Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
Hay algo raro en el comportamiento de Carnicero. Se diría que no reconoce a Meredith. Se diría que se ha vuelto… ¿loco? ¿Puede un perro volverse loco? Meredith no lo sabe. Clava la mirada en la boca de Carnicero. Tiene ganas de hacer pipí. Aprieta los muslos. La voz le tiembla.
—Tranquilo, Carnicero. Tranquilo, perrito. Soy yo, Meredith.
Pero Carnicero no escucha. Gruñe. Sus grandes músculos se mueven y se tensan. Sus patas traseras tiemblan de ira. Su pelaje negro se eriza en el lomo. Una nube de baba sale de su boca. Entonces Meredith comprende lo que ocurre.
—¡Socorro, mamá, Carnicero tiene la rabia! ¡Lo ha mordido un murciélago y quiere comerme!
Marie gime dormida. Carnicero va a atacar. Meredith se adentra en la espesura y aparta las ramas gritando, sin hacer caso de los tallos de zumaque que le abrasan las pantorrillas ni de las ramas que le azotan la cara. Solo oye al monstruo que le pisa los talones. Nota su aliento en la piel, y sus mandíbulas que se cierran sobre su pie. Tropieza y deja una de sus zapatillas entre los dientes de Carnicero. Inmediatamente se levanta y echa a correr de nuevo en línea recta. Con las manos a la altura de los ojos para apartar las ramas bajas, corre sin volver la vista atrás. Apenas nota que las zarzas cortan su pie desnudo. Sus bragas están mojadas. Corre llorando. Su boca está seca, ardiendo. Tiene miedo. Está triste. Está enfadada.
Meredith lleva mucho rato corriendo. Demasiado rato. El bosque es ahora tan tupido que la luz del sol casi no traspasa el techo de ramas. Hasta los sonidos parecen haber desaparecido. Meredith aminora la marcha, se vuelve. Nadie. Carnicero ha debido de dar media vuelta. O se ha escondido en algún sitio para esperarla. Sin aliento, la niña se arrodilla sobre una alfombra de musgo y deja correr las lágrimas. Llora durante un buen rato, se vacía de todo ese miedo que la paraliza. Luego se seca las mejillas y aguza el oído. Un murmullo de agua. Alza los ojos y ve un arroyo y un pequeño puente de piedra. Ha debido de llegar hasta el corazón del bosque. No conoce ese lugar ni ha oído hablar nunca de él. Está perdida. Pero, por el momento, eso le da igual: el miedo al bosque todavía no ha reemplazado al de los colmillos de Carnicero.
Arrodillada sobre el musgo, Meredith intenta ver el cielo por encima de los árboles. La luz del día se ha vuelto gris, el sol declina. Se dispone a levantarse cuando oye unos pasos que se acercan por los helechos. Marie, dormida, se sobresalta. El corazón de Meredith se desboca. Una nube de condensación escapa de entre sus labios entreabiertos. Marie nota la caricia rasposa del musgo bajo la palma de las manos de la niña y la quemazón de las espinas en su pie. Presta atención: son pasos de hombre. Marie se agita. «¡Corre, Meredith! ¡No te quedes ahí! ¡Levántate y corre!»
Pero Meredith está demasiado cansada. Vuelve los ojos hacia el hombre que se acerca. Su corazón, que había empezado a latir con fuerza, se calma de golpe. Lo conoce. No le cae bien, pero no le da miedo.
El hombre ya no hace ruido, camina sobre el musgo. Mientras Meredith lo mira, Marie frunce los ojos para tratar de distinguir sus facciones. Es alto y fornido. Lleva una chaqueta de cuadros escoceses con bolsillos. Un puñal cuelga de su cinturón, un cuchillo de cazador, cortante como una navaja de afeitar. Meredith mira las manos del hombre. Unas grandes manos callosas que tiemblan de excitación, se crispan y se relajan. El lobo feroz. «¡Por lo que más quieras, Meredith, levántate y vete!»
Curiosamente, Marie, que se agita dormida, llega a sentir cómo su propio miedo se insinúa en el cerebro de Meredith. Una pizca de angustia acelera la respiración de la chiquilla, las yemas de sus dedos están heladas. Su esternón se bloquea, su vejiga se contrae. Ya está, Meredith empieza a tener miedo otra vez. Las piernas le tiemblan de cansancio. Intenta levantarse, pero un calambre la hace tropezar. Va a caerse. El hombre está ahora delante de ella y la sujeta de un brazo. Meredith grita y se debate. El desconocido la agarra por la nuca y la aprieta contra sí. Su voz ruda salmodia:
—No tengas miedo, Meredith Johnson, hija mía. Papá está aquí.
La nariz de la chiquilla se aplasta contra el jersey que el hombre lleva bajo la chaqueta de cazador. Apesta a sudor y a sangre, el mismo olor que el padre de Jessica Fletcher la noche que se volvió loco. Un olor de niño muerto. Entonces Meredith se da cuenta de que va a morir. Muerde el jersey y rompe a llorar mientras nota que el olor se transforma en sabor. Luego golpea, da patadas y grita. Pero cuanto más se debate, más se cierran los brazos del hombre sobre ella.
—Hazle un mimo a papá, niña mala.
Marie siente que la mano del hombre se cierra alrededor del cuello de Meredith. La chiquilla se asfixia. Araña la mano que la estrangula, intenta hablar. Quiere pedirle disculpas al señor, prometerle que será buena, que no volverá a hacer tonterías nunca más. Luego, el destello de un puñal brilla sobre su cabeza y siente que el dolor estalla a lo largo de su columna vertebral. Una hoja glacial la atraviesa, una descarga eléctrica la alcanza en las piernas y los brazos, una oleada de sufrimiento. La hoja entra y sale, se hunde en su espalda, le rompe las vértebras, le corta las arterias y le desgarra los órganos. Meredith percibe la respiración del ogro contra su mejilla mientras la estrecha contra sí para apuñalarla mejor. Siente cómo la boca del ogro besa su cara, nota su lengua terrosa y fría sobre sus labios. Luego, un frío glacial la entumece y el dolor se aleja. El cuchillo sigue penetrando, pero ella ya casi no nota la mordedura de la hoja. Oye que unos pájaros cantan en los árboles, ve el arroyo y el pequeño puente de piedra. La luz del sol se atenúa. Meredith cierra los ojos. Ya no le duele nada.
0.20 horas. Marie continúa durmiendo. Un sueño pesado, sin recuerdos, como un cristal grueso colocado sobre una fosa donde gritan las víctimas de los asesinos en serie, un cristal blindado que ahoga los gritos, pero no las imágenes. Ve a Jessica Fletcher tumbada bajo el edredón empapado de sangre. Ve a Meredith tendida en el agua bajo el pequeño puente de piedra donde el FBI encontró su cadáver profanado. Meredith la mira y tiende hacia ella los brazos cubiertos de limo. A través del cristal blindado de los somníferos, Marie contempla a la niña. Tiene la boca abierta y el pelo cubierto de musgo. Pero no la oye gritar. No tiene más que cerrar los ojos y esperar que consiga despertarse antes de que el efecto de los medicamentos pase.
* * *
Marie detuvo al asesino de Meredith una noche de otoño. Se acordaba de los colores —amarillo y rojo—, del fango arcilloso que entorpecía el paso en los caminos y de los charcos que las últimas lluvias habían formado en las roderas, del olor de corteza y de tierra mojada también. Una lluvia de hojas secas a la luz ocre del crepúsculo.
Hacía dos días que los agentes del FBI estaban emboscados cerca del pequeño puente de piedra. Dos días esperando y contando los minutos. Hasta que, la segunda noche, oyeron unos pasos. Los mismos pasos pesados que en la visión de Marie.
El conserje del colegio se había detenido al borde del arroyo para olfatear el aire, inmóvil, como si sintiera una presencia o supiera que la aventura acababa ahí. El final del camino. Había asesinado a otros tres niños en el espacio de una semana. La aceleración de la serie. Siempre es así cuando la pulsión ya no remite, cuando se apodera de la personalidad del criminal y se desborda como las aguas negras de una cloaca. Un frenesí que solo se aplaca con sangre. Cada vez más sangre.
En ese momento es cuando el asesino comete errores: sus crímenes son menos cuidadosos, menos ceremoniosos. Como el rito de un creyente que solo asiste al oficio por costumbre o por aburrimiento. Con la diferencia de que en este caso es imposible contener la urgencia por matar. Una dosis de heroína barata en las venas de un viejo drogadicto: al principio, el asesino en serie mata para sentirse bien; después mata para no sentirse mal, para no sufrir por la abstinencia. Siempre es en ese estadio cuando vuelve a los lugares de sus crímenes para tratar de recuperar parte del goce que sintió cuando matar todavía significaba algo. Y entonces es cuando lo atrapan. Fin de la serie.
Los agentes del FBI, con el asesino de Meredith en el visor de sus armas, gritaron las advertencias de rigor. El hombre se volvió con un esbozo de sonrisa en los labios y Marie distinguió el destello de una 357 de cañón corto apuntando en dirección a los francotiradores. Cuatro disparos restallaron en el aire frío. Con el rostro destrozado por los impactos, el criminal cayó de rodillas en el arroyo. Marie cerró los ojos. El ritual suicida del asesino en serie. Si el FBI tenía la suerte de conseguir atrapar al animal antes de que se matara, este acababa en la zona de alta seguridad de un centro penitenciario psiquiátrico, atado el resto de su vida a una silla situada detrás de un cristal antibalas, por donde desfilaban eminencias con bata blanca para tratar de penetrar los secretos de su cerebro. ¿Qué enigma empuja a un repartidor de periódicos, a un ex policía o a un clérigo a matar a niños y ancianas, a descuartizar cadáveres igual que se trocea una pieza de carne para cocinarla? El eslabón perdido que une el hombre a la bestia: simplemente, un plomo que se funde, un cortocircuito, una neurona que desbarra y manda una señal anormal a las demás neuronas. El inicio de la serie. Decenas de cadáveres hechos picadillo. Campos de lápidas fúnebres.
En el transcurso de los meses, las visiones nocturnas de Marie empezaron a contaminar sus días. Esos gritos y esas imágenes, que todavía no había aprendido a controlar, constituían una violación mental. Marie tardó en comprender que la mayoría de las veces se trataba de crímenes pasados o de asesinatos clasificados como casos sin resolver. Otra característica de los asesinos en serie, sin duda la más ingrata para los que los persiguen, es que, en ocasiones, mientras que su apetito aumenta desmesuradamente y los cadáveres se acumulan, las pulsiones de muerte que animan a esos predadores desaparecen de golpe. Otro cortocircuito en otra región del cerebro, y la serie aleatoria que han iniciado se interrumpe tan bruscamente como había empezado. El predador reanuda su vida normal y vuelve a ser lo que nunca ha dejado realmente de ser: un hombre sin sombra. No hay más que esperar a que la neurona enferma envíe una nueva descarga a la región equivocada del cerebro y a que los crímenes se reanuden en otro estado o en otro país. Entonces se puede reabrir el caso e intentar atrapar a la bestia antes de que vuelva a dormirse.
Era a uno de esos servicios de vigilancia donde Marie fue trasladada después de la muerte de Meredith. Una treintena de agentes y de psicólogos permanecían en contacto permanente con las comisarías y los depósitos de cadáveres de todo el mundo, a fin de detectar la reanudación de las series. Cada vez que se cometía un crimen inusual, se enviaban a ese servicio los informes de la autopsia con objeto de comparar el modo de actuar del asesino con los crímenes consignados en los expedientes: rituales, técnicas de descuartizamiento, escarificaciones, desollamientos, profanaciones corporales. La mano de los asesinos en serie. Con ese pequeño añadido, esa dispersión geográfica y esa precisión quirúrgica que forman parte de la firma de los asesinos itinerantes, además de esa ausencia total de indicios que también los caracteriza, reflejo de sus pulsiones controladas.
Así fue como Marie encontró el rastro de Harry Dwain, un asesino que intercambiaba los brazos y las piernas de sus víctimas. Brazos de mujer cosidos a torsos velludos. Muslos de hombre rodeando un sexo de mujer. La abyecta manía de Dwain.
Los crímenes se reanudaron en San Petersburgo dos años después de la brusca interrupción de la serie en las afueras de Chicago. Ese silencio fue tan largo que acabaron por creer que Dwain había muerto. Sin embargo, a fuerza de comparar las informaciones que le llegaban, Marie encontró otros cadáveres descuartizados en otros países. La bestia se había despertado. Cuatro víctimas en las húmedas callejuelas de Venecia; dos en un barco de crucero en la costa de Turquía; cinco en el golfo Pérsico; otra más en Moscú, y la última en San Petersburgo, todas con miembros amputados y brazos y piernas de otras víctimas cosidos a su cuerpo. Lo que significaba que Harry Dwain había evolucionado del estadio de asesino en serie al de asesino itinerante: viajaba. La pulsión demente y arcaica del asesino en serie emparejada con la contención estudiada del asesino itinerante. Era un caso sumamente raro, y particularmente peligroso, de mutación mental.
Marie envió por fax el perfil completo de Dwain a las autoridades rusas, que dieron la orden de alerta máxima a todos sus servicios. Después se trasladó a San Petersburgo, donde sus visiones aparecieron de nuevo en un viejo cobertizo de barcas a orillas del Neva que apestaba a resina y cola de madera. Allí era donde la policía rusa había encontrado a la última víctima de Dwain y donde Marie revivió los últimos segundos de la vida de Irina, una prostituta anónima que había ido a buscar fortuna a los bulevares helados de la ciudad de los zares. La dentellada de la sierra cortando sus miembros. Los resoplidos de Dwain. La sierra rascando el suelo y la presión de las correas aflojándose. Una oleada de dolor. Y Marie que no llega a morir. Marie, que continúa viviendo cuando Irina ha dejado de vivir.
* * *
Dwain fue abatido dos días más tarde por la policía rusa en un tren nocturno con destino a Berlín. Después de aquello, Marie pidió un permiso, alegando que iría a descansar a California. Tenía que elegir: o eso, o una depresión de caballo y un suicidio a precio de oro con ansiolíticos. Santa Mónica, sus productores de cine, sus tiburones blancos y sus neuropsiquiatras de renombre. La sometieron a una batería de pruebas: escáner, resonancia magnética, Pet-Scan. Ningún tumor. Ni siquiera uno pequeño.
El veredicto le llegó en una clínica de Carmel, por boca del doctor Hans Zimmer, un viejo alemán chiflado que había estudiado psiquiatría para curarse a sí mismo. Este especialista de las regiones desconocidas del cerebro explicó a Marie que las visiones que padecía estaban emparentadas con un síndrome mediúmnico reaccional, una rara enfermedad que solo se observaba en algunas personas con politraumatismos craneales, como resultado de las secuelas de una conmoción suficientemente severa para alterar la estructura mental profunda. Como si dicha conmoción activara una región del cerebro que no debería haberse puesto nunca a funcionar, una de esas áreas sepultadas de las que la evolución humana se ha desentendido por razones misteriosas, o más bien una de esas zonas muertas que no estaba previsto utilizar antes de que pasaran miles de años. Unas zonas cerebrales vírgenes. Unas neuronas no unidas, inactivas, como miles de millones de pequeñas pilas completamente nuevas que esperan que las unan con ayuda de un hilo para liberar la corriente que contienen. El síndrome mediúmnico reaccional.