Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
A lo largo de esas mortíferas noches, las sepulturas habían sido profanadas una tras otra, como si la muerta del día anterior hubiera salido de debajo de la tierra para asesinar a la siguiente. Esa idea descabellada había germinado en la mente de Yseult cuando, arrastrando una mañana el cadáver de sor Clemencia, descubrió la tumba abierta de sor Edith, que había sido asesinada la noche anterior. Vio tierra amontonada y las huellas de los pies desnudos y ensangrentados de sor Edith alrededor del cadáver de la desdichada; los mismos rastros de barro en los pasillos que llevaban a la celda de Clemencia. Yseult y Braganza habían enterrado a esta última, y era esa sepultura, apartada de las demás, la que la superiora observaba al anochecer. Le pareció que la tumba, iluminada por la luna, se movía. Se había producido un desprendimiento de tierra fresca, como si algo excavara desde el interior. En la penumbra, Yseult entrevió unos dedos, luego unas manos y unas muñecas, un trozo de sudario y la manga de una vestidura mortuoria. Finalmente, un rostro, el de sor Clemencia, con la boca llena de tierra, el pelo pegado al cráneo por efecto del barro y los ojos muy abiertos.
Aquel cuerpo que había sido Clemencia había liberado sus hombros del sudario que la aprisionaba y seguía saliendo de la tumba. Alzó los ojos hacia Yseult, y la madre superiora recordó con horror que, mostrando los dientes cubiertos de tierra, Clemencia le había sonreído antes de desaparecer cojeando en las tinieblas del claustro.
A medianoche, sor Braganza gimió mientras dormía. En ese momento fue cuando Yseult oyó el arrastrar de pies de Clemencia subiendo la escalera del torreón.
La madre Yseult, cuyos pulmones ya aspiran más gas carbónico que oxígeno, se asfixia. La llama de la vela es tan débil que su luz se reduce a un punto naranja en la oscuridad. Luego oscila y se apaga, mientras la mecha termina de consumirse con un chisporroteo. Las tinieblas se cierran sobre la religiosa, que solloza sin hacer ruido.
Un frotamiento al otro lado de la pared hace que se estremezca. Sofocada por el grosor del muro, la voz de Braganza suena de nuevo, mucho más cerca. Tocando con la mano la pared, la novicia susurra como un niño jugando al escondite en la oscuridad.
—Dejad de huir, madre. Venid con nosotras. Estamos todas aquí.
Otros susurros responden a los de Braganza. A la madre Yseult se le eriza el pelo de la nuca al reconocer la risa contenida de sor Sonia, el tartamudeo de sor Edith, el horripilante rechinar de dientes de sor Margot y la risita nerviosa de Clemencia, cuya sonrisa terrosa continúa atormentando sus recuerdos. Doce pares de manos muertas se deslizan por las paredes al mismo tiempo que las de Braganza.
Cuando los frotamientos se detienen a su altura, la anciana religiosa emparedada contiene lo que le queda de respiración para no delatar su presencia. Silencio. Después, Yseult oye que algo olfatea al otro lado de la pared y el susurro de sor Braganza suena de nuevo en la oscuridad:
—Puedo olerte.
Nuevo olfateo, más sonoro.
—¿Me oyes, vieja marrana? Percibo tu olor.
Yseult ahoga un gemido de terror. No, la Bestia que se ha apoderado del cuerpo de Braganza no puede olerla. Si lo hiciera, ¿por qué iba a molestarse en llamarla?
La madre superiora se aferra con todas sus fuerzas a esa certeza. Mientras las manos de sus hermanas muertas empiezan a deslizarse de nuevo por la pared, se da cuenta de que un ronquido de asfixia se abre camino a través de su pecho y de que no logrará contenerlo. Entonces, mientras unas lágrimas de pesar trazan surcos en sus mejillas, la madre Yseult cierra los dedos alrededor de su propio cuello. Y, para no exponerse a delatar su presencia ni la del evangelio de Satán, cuyas filigranas rojas brillan débilmente en las tinieblas, se estrangula con sus propias manos.
Hattiesburg, Maine.
En la actualidad
Medianoche. La agente especial Marie Parks duerme profundamente. Se ha tomado tres somníferos de golpe, tres pastillitas rosa con un gin-tonic para atenuar el amargor. Sigue el mismo ceremonial desde hace años: todas las noches, engulle su dosis de sueño artificial zapeando desde la cama los noticiarios de la televisión. Luego, cuando las imágenes se vuelven borrosas y su cerebro empieza a embotarse, apaga la luz e intenta no pensar en las visiones que salpican su mente como fogonazos en la oscuridad. Sobre todo, no pensar. No pensar en esa chica rubia a la que un desconocido está a punto de apuñalar en un aparcamiento de Nueva York, en ese vagabundo que yace sin vida en medio de los contenedores o en esa niña muerta que unas manos ensangrentadas acaban de abandonar en un vertedero de las afueras de México. No pensar en esa barahúnda de gritos y de llantos que estalla dentro de su cráneo mientras ella aprieta los puños para intentar dormir. Asesinatos en directo que ella presencia, impotente, como si se produjeran ante sus ojos. O más bien a través de sus ojos. Eso es lo más terrorífico de sus visiones: cuando se comete un asesinato en el momento en que ella se duerme, ve la escena a través de los ojos de la víctima. Son unas imágenes tan precisas que tiene la impresión de que es a ella a quien asesinan.
Para ahuyentar esos embriones de terror que la asaltan cada vez que apaga la luz, Marie Parks centra su atención en un punto imaginario situado entre sus cejas. Los chinos dicen que por ese punto circulan todas las energías. Es una manera eficaz de hacer callar esas voces en su cerebro, como una radio a la que se baja el volumen. Con la diferencia de que en este caso no hay ningún botón que pulsar, sino un punto situado entre los ojos, en el que Marie se concentra intensamente hasta perder la conciencia, ayudada por los somníferos. Acto seguido cae durante unas horas en un sueño plúmbeo. Unas horas de tregua hasta que, al pasar el efecto de las drogas, sueña con hachas y cuerpos despedazados, vientres vacíos y cadáveres de niños. Los mismos sueños todas las noches: los crímenes de los asesinos que Marie Parks, investigadora del FBI, persigue sin descanso. Los fantasmas de Marie: asesinos en serie, asesinos en masa y asesinos relámpago.
Los primeros cazan dentro de su grupo étnico y matan a sus víctimas según el principio de las series. Como Edward Sorrenson, ese padre de familia anónimo que esculpía adolescentes. Los raptaba, los estrangulaba y después esculpía su carne con una maza. O como Edmund Stern, ese mozo de mudanzas que coleccionaba bebés muertos en cajas de zapatos. En el caso de los asesinos en serie, los antecedentes son siempre los mismos: una madre dominante, una violación incestuosa, golpes y novatadas, odio acumulado día tras día. Y el monstruo, al hacerse mayor, mata a los reflejos de sus frustraciones: rubias, prostitutas, maestras jubiladas, adolescentes o bebés. Asesinos que matan a su propio reflejo: los asesinos en serie son rompedores de espejos.
Los segundos, los asesinos en masa, cometen matanzas tan monstruosas como imprevisibles. Una decena de muertes a la vez. Como Herbert Stox, que se había puesto de repente a destripar a chicas morenas embarazadas: doce jóvenes en una sola noche y en el mismo barrio. Obedecen a una pulsión suprema y devastadora: los asesinos en masa son exaltados que oyen la voz de Dios.
En cuanto a los asesinos relámpago, son psicóticos desorganizados que matan al mayor número de personas posible, en lugares diferentes y en un lapso muy corto. Una jornada de carrera demencial, y al anochecer, una bala en la sien.
Eso es lo que contiene el museo de los asesinos. Pero, como en todas las jerarquías, hace falta un soberano, un rey de la selva de las ciudades y de la sabana de las afueras; ese criminal perfecto, príncipe de los asesinos ante quien los demás criminales deben inclinarse, es el asesino itinerante.
Los asesinos itinerantes son asesinos que viajan, predadores que cambian de territorio de caza. Un crimen en Los Ángeles, otro en Bangkok, el invierno al sol de las Antillas en esos gigantescos hoteles donde se amontonan los turistas.
En el FBI dicen que el asesino itinerante es un asesino en serie que ha ahorrado lo suficiente para permitirse dar una vuelta al mundo en avión. Es falso, porque el asesino en serie es un sujeto compulsivo que mata para aplacar su pulsión, un psicópata que sigue un ritual destinado a tranquilizarlo. Profana a sus víctimas, las inmola y las descuartiza: es un niño aterrorizado que aterroriza a su vez y que siempre deja indicios tras de sí para que lo atrapen. El vértigo del castigo. Y sobre todo, al asesino en serie no le gusta moverse. Es un tipo casero que mata en su barrio, un perro sarnoso que mata a los corderos de su rebaño.
El asesino itinerante, en cambio, es un migrador, un devorador de cadáveres, un gran tiburón blanco que remonta la corriente en busca de sus presas. Está en lo más alto de la cadena alimentaría. Es un ser frío que selecciona sus blancos y controla sus pulsiones. Nunca se deja desbordar por ellas, no oye ninguna voz, no obedece a Dios. No tiene cuentas que saldar ni revanchas que tomarse. Era el hijo único o el mayor de una familia feliz. Su papá no lo violaba, su mamá no lo sometía a ese incesto afectuoso que retuerce el cerebro. Nadie le pegaba. Ha nacido así: con brujas inclinadas sobre su cuna.
Al igual que el asesino en serie, el asesino en masa o el asesino relámpago, el asesino itinerante está loco. Pero, a diferencia de ellos, él sabe que está loco. Esa conciencia aguda de lo que es le permite compensar la locura con un comportamiento extraordinariamente estable. El equilibrio en el desequilibrio. Puede ser tu vecino, el que te atiende en el banco o ese hombre de negocios que baja de un avión para subir a otro y pasa los domingos jugando al tenis con sus hijos. Está perfectamente integrado, no tiene antecedentes penales. Tiene un buen trabajo, una bonita casa y un coche deportivo. Viaja para embarullar las pistas y golpear allí donde no se le espera.
Si no encajas en las características que un asesino en serie persigue, puedes perfectamente encontrarte con él sin correr el menor riesgo. Puedes incluso ir a tomar un café con él o cogerlo cuando hace autostop en una carretera desierta. Con un asesino itinerante, no. Porque el asesino itinerante es un animal que come cuando tiene hambre. Y ese criminal tiene hambre siempre. Esa es la especialidad de Marie. Miles de kilómetros recorridos en avión, cientos de noches pasadas en hoteles del mundo entero, miles de horas apostada en cementerios y bosques húmedos. Decenas de cadáveres, multitudes de fantasmas. Esa es la caza favorita de Marie. Marie, que llora mientras duerme, que grita y se despierta, con el cuerpo anegado de sudor y la cara bañada en lágrimas, siempre a la misma hora: las cuatro. La hora en que, todas las noches, la agente especial Marie Parks renuncia a volver a conciliar el sueño.
0.10 horas. La respiración de Marie es tranquila, regular. Los somníferos mantienen su cerebro en un sueño profundo, brumoso e incoloro donde no llega nada del mundo que la rodea. Todavía no sueña. Sin embargo, como agua sucia remontando las canalizaciones de una cloaca, los remolinos de su subconsciente ya intentan cruzar la barrera química de los somníferos. Se advierte en los imperceptibles movimientos crispados de sus dedos sobre las sábanas, en el temblor de sus párpados, en su frente fruncida; Marie no tardará en pasar del sueño profundo al sueño paradójico, esa fase de la noche en que los monstruos que pueblan su inconsciente se desatarán.
Unas imágenes emergen ya a la superficie. Instantáneas grises y frías: una pierna flotando entre dos aguas, un rostro borroso, un biberón de leche cuajada abandonado junto a un moisés, unos dientes rotos y unas salpicaduras rojo vivo en el esmalte de un lavabo. Poco a poco, se juntarán y se pondrán en movimiento.
De repente, la garganta de Marie se contrae. Unas gotas de adrenalina se extienden por su sangre y dilatan sus arterias. Ya está, su respiración se acelera, su pulso late más fuerte, las aletas de su nariz se dilatan y las venas azules que surcan sus sienes se hinchan. Las imágenes se articulan y se animan. Las pesadillas van a empezar. Unas pesadillas tan precisas cuando comienzan, tan palpables que incluso los olores aparecen reproducidos a la perfección.
Marie respira el aire que la rodea. Los efluvios del champú de tilo que impregnaban su almohada han desaparecido, los de la varita de incienso que enciende todas las noches para disipar el hedor de tabaco se han evaporado. En su lugar, percibe un olor de chicle de fresa y un perfume de mala calidad. Vainilla y granadina.
El tacto está también muy presente en sus pesadillas. Esa impresión vertiginosa de que lo que se toca existe realmente. Saca un pie fuera de la cama y roza el suelo. La tarima de teca de su dormitorio ha desaparecido. En su lugar, nota la caricia rasposa de una moqueta barata.
La sensación, por fin, de su propio cuerpo. Esa impresión extraña de que ha rejuvenecido, de que tiene los muslos más delgados, las rodillas más huesudas, el vientre más redondo y los pechos más menudos. También de que su sexo es más estrecho y está todavía intacto.
Marie se pasa un dedo por el habón que tiene en la corva producido por la picadura de un mosquito. Hace una mueca al notar un suave calambre en la pantorrilla y un tirón en la nuca. Siente una necesidad imperiosa de ir al lavabo, unas ganas de levantarse reprimidas por el miedo. Un miedo atroz.
Ya está, su garganta se seca y se le hace un nudo en el estómago. La habitación no es la misma. Es más pequeña, más oscura, más fría. Una ligera corriente de aire agita unos estores de papel que golpean los cristales. Las redondeces de una taza de manzanilla se recortan sobre el halo rojo de un despertador de cuarzo. Oye el suave ruido de las burbujas del regulador de aire de un acuario y el zumbido de una mosca que choca contra las paredes.
Sobre una estantería, una hilera de muñecas de porcelana contemplan a Marie. Ella ve que sus párpados se levantan y sus ojos de cristal brillan en la oscuridad. Sus manitas se tienden hacia ella. Sus dientes acerados relucen entre sus labios de cera.
Rozamientos en el suelo. Un baúl de mimbre se entreabre y vomita decenas de arañas y de escorpiones, que caen en cascada de entre los peluches y avanzan hacia ella. Los dientes de Marie castañetean y se encoge hasta colocarse en posición fetal. Al pasarse las manos por el pelo, se queda paralizada: el suyo es corto; este es largo y abundante. Los pesados bucles olorosos se desprenden de su cuero cabelludo y se deslizan entre sus dedos para caer sobre la almohada. Las muñecas susurran en la oscuridad. Los escorpiones trepan por el edredón. De repente, Marie oye el ronroneo de un gato agazapado en las tinieblas. Un aliento de sardinas y detritos se expande por la habitación. La sangre se le hiela en las venas. Ese gato que ronca es Poppers, el gran siamés de Jessica Fletcher, una adolescente asesinada doce años atrás junto con toda su familia, la noche en que el señor Fletcher se volvió loco.