar de inmediato, ¿quiere?
—Muy bien, señor.
El jefe de Estado Mayor salió, cerrando la puerta tras de sí.
James Bond estaba de pie y dirigía una sonrisa distraída a la señorita Moneypenny. Ella parecía muy inquieta. Cuando Bond desvió su mirada y saludó a Bill Tanner, aún seguía mostrando la misma sonrisa distante. No tendió la mano. El jefe de Estado Mayor dijo, con una cordialidad que sonó falsa a sus propios oídos:
—Hola, James. Mucho tiempo sin verte.
Al mismo tiempo, por el rabillo del ojo, vio que la señorita Moneypenny movía rápidamente la cabeza, como si quisiera darle a entender alguna cosa. Bill Tanner la miró directamente a los ojos.