Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
Pero más asombroso aún era que la encuadernación parecía no respetar ninguna de las técnicas impuestas por la Iglesia. O más bien las reunía todas, como un compendio de los conocimientos de los mejores encuadernadores de la cristiandad. Lo que llevaba a pensar que ese libro debía de haber sido elaborado, y más tarde perfeccionado, en diversas épocas y por una sucesión de manos extremadamente cuidadosas. Para ello había sido necesario que circulara clandestinamente entre monasterios y conventos, de la misma forma que se transmite una herencia. O una maldición. O como si el libro eligiera él mismo el lugar al que iba a parar.
«Yseult, hija mía, deliras».
Y sin embargo, palpando aquella obra antiquísima, la madre superiora sintió de nuevo el extraño calor que emanaba de ella.
Como si su mano, al tocar el cuero, acariciara al mismo tiempo al animal que habían desollado para vestir la encuadernación: los latidos lejanos de su corazón, sus venas y arterias, sus músculos y su lana reluciente de grasa.
Yseult se inclinó para aspirar el olor que despedía el manuscrito. Un olor de establo, de queso enmohecido y de excrementos de caballo. Al fondo, el olfato de la religiosa percibió un toque de paja mojada, así como un lejano hedor de sudor, mugre y orina mezclados. También de semen. Un semen tibio, espeso y bestial. Yseult se estremeció mientras sus dedos identificaban por fin lo que estaban tocando: un macho cabrío negro. Un macho cabrío de piel suave y cálida como la de un hombre. Con la particularidad de que a ningún desollador digno de tal nombre se le habría ocurrido semejante envoltorio para recubrir un manuscrito.
Poco a poco, la mano rasposa de Yseult ralentizó su caricia para hacerla más ligera y femenina, casi diabólica, como la de una joven rozando el pubis de su amante. A medida que su caricia adquiría precisión, la madre superiora sentía que el calor del manuscrito invadía su vientre y endurecía sus pezones. Yseult, que, vieja y seca, solo había conocido los placeres de la carne que la mano concede a regañadientes, sucumbió a esa agitación que embotaba poco a poco su cuerpo. Y, mientras su alma se entregaba, la madre superiora tuvo otra visión.
Primero, olores. Incienso y madera muerta. Un aire cargado de humus y de podredumbre. Un bosque. La caricia de un lecho de hierba bajo su cuerpo. Yseult abre los ojos. Está desnuda, tendida en medio de un claro iluminado por la luna. Un gruñido sordo. Un soplo de fosas nasales pasa por su rostro mientras, inclinada sobre ella, una bestia de fuertes músculos la agarra de las caderas y hunde su sexo en el suyo. Una bestia, medio hombre medio macho cabrío, que apesta a sudor y a esperma. Muerta de miedo y de asco, Yseult siente que ese sexo animal llena el suyo. Siente cómo la maraña que cubre el vientre de la bestia se mezcla con la suya. Siente cómo la piel de sus brazos y de sus muslos se estremece a causa del esfuerzo; una piel lisa y caliente como el cuero. Yseult cierra los ojos. Otra visión se superpone a la primera.
Los sótanos de una fortaleza. Unos caballeros salvajes de los reinos del norte y unos guerreros de frente ancha y ojos rasgados vigilan las galerías que conducen a las salas de tortura. Sus armaduras brillan a la luz de las antorchas. Los primeros llevan unos escudos de cuero y empuñan grandes espadas. Los otros van armados con puñales y sables cortos: señores germanos y guerreros hunos. Yseult gime; está caminando por las galerías subterráneas de una fortaleza ocupada por unos bárbaros cuyo linaje desapareció hace siglos: los saqueadores de la cristiandad.
Gritos lejanos retumban en las entrañas de la Tierra mientras ella avanza por una amplia galería abovedada. Ve estatuas talladas en los muros. Gárgolas y demonios gesticulantes. Unos calabozos han sido tallados en la roca. Unas manos se cuelan entre los barrotes e intentan agarrar los cabellos de la religiosa que avanza. Hace calor. Al final del pasillo, una puerta abierta da paso a una sala con columnas, iluminada por antorchas. Unos hombres desnudos están encadenados sobre las mesas. Junto a ellos, unos verdugos manejan pinzas y tijeras. Los torturados gritan mientras las tijeras cortan la carne y las pinzas tiran de la piel para desprenderla de los músculos. Detrás de los verdugos, unos encuadernadores visigodos ponen a secar sobre unas rejillas los rectángulos de piel, ennegrecida por baños de azufre.
Un estremecimiento de horror sacudió a Yseult: el manuscrito que estaba acariciando en su celda había sido encuadernado primero con piel humana, antes de ser recubierto de cuero por otras manos que, en el transcurso de los siglos, habían intentado ocultar esa abominación. El crimen de los crímenes. La firma de los satánicos.
Una última visión se apoderó de su mente mientras la Bestia, inclinada sobre ella, golpeaba su sexo y devoraba su garganta: la gran peste. Océanos de ratas se extienden por el mundo. Las ciudades arden. Millones de muertos y enormes fosas a cielo abierto. En medio de las ruinas, una vieja recoleta avanza con el cuerpo mutilado y una redecilla cubriéndole el rostro. Aprieta bajo su hábito una bolsa de lona y un hatillo de cuero. Está al límite de sus fuerzas. No tardará en morir. En otro lugar, un monje sin rostro recorre los campos devastados en su busca. Sigue su pista, la olfatea en medio de las columnas pestilentes. Aniquila a las congregaciones que le han dado asilo. Se acerca. Está ahí.
Haciendo acopio de los últimos restos de voluntad que le quedaban, la madre Yseult logró apartar su mano de la cubierta del libro. Una ráfaga de aire apagó las velas y la anciana religiosa abrió los ojos con asombro en la oscuridad: unas filigranas rojas que acababan de aparecer en la superficie del libro, unas nervaduras sangrientas surgidas de la tapa, formaban letras fosforescentes. Latín. Las palabras parecían danzar en la superficie del cuero mientras la religiosa se inclinaba para leerlas. Con los labios temblando, las pronunció en voz alta para entenderlas mejor:
Evangelio de Satán sobre la horripilante
desgracia, de las llagas muertas
y de los grandes cataclismos.
Aquí empieza el fin; aquí acaba el principio.
Aquí descansa el secreto del poder de Dios.
Malditos por el fuego sean los ojos
Malditos por el fuego sean los ojos
que se posen en él.
Un conjuro. No, más bien una advertencia. El último aviso que un encuadernador aterrado había grabado en el cuero para disuadir a los curiosos y a los imprudentes de abrir ese evangelio. Por ese motivo, a falta de la firme decisión de destruirlos, generaciones de manos previsoras habían ejercitado su arte en esa obra de otros tiempos. No para embellecerla, sino para poner de relieve la innombrable encuadernación con esa advertencia que solo brillaba en la oscuridad. Después habían sellado las páginas con una cerradura genovesa, un grueso cerrojo cuyo acero brillaba al resplandor rojo del manuscrito.
Armada con su lupa y una vela, Yseult lo examinó más de cerca. Tal como había imaginado, el agujero de la cerradura era un engaño, ese tipo de mecanismo que solo se abre pasando los dedos por determinados puntos de la caja. Una cerradura táctil. Yseult inspeccionó los rebordes, allí donde había que colocar los dedos para accionar el mecanismo. Sus ojos localizaron, a través de la lente de aumento, las muescas practicadas en el acero. Presionó una de ellas con la punta de una pluma.
Clac
. Una fina aguja surgida del mecanismo se clavó en el bisel manchado de tinta, una aguja cuya punta acerada había sido untada con una sustancia verdusca: arsénico. Yseult se pasó la manga del hábito por la frente empapada de sudor. Los que habían concebido ese mecanismo estaban dispuestos a matar antes que dejar que manos indignas profanaran los temibles secretos que contenía el manuscrito. Por eso los Ladrones de Almas habían matado a las recoletas del Cervino. Para recuperar su evangelio. El evangelio de Satán.
Yseult volvió a encender las velas. A medida que la luz hacía retroceder las tinieblas de la celda, las misteriosas filigranas rojas se borraron de la superficie del cuero. La madre superiora echó una sábana sobre el escritorio y se volvió hacia la ventana. Fuera, la nieve arreciaba y las sombras envolvían las montañas.
Las agustinas, silenciosas y tristes, enterraron a la vieja recoleta en el cementerio del convento. La madre Yseult leyó una epístola de Pablo mientras un viento frío gemía en las murallas. Luego, acompañando el tañido de las campanas, las voces llorosas entonaron un canto fúnebre que se elevó en el aire glacial junto con el vaho blanco de los alientos. Solo respondieron el graznido de los cuervos y el lejano aullido de los lobos. El día declinaba; la luz quedaba difuminada por la bruma que reptaba sobre el suelo. Por ello, ninguna de aquellas piadosas mujeres encorvadas por la pena vio la forma oscura que las espiaba desde el claustro. Una forma humana vestida con un sayal de monje, cuyo rostro desaparecía bajo una amplia capucha.
El primer asesinato tuvo lugar poco después de medianoche, mientras la madre Yseult hacía sus abluciones. Envuelta en la humedad del lavadero, se puso una gruesa camisa de lana y cogió un guante de crin para que sus manos no entraran en contacto con su cuerpo. Después se sumergió hasta las ingles en la tina de madera, llena de un agua gris y humeante donde las exudaciones del resto de mujeres de la comunidad se mezclaban con la suciedad de sus cuerpos. Esforzándose en olvidar su cuello hinchado, Yseult se frotó los brazos y las piernas con un trozo de piedra alumbre y polvo de arena, dejando con cada movimiento de la mano una estela blanca en la película de mugre que recubría su piel. Fue en ese momento cuando oyó los gritos de sor Sonia y las llamadas de socorro de sus religiosas, que corrían por los pasillos.
La puerta de la celda estaba atrancada. Tiritando bajo la camisa mojada, la madre Yseult la golpeó con un hombro. Al otro lado, sor Sonia continuaba gritando. Gritos salvajes y alaridos de terror intercalados con los chasquidos de un látigo sobre la carne desnuda.
Empujando con todas sus fuerzas, las religiosas lograron entreabrir la hoja e Yseult vio el cuerpo martirizado de sor Sonia, a la que una fuerza maléfica había crucificado en la pared. La desdichada, cuyos pies golpeaban la piedra a unos centímetros del suelo, estaba desnuda. Su barriga blancuzca y sus pechos se bamboleaban bajo los azotes que hendían su piel. Sus manos, atravesadas por gruesos clavos, sangraban en abundancia. En el centro de la celda había un monje que manejaba el látigo, una forma oscura y gigantesca a la luz de las velas. Llevaba un sayal negro y una capucha cubría por completo su rostro. Un pesado medallón de plata saltaba sobre su torso: una estrella de cinco puntas enmarcando un demonio con cabeza de macho cabrío, el emblema de los adoradores de Satán.
Cuando, con los ojos brillando en la sombra, el monje volvió la cabeza hacia Yseult, la madre superiora notó que una fuerza irrefrenable cerraba la puerta. La misma fuerza que mantenía a sor Sonia contra la pared, la fuerza del monje. Tuvo el tiempo justo de ver cómo el demonio sacaba un puñal de una funda de cuero. El tiempo justo de cruzar una mirada con Sonia mientras la hoja se hundía en su vientre. Y de ver luego que las entrañas de la desgraciada se esparcían por el suelo; una corriente de aire glacial hizo temblar a las religiosas, la misma que habían notado cuando la recoleta había muerto.
Yseult bajó los ojos. Unas huellas de pasos acababan de aparecer en el suelo. Huellas de pies desnudos y ensangrentados, que la madre superiora vio cómo se alejaban en la oscuridad del pasillo. El corazón le dio un vuelco. Faltaba un dedo en la huella izquierda; unas semanas atrás, sor Sonia estaba desramando un árbol muerto cuando calculó mal el movimiento del hacha y clavó la pala del instrumento en su sandalia. Se amputó el dedo meñique del pie izquierdo.
La anciana religiosa estaba tocando todavía las huellas cuando la puerta de la celda se abrió con un chirrido de goznes. Al otro lado, los restos de la infeliz seguían clavados en la pared, con el vientre abierto y los ojos aterrorizados. Un manojo de entrañas humeaba a sus pies en un charco de sangre. Yseult, aunque avergonzándose de ese pensamiento, se sorprendió de que un cuerpo pudiera contener tanto líquido y materia blanda.
Después de enterrar a sor Sonia, la madre superiora y sus religiosas se atrincheraron en el refectorio con víveres y mantas. Rezaron a la luz de las velas estrechándose las unas contra las otras para luchar contra el frío y el miedo. Finalmente, mientras los cirios se consumían, se durmieron.
Muy entrada la noche, las religiosas oyeron a lo lejos gritos que atribuyeron al silbido del viento en las murallas. Al amanecer encontraron a sor Isaura, cuya cama estaba fría, clavada contra la puerta de la porqueriza, destripada, con los ojos desmesuradamente abiertos.
Pese a las lágrimas, pese a los rosarios y a las oraciones de indulgencia que la congregación recitaba sin descanso, hubo doce noches como esa, otros doce asesinatos rituales, doce religiosas que murieron al amanecer, con el cuerpo y el alma martirizados por la Bestia.
Al alba del decimotercer día, Yseult enterró los restos de sor Braganza, su novicia más joven. Luego, después de coger el cráneo y guardar el evangelio de Satán en su bolsa de lona, se emparedó con ladrillos y mortero en los sótanos del convento, un trabajo de hombre que le llevó el resto del día.
A la hora del crepúsculo, puso la última piedra y, atenta a los síntomas de la asfixia, grabó en la pared la advertencia que había aparecido en letras rojas en la cubierta del manuscrito. Debajo, nombrando al asesino de su congregación, añadió:
Entre estos santos muros, el vil Ladrón
de Almas se ha instalado.
El sin rostro. La Bestia que jamás muere.
El caballero de las Profundidades.
Caleb el viajero es su nombre.
Debajo, suplicaba a quien encontrara sus restos en los siglos venideros que devolviese el evangelio y la calavera de Dios a las autoridades de la Iglesia católica y romana de su época, personalmente a Su Santidad, ya reinara en Aviñón o en Roma, a ella y a nadie más. O que arrojase esos vestigios a una fragua si resultaba que la Iglesia no había sobrevivido a la gran peste negra.
Desde ese momento, esperó a que cayera la noche y el Ladrón de Almas despertara.
Sucedía siempre durante el crepúsculo, a la hora en que las sombras del campanario acariciaban el cementerio. La noche del duodécimo día, mientras ella y sor Braganza se hallaban refugiadas en el torreón, la madre Yseult permaneció en la ventana que daba a las tumbas de sus hermanas asesinadas.