Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
En Orange, y más tarde a las puertas de Lyon, los ejércitos del rey dispararon los cañones contra la marea de ratas que se acercaba; era tan furiosa y hambrienta que se la oía morder las piedras y arañar los troncos de los árboles.
Aniquilada la caballería en Mâcon, el mal subió a continuación hacia París y Alemania, donde diezmó ciudades enteras. Muy pronto hubo tantos cadáveres y lágrimas a una y otra orilla del Rin que parecía que la plaga había llegado al cielo y que el propio Dios iba a morir a causa de la peste.
Mientras se ahoga en su cubículo, la madre Yseult recuerda a aquel jinete de mal agüero que surgió de la bruma once días después de que los regimientos romanos hubieran incendiado Venecia. El hombre tocó el cuerno al acercarse al convento y la madre Yseult subió a la muralla para escuchar lo que tenía que decir.
El jinete ocultaba el rostro bajo un capuchón mugriento. Una tos gargajosa cargaba sus bronquios y le hacía lanzar perdigones de sangre contra la tela gris. Tuvo que gritar con las manos a los lados de la boca para cubrir el estruendo del viento:
—¡Ah de las murallas! El obispo me ha encargado que alerte a los monasterios y a los conventos de la negra desgracia que se acerca. La peste ha llegado a Bérgamo y a Milán. El mal se extiende también hacia el sur, y en Rávena, Pisa y Florencia se han encendido las hogueras de alarma.
—¿Tenéis noticias de Parma?
—Desgraciadamente, no, madre. Pero he visto mares de antorchas en camino para incendiar la cercana Cremona y procesiones que se aproximaban a los muros de Bolonia. Después he rodeado Padua, donde el fuego purificador ya iluminaba la noche, así como Verona, donde unos supervivientes me han dicho que los desdichados que no han podido escapar se ven reducidos a disputar a los perros los cadáveres amontonados en las calles. Hace días que solo paso junto a osarios y fosas llenas que los sepultureros ni siquiera tienen fuerzas para tapar.
—¿Y Aviñón? ¿En qué situación se encuentra Aviñón y el palacio de Su Santidad?
—Aviñón ya no responde. Al igual que Arles y Nîmes. Lo único que sé es que en todas partes incendian los pueblos, sacrifican los rebaños y se dicen misas para dispersar las nubes de moscas que infestan el cielo. En todas partes se queman especias y plantas para detener los miasmas que se desplazan con el viento. La gente muere y miles de cadáveres fulminados por el mal y las armas de los soldados se amontonan en los caminos.
Se produjo un silencio, tras el cual las religiosas suplicaron a la madre Yseult que dejara entrar al desdichado. Después de haberlas hecho callar con un gesto, la madre superiora se asomó de nuevo por encima de la muralla.
—¿Qué obispo habéis dicho que os envía?
—Su excelencia monseñor Benvenuto Torricelli, obispo de Módena, de Ferrara y de Padua.
Un estremecimiento recorrió a Yseult; su voz vibró en el aire glacial:
—Lamentándolo mucho, señor, debo informaros de que monseñor Torricelli murió el verano pasado a consecuencia de un accidente con su carruaje. Debo pediros, pues, que prosigáis vuestro camino. Antes de hacerlo, ¿necesitáis que os eche víveres y ungüentos para friccionaros el pecho?
Unos gritos de estupor se elevaron de las murallas cuando, tras quitarse el capuchón, el jinete mostró su rostro abotargado por la peste.
—¡Dios ha muerto en Bérgamo, madre! ¿Ungüentos para estas llagas? ¿Oraciones? ¡Mejor abre tus puertas, vieja marrana, para que expanda mi pus en el vientre de tus novicias!
Se produjo otro silencio, apenas turbado por el silbido del viento. Luego, el jinete volvió grupas y, espoleando a su caballo hasta hacerlo sangrar, desapareció, como engullido por el bosque.
Desde entonces, la madre Yseult y sus religiosas no volvieron a ver un alma desde las murallas. Hasta el día mil veces maldito en que un carro de provisiones se presentó ante la puerta del convento.
Gaspar era quien conducía el carro, tirado por cuatro miserables mulos cuyo pelaje empapado de sudor humeaba en el aire glacial.
El valiente campesino se había enfrentado cien veces a la muerte para llevar a las religiosas los últimos víveres del otoño: manzanas y uva de la Toscana, higos del Piamonte, vasijas de aceite de oliva y un montón de sacos de densa harina de los molinos de Umbría, con la que las religiosas de Bolzano harían ese pan negro y granuloso que llenaba el estómago. Orgulloso como un pavo real, Gaspar exhibió también dos botellas de un aguardiente de ciruela destilado por él mismo, un licor del diablo que enrojecía las mejillas y hacía blasfemar. La madre Yseult lo reprendió simplemente para guardar las formas, demasiado feliz ante la idea de usarlo para darse unas friegas en las articulaciones. Al inclinarse para coger un saco de habas vio una delgada figura acurrucada en el fondo del carro: era una vieja religiosa de una orden desconocida a la que Gaspar había encontrado agonizando a unas leguas del convento.
Sus pies y sus manos estaban envueltos en trapos, y su rostro iba cubierto con una redecilla. Llevaba un hábito blanco rasgado por las zarzas y manchado del barro de los caminos, así como una capa de terciopelo rojo con un escudo bordado.
Inclinada sobre ella en la parte trasera del carro, la madre Yseult limpió el polvo que cubría la insignia. El pavor paralizó sus dedos: ¡cuatro brazos bordados en oro y azafrán sobre fondo azul! ¡La cruz de las recoletas del Cervino! Unas religiosas que vivían retiradas y en silencio en medio de los montes que dominaban la población de Zermatt, en una fortaleza tan aislada que había que utilizar cestos y cuerdas para aprovisionarlas. Las guardianas del mundo.
Nadie había visto jamás sus rostros ni oído el sonido de sus voces, de modo que se decía de ellas que eran más feas y malas que el Diablo, que bebían sangre humana y que se alimentaban de repugnantes bazofias que les proporcionaban el don de los oráculos y el de la doble visión. Según otros rumores, eran brujas, practicaban abortos y las habían condenado a cadena perpetua entre aquellos muros por haber cometido el más horrible crimen: la antropofagia. También se decía que estaban muertas desde hacía siglos y que, transformadas en vampiros cuando había luna llena, planeaban por encima de los Alpes para devorar a los viajeros extraviados. Leyendas que los montañeses reservaban para contar durante las veladas haciendo el signo de los cuernos para ahuyentar el mal de ojo. Desde el valle de Aosta hasta los Dolomitas, la simple evocación de su nombre bastaba para que se cerraran las puertas a cal y canto y se oyeran los ladridos de los perros.
Nadie sabía cómo renovaba esa orden misteriosa a sus siervas. Todo lo que los habitantes de Zermatt habían llegado a observar era que, cuando una de ellas moría, las recluidas soltaban una bandada de palomas mensajeras que tomaban la dirección de Roma tras haber dado algunas vueltas en círculo sobre las altas torres del convento. Unas semanas más tarde, una carreta-celda escoltada por doce caballeros del Vaticano aparecía a lo lejos en el camino de montaña que llevaba a Zermatt. La carreta estaba provista de esquilas, para alertar de su llegada; cada vez que oían ese sonido agudo, los habitantes de los alrededores cerraban las contraventanas y apagaban las velas. Luego, apretados los unos contra los otros en la fría penumbra, esperaban a que el pesado vehículo se hubiera adentrado en los caminos de mulas que conducían al pie del Cervino.
Una vez allí, los caballeros del Vaticano tocaban la trompa. En respuesta a esa señal, una cuerda bajaba acompañada de un chirriar de poleas. En el extremo, había un talabarte de cuero que los caballeros ceñían en torno al cuerpo de la nueva recoleta antes de tirar cuatro veces de la cuerda para indicar que estaban a punto. Suspendido en el otro extremo de la cuerda, el ataúd que contenía a la difunta descendía lentamente mientras la nueva recoleta ascendía por la pared, de modo que la monja viva que subía al convento se cruzaba a medio camino con la muerta que bajaba.
Después de haber cargado a la difunta en la carreta para enterrarla en secreto, los caballeros tomaban de nuevo el camino de Zermatt; los habitantes sabían, mientras oían alejarse ese ejército de fantasmas, que no existía ningún otro medio de salir del convento. Y que las desdichadas que entraban nunca saldrían de allí.
Levantando el velo por encima de la boca de la recoleta, pero no más arriba para no profanar su rostro, la madre Yseult colocó un espejo sobre aquellos labios contraídos por el dolor. Una aureola de vaho se formó en la superficie, lo que indicaba que la religiosa todavía respiraba. Desgraciadamente, por los ronquidos agónicos que apenas levantaban su pecho y las arrugas que surcaban su cuello, Yseult supo que la recoleta estaba demasiado delgada y era demasiado vieja para esperar que pudiera sobrevivir y que, poniendo un fin de mal agüero a siglos de una tradición inmutable, la infeliz moriría fuera de los muros de su congregación.
Pendiente de su último suspiro, la madre superiora rebuscó en su memoria para hallar las demás cosas que sabía de esa orden misteriosa.
* * *
Una noche que los caballeros del Vaticano llevaban a una nueva recoleta al Cervino, unos adolescentes y unos descreídos de Zermatt siguieron a hurtadillas al convoy para ver el ataúd que habían ido a buscar. Ninguno regresó de aquella expedición nocturna, salvo un joven cabrero un poco simple que vivía en las estribaciones y al que encontraron por la mañana balbuciendo aterrorizado y medio enloquecido.
Aseguraba que, de lejos y a la luz de las antorchas, vio que el ataúd surgía de la bruma agitándose en el extremo de la cuerda, como si la religiosa que se hallaba dentro todavía no estuviera muerta. Después vio cómo se elevaba por los aires la nueva recoleta, izada hacia la cima por las hermanas invisibles. A cincuenta metros del suelo, el cáñamo se rompió y el ataúd se soltó; la tapa, al chocar contra el suelo, se resquebrajó. Los caballeros trataron de coger a la otra recoleta, pero en vano; la desdichada cayó sin proferir un grito y se estrelló contra las rocas. En el mismo momento, un aullido de animal se elevó del ataúd desvencijado y el cabrero vio unas manos viejas, arañadas y sanguinolentas que salían de la caja para ensanchar la grieta. Horrorizado, afirmó que uno de los caballeros desenvainó la espada y que, aplastando aquellos dedos bajo su bota, hundió la mitad de la hoja en la oscuridad del ataúd. El grito cesó. Luego, mientras los demás clavaban la tapa a toda prisa y cargaban en la carreta el ataúd con el cadáver de la nueva recoleta, el caballero limpió la hoja con el reverso de su capa. El resto de lo que aquel pobre loco creyó ver se perdía en una verborrea balbuciente de la que no hubo forma de sacar nada en limpio, salvo que el hombre que había rematado a la recoleta se había quitado el casco y que su rostro no tenía nada de humano.
No hizo falta más para que empezase a correr el rumor de que un oscuro pacto unía a las recoletas del Cervino con las fuerzas del Mal y que por lo tanto era Satán en persona quien iba a buscar lo que se le debía. Aunque la verdad era muy distinta, los poderosos de Roma dejaron que esos rumores se extendieran porque el pánico que inspiraban era más eficaz para guardar el secreto de las recoletas que cualquier fortaleza.
Por desgracia para esos mismos poderosos, algunas madres superioras entre las que se encontraba Yseult sabían que Nuestra Señora del Cervino albergaba en realidad la mayor biblioteca prohibida de la cristiandad: sótanos fortificados y salas ocultas que contenían miles de obras satánicas y, sobre todo, las claves de tales misterios y tan odiosas mentiras que habrían puesto a la Iglesia en peligro si alguien las hubiera revelado. Evangelios heréticos encontrados por la Inquisición en las ciudadelas cátaras y valdenses, libros de apóstatas robados por los cruzados en las fortalezas de Oriente, pergaminos demoníacos y biblias malditas que esas viejas religiosas, henchidas de renuncia, conservaban entre sus muros para preservar a la humanidad de su detestable contenido. Por todo ello, esa orden silenciosa vivía retirada del mundo. Por ello también, un decreto castigaba con una muerte lenta a quien quitara el velo a una recluida. Por ello, finalmente, la madre Yseult fulminó a Gaspar con la mirada al descubrir a la moribunda en el carro. Faltaba averiguar por qué aquella desdichada había huido tan lejos de su misteriosa congregación. Y cómo habían podido sus pobres piernas llevarla hasta allí. Con la cabeza gacha, Gaspar se sonó con los dedos antes de mascullar que con matarla y arrojarla a los lobos estaba todo solucionado. La madre Yseult fingió no haberlo oído. Entre otras cosas, porque estaba cayendo la noche y porque ya era demasiado tarde para poner en cuarentena a la moribunda.
Examinando las ingles y las axilas de su hermana, Yseult constató que la recoleta no presentaba ningún síntoma de la peste. Ordenó a sus monjas que la llevaran a una celda. Mientras las religiosas levantaban aquel viejo cuerpo que no pesaba casi nada, una bolsa de lona y un hatillo de cuero asomaron de los bolsillos secretos del hábito y cayeron al suelo.
El círculo de monjas se cerró alrededor de este descubrimiento; la madre Yseult se arrodilló para desanudar el cordón con el que estaba atado el hatillo. Este contenía un cráneo humano que parecía haber sido partido a pedradas por la región posterior y las sienes. La madre Yseult levantó la calavera hacia la luz.
Era un cráneo muy viejo cuya superficie había empezado a reducirse a polvo. Yseult observó también que lo ceñía una corona de espinos y que un pincho había atravesado el arco superciliar del torturado. La madre superiora pasó los dedos sobre las ramas secas.
Poncirus.
Según las Escrituras, los romanos habían utilizado uno de estos arbustos espinosos para trenzar la corona con la que habían ceñido la cabeza de Jesucristo después de haberlo flagelado. La santa corona, una espina de la cual había traspasado su arco superciliar. La madre Yseult notó que una punzada de miedo le atravesaba el vientre: el cráneo que tenía entre sus manos mostraba todos los detalles de la Pasión que Jesucristo había sufrido antes de morir en la cruz. Los mismos tormentos que citaban los Evangelios. Con la diferencia de que esa calavera estaba partida por varios lugares, mientras que las Escrituras afirmaban que ninguna piedra había herido el rostro de Cristo.
La madre Yseult se disponía a dejarla cuando notó un extraño hormigueo en la superficie de los dedos. Entre la bruma que enturbiaba su vista, vio a lo lejos la séptima colina que dominaba Jerusalén, donde Jesucristo había sido crucificado trece siglos atrás. El lugar llamado «del cráneo», que en los Evangelios se citaba como el Gólgota o Calvario.