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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (9 page)

Zimmer explicó a Marie lo que debía de haber sucedido bajo sus bonitos cabellos negros. Convulsionado por el traumatismo, su cerebro había caído en un coma profundo para intentar reconstruirse. Había reactivado una a una las conexiones cerebrales interrumpidas. Miles de postes y kilómetros de cables. Una neurona para el color verde, una neurona para el color marrón, una neurona para la palabra «hoja», otra para la palabra «rama», otra más para la palabra «tronco». Cinco neuronas que vuelven a conectarse lentamente para almacenar de nuevo la imagen de un árbol visto en un bosque. Debía recuperar millones de imágenes y reconstruir miles de millones de recuerdos.

Así, poco a poco, en ese sueño profundo en el que no se filtra nada, las regiones cerebrales de la palabra, de la comprensión y de la memoria restablecen la corriente. Después vuelven a conectarse entre sí para realimentar el cerebro de imágenes y de recuerdos.

Pero, a veces, esas conexiones nuevas se establecen por error en algunas zonas prohibidas del cerebro: las que doblan las cucharillas sin ningún contacto manual, captan los pensamientos de otras personas, hacen girar las mesas y establecen comunicación con los muertos. O, todavía más chocante, las regiones cerebrales sin cultivar que te hacen ocupar el lugar de una niña víctima de un asesino en serie o de una prostituta descuartizada viva por Harry Dwain en un viejo cobertizo a orillas del Neva. El síndrome mediúmnico reaccional. Mala suerte.

Marie tardó seis meses en aprender a controlar sus visiones. En aceptarlas y comprenderlas. En distinguir las que pertenecían al pasado lejano de las que describían crímenes recientes. O en el momento de ser perpetrados: las peores. Después puso ese maldito don al servicio de sus misiones. Resultado: doce asesinos en serie y cuatro asesinos itinerantes detenidos en cinco años de visiones insoportables y de pesadillas repetidas. Sesenta víctimas mortales y dos niñas salvadas in extremis. Crías completamente destrozadas, atrincheradas de por vida en su silencio. Por eso Marie Parks pedía que le prescribieran somníferos. Y también por eso se los tomaba con un gin-tonic.

Capítulo 28

0:30 horas. El timbre del teléfono desgarra el silencio. Cuatro timbrazos estridentes. Marie se sobresalta. Tiene la boca seca, pastosa. El mal sabor de alcohol y de tabaco impregna su garganta. Descuelga sin decir nada. La voz de Bannerman suena en el auricular. Es el sheriff de Hattiesburg, en Maine, un tipo gordo que está perpetuamente sin aliento.

—¿Parks?

—No estoy en este momento, pero puede dejar un mensaje…

—Déjate de gilipolleces, Parks. Tenemos un problema.

Marie capta inmediatamente las vibraciones que hacen temblar la voz de Bannerman: el sheriff tiene miedo. Alarga el brazo para coger el paquete de tabaco de la mesilla de noche, enciende un cigarrillo y contempla el círculo incandescente que su extremo dibuja en la oscuridad.

—¿Parks?

El miedo de Bannerman intenta entrar en ella. Para ahuyentarlo, Marie da una calada. Un gusto de paja y de tierra mojada invade sus pulmones. Nada de mentolado, ni de rubio, ni de falso negro, no, Old Brown, auténtico tabaco de vaquero, acre y caliente.

—Parks, ¿estás ahí?

No, Parks no está. Parks ha caído. Un pitillo en medio de la noche para ahumar a los muertos y… vuelta a dormir.

—¡Joder, Parks, no me digas que has vuelto a tomarte esas porquerías para sobar!

Las mismas vibraciones en la voz del sheriff, pero mucho más fuertes.

—¿De qué tienes miedo, Bannerman? —Rachel ha desaparecido.

Un retortijón. Un amago de náuseas. Ya está, el miedo de Bannerman ha conseguido entrar. Marie siente cómo se extiende por sus arterias.

—¿Cuándo?

—Hace media hora. Perdieron su rastro en una de las carreteras que atraviesa el bosque de Oxborne. En el cruce forestal de Hastings. Un coche va hacia tu casa. Súbete en él y reúnete conmigo.

Silencio.

—¡Por el amor de Dios, Parks, no te duermas!

Marie cuelga y se queda unos segundos en la oscuridad escuchando el batir de la lluvia contra los cristales. El viento muge en los sauces llorones que bordean la calle. Se concentra. Rachel, una poli de unos veinte años, rubia y guapa, y temeraria. Exactamente igual que Marie a esa edad.

Rachel se presentó voluntaria para investigar unas profanaciones que habían empezado a multiplicarse de forma inquietante en los cementerios de la región: tumbas abiertas, ataúdes rotos y vaciados; decenas de cuerpos más o menos descompuestos que no aparecían por ninguna parte. Corría el rumor de que una secta satánica se había establecido en la región y necesitaba cadáveres para alimentar sus misas negras. Lo malo era que, aparte de las tumbas removidas y los ataúdes abiertos, la policía del condado no había encontrado ninguna inscripción cabalística, ningún pentáculo, ni tampoco frases en latín. En realidad, ni el menor indicio. Ni siquiera una huella de pasos en la tierra blanda. Luego, las profanaciones cesaron tan bruscamente como habían empezado. Pero unas semanas más tarde, los que empezaron a desaparecer en las inmediaciones de Hattiesburg fueron los vivos. Cuatro chicas que no eran de la región desaparecieron de golpe, cuatro jóvenes solteras, sin amores ni relaciones. Y la investigación se la asignaron a Rachel.

La primera desaparición, la de una tal Mary-Jane Barko, no causó mucho revuelo. Al principio se creyó que, huyendo de un desengaño amoroso, se había marchado del condado para ir al otro extremo del país. Una semana más tarde desapareció Patricia Gray. Luego, Dorothy Braxton, y por último, Sandy Clarks. Las cuatro se habían evaporado sin dejar ni una sola palabra de despedida.

Y después, hacía tres días, unos cazadores encontraron unas prendas rasgadas y manchadas de sangre en la linde del bosque de Oxborne. Prendas de mujer: unos vaqueros, un jersey, unas bragas y un sujetador. Las que llevaba Mary-Jane Barko justo antes de desaparecer. No hizo falta más para que empezara a extenderse el rumor de que un predador rondaba por los bosques del condado de Hattiesburg y de que era él quien había robado los cadáveres de los cementerios. El pánico se propagó como las llamas y Rachel partió tras la pista del asesino antes de desaparecer a su vez.

Marie apaga el cigarrillo y entra en el cuarto de baño. Abre el grifo de la ducha y regula la temperatura para que el agua salga ardiendo. Luego se desnuda y se estremece bajo el chorro que le abrasa la piel. Cierra los ojos e intenta reunir sus recuerdos. Malditos somníferos…

Capítulo 29

La agente especial Marie Parks había comprado una casita en Hattiesburg, la ciudad que la había visto nacer, pero solo iba en vacaciones. Estando allí tuvo noticias del asesino por un artículo publicado en letra pequeña en el periódico local. Entonces llamó a Aloïs Bannerman para ofrecerle sus servicios. El gordo Bannerman…

Habían ido al mismo colegio y frecuentado las mismas plazas y la misma iglesia. Incluso habían flirteado en el asiento trasero de un viejo Buick que olía a estiércol de caballo y a tabaco. Un abrazo pegajoso y sudoroso, la lengua de Bannerman enrollándose alrededor de la suya después de haber comido un plato de chile en la barra de un bar tex-mex del centro de la ciudad. Luego Bannerman metió una mano entre los muslos de Marie para acariciarle el sexo a través de la tela de los vaqueros. La chica soltó un grito penetrante que retumbó en la boca de Bannerman. ¡No pensaba dejarse desvirgar en un coche de ocasión! ¡No de ese modo! ¡No como esas chicas de pueblo que cierran los ojos para no envejecer solas! Bannerman puso mala cara. Los hombres siempre reaccionan así.

Los años pasaron y Marie cambió Hattiesburg por los rascacielos de Boston. Estudió derecho en Yale y cursó un máster en psicología en Stanford. Después entró en el FBI, en la división especializada en la identificación y persecución de los asesinos en serie.

Doscientos setenta millones de estadounidenses, cuatrocientos millones de armas de fuego en circulación, campos de chabolas, McDonalds y guetos. Al lado de eso, edificios de bancos, mansiones de millonarios y clubes de golf detrás de muros de ladrillo para no ver el océano grisáceo de los barrios pobres. Un millón de asesinos en potencia. Había escogido un buen trabajo, con mucho futuro. En esa época fue cuando se especializó en perseguir a asesinos itinerantes.

En cuanto a Bannerman, se quedó en Hattiesburg para vigilar el negocio. Siguió atiborrándose de chile e intentando besar a las chicas en el asiento trasero de su viejo Buick. Tuvo éxito por lo menos una vez, pues acabó casándose con una tal Abigaïl Webster, una chica de pueblo sin atractivo de la que se había enamorado perdidamente. Desde entonces formaban una pareja triste y aburrida, era casi conmovedor. En su mesa había siempre un cubierto puesto para Marie cuando iba a pasar las vacaciones allí.

Mientras ella asistía a clase en el centro de entrenamiento del FBI, en Quantico, Bannerman se hizo sheriff. La elección estaba entre eso y cartero, peón o camionero. Sheriff, después de todo, estaba bien, y no era demasiado cansado: algunos robos de semillas en los graneros del condado, un par de bandas de jóvenes perseguidos por flagrante delito de aburrimiento y algunas peleas de borrachos en los bares sórdidos de Hattiesburg.

El sheriff tenía cuatro ayudantes bajo sus órdenes, unos alcohólicos anónimos que le eran fieles como viejos perros de caza. Y después estaba Rachel, una chica de la región, guapa y encantadora, que soñaba con ingresar en la policía federal. Rachel, que no podía estarse quieta desde que le habían asignado el caso de las cuatro desaparecidas de Hattiesburg. O más bien de las cuatro asesinadas, puesto que se había encontrado la ropa de la primera víctima en los húmedos bosques de Oxborne.

Capítulo 30

Rachel puso el grito en el cielo cuando Bannerman hizo amago de retirarla de la investigación para ponerla en manos de un inspector más aguerrido. Pero el sheriff debía de estar colado por ella, porque la joven consiguió cuarenta y ocho horas de tregua antes de que le quitaran el caso. Sin duda fue en ese momento cuando se le ocurrió la idea de hacer de cebo para el lobo feroz. La jugada de Caperucita Roja. Una idea disparatada.

Hay que tener en cuenta que en Hattiesburg un verdadero criminal era algo tan inesperado como el aterrizaje de un platillo volante. Así que un asesino —más aún, un asesino en serie-era el caso del siglo, la ocasión soñada por Bannerman para exhibir sus redondeces en los periódicos y por Rachel para ganarse el billete de ida a la gran ciudad y a la oficina de reclutamiento del FBI. Pero había que darse prisa, porque, incluso para un predador, Hattiesburg seguía siendo Hattiesburg: un gallinero muy poco poblado para un zorro hambriento. Sin contar con que resultaba evidente que el asesino no era de allí y que inevitablemente iba a empezar a moverse. Por tanto, era preciso atraparlo antes de que el sheriff de otro condado se llevara los laureles en lugar de Bannerman. Por eso Rachel se había lanzado al agua igual que un submarinista se sumerge en plena noche en medio de los tiburones.

Eso es lo que Marie presintió el día anterior al leer el periódico de Hattiesburg. Cuatro líneas encajadas entre un anuncio de champú al huevo y una oferta de empleo de encargado en la gasolinera Texaco, a la salida de la ciudad. El periodista anunciaba que acababan de encontrar más prendas femeninas en una papelera del bosque de Oxborne, las de Patricia Gray, la segunda desaparecida: ropa interior manchada de sangre y jirones de vestido; también trozos de uñas, como los que se encuentran en las grietas, incrustados en la roca, tras intentar escalar la pared de una montaña. Un terror animal que te empuja al límite de ti mismo. Para sentir semejante pánico, Patricia Gray tenía que haberse cruzado en el camino de un asesino itinerante. Marie lo supo cuando en los brazos se le puso la carne de gallina. Todo aquello era un mal asunto para Bannerman, cuya voz vibró de ira contenida cuando ella lo llamó para ofrecerle su ayuda.

—¿Por qué quieres jorobarme, querida Marie? Es una investigación local sobre un criminal local. Un violador y un asesino. Un tipo que oye voces y que se deja llevar por la polla. Así que vamos a tenderle una trampa para pollas y a esperar a que la meta dentro.

—Te equivocas, Bannerman; tu asesino es un culo de mal asiento. Es un tiburón de los grandes. Recorre las costas en busca de comida. Cuando encuentra un rincón donde abundan los peces, lo convierte en su territorio de caza y devora todo lo que hay. Luego, cuando ya no queda nada que comer, se pone de nuevo en marcha para buscar otro rincón lleno de peces. Es voraz. Se ha instalado en tu pueblucho y no lo dejará sin una buena razón. Eso forma parte de mi trabajo: dar una buena razón a los asesinos itinerantes para que se muevan.

—Es posible. Pero ese cerdo ha cometido el error de traer sus maletas a mi condado, así que es un asunto local.

—No digas tonterías, Bannerman. Que ese asesino viaje quiere decir que ya ha conseguido escapar de polis mucho más inteligentes que tú. Pide información a los sheriffs de otros condados; un tipo como ese deja tantas huellas en el depósito de cadáveres como un choque en cadena un día de operación salida de vacaciones.

—Parks, es mi caso.

—Tu caso, tu condado, tu asesino. Pareces un crío retrasado que le da la vuelta a una cortadora de césped en marcha para ver si también puede cortar las uñas.

Silencio.

—¿Sigue sin haber cadáveres? —Estamos buscando.

—Te doy tres días.

—¿Y luego?

—No tendré más remedio que alertar a los federales.

—Vete a tomar por culo, agente especial Marie Megan Parks.

Primera conversación con Bannerman. Como arar en el mar. La noche anterior, Marie había cenado con él. Había llegado antes de la hora acordada, el tiempo justo para tirar discretamente de la lengua a Abigaïl antes de que llegara el sheriff. No había mucho que averiguar, aparte de que Patricia Gray, la segunda víctima, trabajaba de camarera en el Twister, un club nocturno de los alrededores. Cling. Mary-Jane Barko: camarera en el Campana, un bar de Hattiesburg. Dorothy Braxton y Sandy Clarks, víctimas números tres y cuatro, camareras en el Big Luna Drive y en el Sergeant Halliwell respectivamente. Cuatro chicas que trabajaban en cuatro bares nocturnos del condado de Hattiesburg. ¿De qué se trataba, entonces? ¿De un asesino de camareras? Después de todo, ¿por qué no? ¡Mierda! Con la cantidad de restaurantes, bares y clubes nocturnos que había en la región, si de verdad se enfrentaban a un maníaco de las camareras, iban a tener que excavar un cementerio del tamaño de un campo de béisbol.

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