Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
En su visión, que se hacía poco a poco más precisa, una muchedumbre rodeaba la cima de la colina, donde los legionarios romanos habían clavado tres cruces: la mayor en el centro y las otras dos ligeramente más atrás. Los dos ladrones y Jesucristo: los primeros inmóviles bajo el sol, el tercero profiriendo gritos salvajes ante la mirada aterrada de la multitud.
Frunciendo los ojos para distinguir mejor la escena, Yseult se dio cuenta de que los ladrones estaban muertos desde hacía tiempo y de que el Jesucristo que se retorcía sobre la cruz se parecía tanto al de los Evangelios que podía llevar a engaño. Salvo por el hecho de que este Jesucristo estaba lleno de odio y de ira.
Mientras sus novicias se inclinaban para ayudarla a levantarse, Yseult contempló el crepúsculo rojo sangre que iluminaba ahora su visión. Eso tampoco encajaba: según las Escrituras, Jesucristo había entregado su alma a la decimoquinta hora del día, mientras que en su visión esa cosa que se retorcía en la cruz todavía no estaba muerta. Arrodillada sobre el polvo, Yseult comenzó a tiritar de la cabeza a los pies. Había una explicación para eso, una explicación tan evidente que estuvo a punto de hacer perder la razón a la madre superiora: esa cosa que tiraba de los clavos insultando a la muchedumbre y al cielo, esa bestia llena de odio y de dolor que los romanos estaban golpeando con palos para partirle los miembros, esa abominación no era el hijo de Dios, sino el de Satanás.
Con manos temblorosas. Yseult guardó el cráneo en el hatillo. Luego, secándose las lágrimas con la manga del hábito, recogió del suelo la bolsa de lona.
* * *
Mientras se ahoga en la humedad de su cubículo, Yseult recuerda la horrible sensación de codicia y de odio que la invadió al levantar la bolsa. Sin duda, las pociones avinagradas que tomaba para aplacar el dolor de sus huesos le provocaban esa acidez. Después fue el miedo lo que la empujó a hacer una mueca mientras abría la bolsa. Una ráfaga de viento helado levantó sus cabellos bajo la toca. La bolsa contenía un libro muy viejo, grueso y pesado como un misal. Un manuscrito provisto de un cierre de acero. Ninguna inscripción en el lomo o en la cubierta, ningún sello estampado en la piel. Un libro similar a muchos otros. Sin embargo, por el extraño calor que parecía emanar de esa encuadernación, la madre superiora presintió inmediatamente que una gran desgracia acababa de abatirse sobre el convento.
Gaspar ya se había marchado y la madre Yseult acababa de cerrar las puertas cuando unos gritos de terror sonaron bruscamente en el ala norte, adonde las religiosas habían trasladado a la moribunda. Subió tan deprisa como pudo los peldaños de la gran escalera, pero en vista de que los gritos se hacían cada vez más fuertes conforme se acercaba, echó a correr por los pasillos hasta la celda que tenía la puerta entornada. Sintiendo que el aire frío le abrasaba la garganta, se quedó paralizada en el umbral.
La anciana recoleta estaba desnuda sobre el camastro; la maraña de su entrepierna contrastaba con la macilenta carne de su vientre. Pero no era su palidez lo que asustaba a las monjas. Ni tampoco la mugre que recubría sus piernas o la espantosa delgadez de su cuerpo. No, lo que hacía gritar a las religiosas y revolvió el estómago de la madre Yseult en el instante en que entró en la celda fueron los estigmas del suplicio que la moribunda había sufrido antes de conseguir huir del lugar donde, sin ninguna duda, sus torturadores la tenían prisionera. Eso y sus ojos desorbitados, que escrutaban el techo a través del velo, como una estatua contempla el vacío que la rodea.
La madre Yseult se inclinó sobre el cuerpo descarnado. A juzgar por las estrías que atravesaban el torso y el vientre de la desdichada, sus verdugos la habían azotado sin piedad con tiras de cuero mojadas en vinagre. Decenas de golpes sobre la piel tensada por el suplicio del desmembramiento, de suerte que cada azote la había desgarrado hasta el hueso. Después le habían roto los dedos y arrancado las uñas con pinzas. A continuación le habían hundido clavos en los huesos de las piernas y de los brazos. Clavos viejos cuyas cabezas oxidadas brillaban en medio de la carne.
Yseult cerró los ojos. No eran los tormentos de la Inquisición lo que la anciana religiosa había sufrido; en todo caso, no los que se aplican para hacer confesar a las brujas. A juzgar por el calvario que la recoleta había soportado, ese desenfreno criminal solo podía ser obra de unas almas monstruosas que se habían ensañado con su víctima, tanto para arrancarle sus secretos como para destrozarla.
Cuando la moribunda profirió un débil gemido, la madre Yseult se agachó para acercarse a sus labios y recoger sus últimas palabras. La religiosa se expresaba en una antigua habla alpina, una oscura mezcla de latín, alemán e italiano que Yseult ya había oído en su infancia. Un dialecto olvidado en el que se intercalaban chasquidos de lengua y movimientos de ojos. El código de las recoletas.
La infeliz murmuraba que el reinado de Satanás estaba cerca y que las tinieblas se estaban extendiendo sobre el mundo. Afirmaba que la peste era obra suya y que había despertado esa plaga para acercarse sin ser visto. Aunque todos los monjes y todas las religiosas de la cristiandad se prosternaran inmediatamente para suplicar a Dios que acudiera en su ayuda, ninguna plegaria podría ya detener a los jinetes del Mal, que habían escapado de los infiernos.
Se produjo un largo silencio mientras la anciana recluida recobraba el aliento. Luego prosiguió su relato a la madre Yseult.
Contó que, una noche de luna llena, la población de Zermatt fue atacada por unos jinetes errantes vestidos con sayales y cogullas que mataron a los habitantes e incendiaron las casas: los Ladrones de Almas. Por lo que decía, la furia de esos demonios era tan grande que el viento llevó hasta las recoletas los alaridos de sus víctimas. Ellas decidieron entonces soltar las palomas mensajeras para alertar a Roma del peligro que las amenazaba, pero las aves estaban muertas en la jaula, envenenadas por el aire que habían respirado.
Gracias al resplandor de las llamas, las recoletas vieron cómo los Ladrones de Almas escalaban las paredes cortadas a pico del convento, como si sus manos y sus pies pudieran agarrarse a ellas. Las religiosas se refugiaron en la biblioteca para destruir los manuscritos prohibidos, pero los asaltantes derribaron las puertas y las desdichadas cayeron en sus manos antes de haber podido reducir a cenizas su tesoro.
Con el pecho agitado por los sollozos, la moribunda murmuró que las más jóvenes fueron profanadas con hierros candentes y que las demás murieron soportando atroces sufrimientos. Con el cuerpo y el alma destrozados tras una noche de tortura, ella consiguió huir por un pasadizo secreto. Logró llevarse la calavera de Dios, así como un manuscrito muy antiguo encuadernado en piel negra. Insistió en que no había que abrirlo, que un encantamiento lo protegía y que mataba a todos los que intentaban forzar la cerradura.
Según ella, aquellas páginas habían sido escritas con sangre humana en una lengua compuesta de maleficios que no era prudente pronunciar al anochecer. El manuscrito había sido redactado por la propia mano de Satán; era su evangelio y contaba lo que sucedió el día que el hijo de Dios murió en la cruz. El día que Jesucristo perdió la fe y, maldiciendo a su Padre, se transformó en otra cosa: una bestia vociferante que los romanos se vieron obligados a rematar a bastonazos para hacerla callar.
Inclinada sobre la recoleta, Yseult sintió el peso del cráneo en el gran bolsillo de su hábito. Esa reliquia era lo que la anciana llamaba «la calavera de Dios». Decía que la noche en que la cosa murió en la cruz, unos discípulos que habían presenciado la negación por parte de Cristo desclavaron su cadáver para llevárselo. Se refugiaron en unas cuevas al norte de Galilea, donde enterraron la cosa. Todo eso era lo que el evangelio de Satán contaba: la negación de todo. La gran mentira.
Yseult cerró los ojos. Si esa historia era cierta, significaba que Jesucristo no había resucitado de entre los muertos y que no había otra vida después de esta. Ningún más allá, ninguna eternidad. Significaba también que la Iglesia había mentido y que todo era falso. O que los apóstoles se habían equivocado. O que sabían…
—Dios mío, es imposible…
La madre Yseult susurró estas palabras mientras apretaba los puños y notaba que los ojos se le llenaban de lágrimas. Por un momento tuvo ganas de estrangular a esa vieja loca que había llevado la desgracia a su convento. Lo más sencillo habría sido que muriera. Habría bastado enterrar su cadáver en el bosque, junto con la calavera y el evangelio. Una tumba profunda en medio de los helechos, sin lápida ni cruz. Pero el problema era ese maldito cráneo que pesaba en su hábito como una prueba. Yseult abrió los ojos cuando la recoleta empezó a mascullar de nuevo en la oscuridad.
Hacía una luna que los Ladrones de Almas la perseguían y que el cabecilla olfateaba su pista entre los estragos de la peste. Se llamaba Caleb y el evangelio de Satán no debía caer en sus manos bajo ningún concepto. Si semejante desgracia ocurriera, mil años de tinieblas se abatirían sobre el mundo. Océanos de lágrimas. La recoleta repitió esas palabras como una letanía, cada vez más débil a medida que se iba quedando sin respiración. Luego, su voz ronca se apagó y sus ojos se volvieron vidriosos.
Aterrorizada por lo que acababa de escuchar, la madre Yseult se disponía a extender una sábana sobre aquel cuerpo martirizado cuando las manos de la muerta se cerraron alrededor de su cuello. La presión inhumana que estrujó su garganta impidió en unos segundos el paso de la sangre a su cerebro. Intentó aflojar esa tenaza. Incluso golpeó a la recoleta para que la soltara. Otra voz surgió entonces de los labios inmóviles de la muerta. No; varias voces: unas graves y otras agudas, unas fuertes y otras más lejanas. Un concierto de alaridos y de blasfemias que estalló en los oídos de la madre Yseult. Varias lenguas también: latín, griego y copto egipcio, dialectos de los bárbaros del norte y palabras desconocidas se agolpaban en ese diluvio de gritos. Cólera y miedo, la lengua de los Ladrones de Almas. Los caballeros de las Profundidades. Un velo negro enturbió los ojos de Yseult. Estaba a punto de desvanecerse cuando recordó que llevaba un arma bajo el hábito, una daga con empuñadura de cuero y hoja ancha para defender a sus hermanas de los merodeadores de la peste. Entonces, medio muerta, Yseult empuñó el cuchillo a la luz de los cirios y lo clavó con todas sus fuerzas en la garganta de la recoleta.
* * *
Mientras se seca las lágrimas con las manos en el cubículo donde se está asfixiando, la madre Yseult recuerda la repugnante sensación de aquella hoja atravesando el cuello de la muerta. Recuerda la débil resistencia de la piel y los cartílagos, los ojos desorbitados de la vieja loca y sus gritos, que se ahogaron en un gorgoteo. Recuerda también que los dedos que la estrangulaban siguieron agarrados a su cuello y que fue preciso que una monja cortara los tendones de las muñecas para que la presión cediera por fin. Luego, el cuerpo de la vieja religiosa se irguió de nuevo antes de volver a caer, inerte. Pero lo más impresionante fue el frío glacial que invadió la celda y las huellas de pasos que aparecieron en el suelo en el instante en que la muerta se desplomaba sobre el jergón. Unas huellas de botas que se alejaban hacia la oscuridad del pasillo.
Agarrándose entre sí por el hábito, las agustinas oyeron que el eco de esos pasos se atenuaba poco a poco. La madre Yseult les mandó que se arrodillaran inmediatamente y rezaran sus oraciones. Pero ya era demasiado tarde para invocar a Dios. Y así fue como ese invierno del año de desgracia 1348, las buenas religiosas del convento fortificado de Bolzano liberaron a la Bestia.
Las misteriosas huellas de botas no tardaron en secarse, pero dejaron en el suelo una fina película de barro. Ver que se pulverizaban así por efecto de las corrientes de aire habría podido resultar casi tranquilizador si ese polvo marrón no constituyera a la vez la prueba de su realidad y su imposible existencia. Mientras trazaba en su centro un surco con el dedo, la madre Yseult no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia: ni ella ni sus religiosas se las habían inventado. Lo que significaba que ninguna puerta de roble, por pesada que fuera, ninguna plegaria, ninguna fuerza del mundo podría impedir a su invisible autor ir y venir por los pasillos del convento. Además, había empezado a nevar copiosamente en los Dolomitas, por lo que se habían convertido en catorce religiosas prisioneras del invierno en un convento perdido en medio de las montañas. Un convento del que la Bestia había hecho su morada, expulsando a Dios de aquellos muros y a la esperanza del corazón de sus siervas.
La madre Yseult dejó a sus religiosas preparando a la difunta y se fue a su celda para examinar el manuscrito. Ahí debía de estar la clave de las advertencias de la vieja loca, así como las oscuras razones que habían conducido a la matanza de las recoletas del Cervino. A no ser que ese evangelio fuera en sí mismo la causa de aquellos trágicos sucesos y que los Ladrones de Almas hubieran cometido aquel horrible crimen con el único objetivo de recuperarla y de destruir el resto de manuscritos de la biblioteca prohibida.
Tras cerrar la puerta con pestillo, la madre Yseult guardó el cráneo coronado de espinos en un cofre y dejó el libro sobre un escritorio de madera de boj. Con los ojos cerrados, empezó a recorrer la superficie con la yema de los dedos. Su noviciado en Roma había despertado en ella el gusto por el arte de la pellejería, de modo que había aprendido a identificar un manuscrito tocando la cubierta: la piel de los toros bravos que los monjes curtidores de Castilla desollaban con sus manos; las pieles de cabritilla que los encuadernadores de los Pirineos superponían en delgadas y olorosas láminas para dar volumen a sus obras; las de cabrito, doradas y ásperas, que los hermanos del otro lado de los Alpes teñían con pigmentos antes de estirarlas sobre tablas de maderas preciosas para suavizar los colores; la corteza de tocino hervida de los monasterios del Loira y los hilos de oro con que los pellejeros alemanes cosían en caliente la carne de sus obras. Cada una de esas congregaciones de desolladores había recibido autorización para ejercer una sola de estas técnicas, a fin de proteger a la Iglesia del odioso tráfico de escritos sagrados y garantizar la conservación de las obras en los monasterios donde habían visto la luz. Había una ley que castigaba con la ceguera mediante hierro candente, seguida de una muerte lenta, a todo aquel que fuera sorprendido transportando un libro bajo sus vestiduras. Este manuscrito había sido encuadernado con una piel tan rara que Yseult no recordaba haber tocado jamás ninguna parecida.