Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
Marie sigue el sendero hasta el pie de un viejo roble, donde las huellas se interrumpen. Ahí es donde el asesino se ha apartado del camino. Ve a través de los árboles una iglesia en ruinas. Algunas cruces de piedra cubiertas de musgo emergen de la bruma. Desenfunda su arma y saca el cargador para verificar que está lleno. Colocadas en su depósito, las balas brillan débilmente en la penumbra. Marie quita el seguro. No puede seguir corriendo, pero todavía puede disparar. Una vocecita le susurra que un arma es completamente inútil contra un asesino de ese tipo. Se niega a escucharla. Después de atar una brizna de lana roja a una rama, se aparta del sendero y se aventura bajo los árboles.
La bruma rodea a Marie. Ruido de chatarra. Uno de sus pies acaba de engancharse en un alambre de espinos. Aparta el obstáculo de una patada, rodea un seto de zarzas y llega a una alameda que serpentea entre las ruinas. Viejas piedras lisas cubiertas de musgo. Los pasos de Marie resuenan sobre las baldosas. Acaba de llegar al atrio de la iglesia; cruza el cúmulo de escombros que marca el lugar donde se alzaba el pórtico. Un viejo Cristo comido por la herrumbre la mira pasar.
En el interior, un resto de estructura ennegrecida deja penetrar el resplandor de las estrellas. El suelo está alfombrado de bancos carbonizados y reclinatorios carcomidos. Huele a moho y a carbón vegetal. Marie cierra los ojos y capta el eco lejano de los gritos que todavía invaden el lugar. Se acuerda de un viejo artículo de periódico que encontró en el desván de sus padres. Navidad de 1926. La noche en que la estructura se derrumbó sobre los asistentes durante la misa mayor; trescientos fieles entonaban el avemaría en el momento en que la vieja caldera de la iglesia explotó. Las llamas se propagaron a las colgaduras de terciopelo que cubrían los muros; luego, la hoguera devoró la estructura antes de caer sobre la multitud. Hombres con levita y mujeres empolvadas pasaron por encima de los ancianos para precipitarse hacia las pesadas puertas de roble, que el vigilante del cementerio había cerrado con pestillo a fin de evitar que los niños armaran jaleo en el atrio. El griterío de las almas calcinadas.
Marie abre los ojos. Los gritos han cesado. Oye que el viento silba a través de la estructura. Un montón de hojas secas forma un remolino entre los reclinatorios volcados. Silencio.
Avanza entre los escombros de la iglesia. El haz de luz de su linterna barre el suelo cubierto de hollín, de trozos de chatarra, de cadáveres de murciélago y de fragmentos de cristal. De pronto, unas gotas de sangre fresca sobre la piedra. Marie se concentra y capta un murmullo de agua lejano; agua de lluvia que fluye en las profundidades. Rodea el coro y se dirige hacia una especie de rectángulo oscuro que se recorta al fondo de la iglesia. Una colgadura…, ahí es donde las gotas de sangre se interrumpen. Marie la aparta con la yema de los dedos y apunta con la linterna hacia el otro lado, pero las tinieblas son tan densas que el haz de luz tiene dificultades para iluminarlas. No obstante, Marie distingue una escalera que desciende en la oscuridad. Se inclina y recibe, como si fuera un puñetazo, el soplo mohoso que escapa de las profundidades. Incienso y carne muerta, el aliento de las tumbas antiguas. Un hedor dulzón que le revuelve el estómago. Lucha un instante contra el terror que se apodera de su mente. Sobre todo, no debe ceder a ese miedo. El auricular chisporrotea, y la voz de Bannerman suena en sordina, lejana y entrecortada.
—Marie…, hemos llegado al claro… ¿Dónde están las señales?
Chisporroteo. Interferencias.
—¡Joder, Marie!, ¿en qué dirección has ido?
Marie susurra en la radio:
—He encontrado una escalera.
—¿Qué? Te recibo muy mal. ¿Qué dices que has encontrado?
—Una escalera en las ruinas de una iglesia.
—Pero, por el amor de Dios, Marie, ¿dónde has puesto las señales? Tienes que parar y esperarnos. Hay algo que no encaja. Es demasiado sencillo.
Bannerman se ha puesto a correr. Busca una señal del paso de Marie; no la encuentra. Sin aliento, grita a través de la radio:
—¡Mierda, Marie, es una trampa! ¿Me oyes? ¡Estoy seguro de que es una maldita trampa!
Pero ella ya no lo oye. La vieja colgadura polvorienta se ha cerrado a su espalda.
Marie baja los peldaños con cuidado para no resbalar. A su alrededor, el aire, inmóvil, tan denso que tiene la impresión de respirar a través de una bolsa de plástico, está saturado a causa del hedor de la carne muerta. Hace calor. Unas gotas de agua repiquetean en el silencio.
Marie oye en la oscuridad cosas que se mueven, se reúnen y se acercan. Sus dedos rozan las paredes. Se estremece al tocar unas telarañas. Cierra los ojos y tararea una cancioncilla para no ceder al pánico. Un ruido encima de ella, un frufrú. El rascar de innumerables patitas articuladas que corren por el techo. Levanta la cabeza en el momento en que una cosa velluda aterriza sobre su cara y se agarra a ella. Unas patas duras y sedosas se agitan sobre sus labios, le arañan la mejilla. Marie reprime un grito y da un manotazo al bicho, que se suelta. Luego apoya la punta del pie en el peldaño siguiente y nota que la suela se hunde en algo blando. La cosa se retuerce bajo su pie antes de reventar como un fruto maduro. A Marie se le hiela la sangre. Algo hormiguea en el techo y bajo sus pies: cuerpos blandos y pegajosos que tratan de agarrarse a su pelo, patitas duras que corren por las paredes para morderle las manos. Un nido de tarántulas. Avanza sobre las arañas que pululan por los peldaños y profiere gemidos de terror agitando los brazos para quitarse de encima las que se agarran a sus muñecas. Devoradoras de cadáveres. Sobre todo, no caer.
A medida que baja, el olor de cadáver en descomposición se intensifica. Las paredes parecen moverse bajo sus dedos mientras puñados de parásitos se acumulan en sus mangas. Ha llegado a las entrañas de la Tierra. La Tierra que devora a los hombres. Tiene la impresión de que lleva horas allí, ni siquiera sabe ya si sube o si baja. Pero ¿cómo puede alguien perderse en una escalera?
Bajo sus pies, el suelo se vuelve plano. Marie acaba de llegar a una especie de galería subterránea. El pavimento es liso y está embaldosado. Aprieta el paso para alejarse lo más deprisa posible de la boca oscura de la escalera. A lo lejos, ve la luz amarilla de una antorcha.
Dejándose guiar por esa luz como una mariposa en las tinieblas, avanza a tientas por la galería. El olor de pudridero se vuelve cada vez más asfixiante. Marie tiene la sensación de que avanza en medio de una espesa niebla que impregna su ropa y gotea hasta el fondo de su garganta.
A medida que se acerca al halo de la antorcha, empieza a distinguir el brillo de la humedad en el suelo y el grisáceo de las paredes. También distingue la cabellera que forman las raíces que se han abierto paso a través de las piedras del techo. Al bajar los ojos, ve unas gotitas de sangre fresca sobre las baldosas. Por eso las arañas estaban desenfrenadas: han percibido toda la sangre que manaba de Rachel mientras el asesino la transportaba por la escalera; han percibido ese olor de carne fresca y se han precipitado sobre ella para beberla. Marie está temblando. Sabe que las arañas no la dejarán salir.
Ya está, por fin ha llegado a la luz. Al final de la galería, una puerta de calabozo provista de pesadas barras de hierro. Marie la empuja. La puerta chirría al girar sobre sus goznes. Y la antorcha oscila al recibir la corriente de aire templado que escapa por el hueco.
Marie acaba de entrar en una amplia cripta. El resplandor vacilante de cientos de velas medio fundidas proyecta unas sombras alargadas que parecen flotar sobre las paredes.
Todavía cegados por la oscuridad de la escalera, los ojos de Marie empiezan a acostumbrarse a la movediza penumbra de la cripta. Frente a ella, una nave pavimentada con mosaicos, y a uno y otro lado, dos hileras de bancos de madera. Entrecerrando los ojos, Marie distingue unas formas sobre los reclinatorios. El corazón le da un vuelco: hay personas arrodilladas en la cripta, inclinadas, con las manos juntas, desplomadas las unas sobre las otras. Son cadáveres descompuestos de cabellos largos y uñas ganchudas, notables con levita y ancianas resecas que llevan bolsos de mano, rosarios y misales polvorientos. La misa de los difuntos. De aquí procedía el pestilente hedor.
Marie recorre la nave central. Sus pasos resuenan en el silencio, sus manos tiemblan. Se ha equivocado: ese asesino no es un señor de las muñecas, es un religioso, un asesino místico. La voz de Dios. Levanta el percutor del arma y retrocede de espaldas para escrutar mejor la penumbra. A medida que avanza por la nave, observa que los cadáveres que encuentra están mejor conservados. Carne negra arrancada del silencio de las sepulturas.
Nubes de insectos zumban en la claridad vacilante de las velas. Marie levanta los ojos y se queda petrificada. Enjambres de moscas dormidas cubren las bóvedas de la cripta, mientras que otras succionan los cadáveres. Pero eso no es todo, hay también cinco cruces gigantes pegadas a las paredes que quedan detrás del altar. Una, vacía e iluminada por antorchas, en el centro. Dos a cada lado de esa, rodeadas de moscas.
Marie se ha quedado inmóvil al pie del altar, sin conseguir apartar la mirada de las cuatro formas humanas clavadas en las cruces. Las antorchas iluminan sus rostros: Mary-Jane Barko, Patricia Gray, Sandy Clarks y Dorothy Braxton, las cuatro desaparecidas de Hattiesburg. A juzgar por su estado de descomposición, las mataron el mismo día de su desaparición.
Un gemido en las tinieblas. Marie se vuelve y ve una forma desnuda arrodillada en el primer banco, que, salvo por esta presencia, está vacío. Los demás bancos están llenos de muertos que se apretujan para escuchar el silencio.
Marie se acerca. Es Rachel, con la frente apoyada en las manos, pegada al montante de madera del reclinatorio. Se acerca un poco más, toca los cabellos de Rachel. Las ondas rubias se enrollan en sus dedos y caen sin hacer ruido, como si fuera el pelo de una muñeca. Rachel ha pasado tanto miedo que se le cae el cabello. Sus hombros se mueven. Levanta la cabeza. Marie se muerde los labios. Las órbitas están vacías; solo son dos agujeros sangrientos que contemplan la negrura. Su vocecita aterrorizada resuena en la oscuridad.
—Papá, ¿eres tú?
—Rachel, soy yo, Marie.
—¿Marie? Ah, Marie, no te veo.
Sin dejar de barrer las tinieblas con su automática, Marie dice «chisss…» junto al oído de Rachel. Luego le pasa un brazo alrededor de los hombros e intenta levantarla. Rachel deja escapar un sollozo de dolor. Entonces Marie comprende. Ve los clavos hundidos en las muñecas y en los codos de Rachel, los clavos oxidados que atraviesan sus tibias y sujetan sus piernas al reclinatorio. Unos clavos de cabeza ancha hundidos en la madera.
—Dios mío, Rachel… ¿Quién te ha hecho eso?
—Caleb.
—¿Caleb? ¿Así es como se llama?
Un silencio. Marie susurra.
—Rachel, ¿dónde está ahora Caleb?
Las órbitas vacías escrutan a Marie. Rachel quiere decir algo y Marie ve sus dientes partidos entre sus labios. Rachel llora. No, ríe, y es una risa que a Marie le hiela la sangre. Rachel ha perdido la razón.
—Va a matarte, Marie. Va a cogerte y a matarte. Pero antes te clavará a mi lado. Te clavará y rezaremos juntas. Rezaremos eternamente para él. Ya viene Marie. Está ahí.
Marie tiene el tiempo justo de volver la cabeza y ver la inmensa silueta que surge de las tinieblas. Luego, un golpe en la nuca hace que las piernas le fallen. Un destello blanco. Rachel ríe. Ha apoyado la frente en las manos. Sus labios se mueven, se diría que está rezando. El auricular de Marie chisporrotea. Entrecortada por las interferencias, la voz de Bannerman suena una última vez. Marie tiene el tiempo justo de conectar el localizador escondido en su bolsillo antes de que el resplandor danzarín de los cirios se desdibuje.
Silencio. Marie tiene la impresión de flotar en las profundidades de un océano. Lejos, muy lejos por encima de ella, las aguas azules titilan. La superficie con el sol arriba, como un punto brillante a través de un cristal. Tan lejos…
Se sumerge en las profundidades inmóviles. Tiene frío. El resplandor azulado se difumina, las tinieblas la envuelven. Sus terminaciones nerviosas se desconectan una tras otra. Ninguna sensación puede turbar ya su mente. Tragos de agua negra se adentran en su boca e inundan sus pulmones. Su corazón ya casi no late. Ningún otro ruido, ninguna otra inspiración. Marie está muriéndose.
El amanecer. Sin aliento, los hombres del sheriff acaban de llegar a las ruinas. Cuando se han dado cuenta de que Marie se dirigía directamente a la boca del lobo, han echado a correr para alcanzarla. Han dejado que los perros abran el camino, grandes Saint-Hubert de caza, que han ladrado como locos olfateando el olor de la joven. Igual que cuando cazan ciervos, Bannerman y sus hombres han corrido detrás de ellos, animándolos con la voz y alargando las traíllas. No han escatimado esfuerzos, sudando y jadeando entre las zarzas y los helechos.
Al llegar al centro del claro, la jauría se ha detenido junto a la mesa donde la joven se había sentado. Bannerman ha buscado en vano las señales que Marie debería haber dejado tras de sí. Uno de los perros, con el rabo bajo y el lomo tembloroso, ha olido el rastro del asesino. Luego la jauría se ha lanzado tras una pista más reciente, que el perro que va en cabeza acaba de encontrar entre los árboles. Un sendero arenoso, una brizna de lana roja, unas ruinas a lo lejos. Bannerman y sus hombres nunca han corrido tanto, pero han llegado demasiado tarde. Lo presienten por los murmullos del bosque, por la densidad del silencio y los lamentos del viento en las cimas. Marie ya no está allí.
Sin aliento, el sheriff se apoya en un muro bajo y levanta de nuevo el walkie-talkie.
—Marie, ¿me oyes?
Bannerman suelta el botón de emisión. Interferencias. Chisporroteo. Pero el silencio continúa. Consulta su reloj; hace demasiado rato que no contesta. Todo ese embrollo por unas gilipolleces de médium.
Cuando Rachel desapareció, a Bannerman se le fundieron los plomos. Confió en que la chica estuviera todavía viva y Marie pudiera salvarla. Así que dejó que se adentrara en el bosque, le dio media hora de ventaja y luego se puso en marcha; era como si la hubiera llevado él mismo al matadero o le hubiera disparado en la sien. Iba a tener que vivir con eso. Como esos automovilistas distraídos que atropellan a un niño en un paso cebra y se despiertan todas las noches gritando. Él verá a Marie una y otra vez en sus sueños; Marie adentrándose en el bosque, su silueta en movimiento difuminándose entre los árboles, su voz diluyéndose en las tinieblas.