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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (15 page)

Hasta entonces, dado que esos crímenes rituales habían tenido lugar en los conventos más alejados, el Vaticano había conseguido silenciar el asunto. Pero esa situación no duraría. Camano lo sabía. El modus operandi de esos asesinatos era uno de los indicios proféticos descritos en los archivos de la Congregación de los Milagros, la señal de que los Ladrones de Almas habían regresado.

Así pues, Camano había enviado a sus legionarios allí donde, según sus servicios de información, los asesinatos de recoletas se multiplicaban de forma inquietante. Desde entonces, disimulando su impaciencia, esperaba.

* * *

En eso piensa el cardenal Camano mientras cruza el puente Sant'Angelo. En un momento en que se ha detenido para contemplar las aguas del Tíber, su teléfono móvil suena. Es monseñor Giuseppe, su protonotario apostólico. El tono de voz del anciano es, pese a la fortaleza que lo caracteriza, el de alguien que acaba de ver al Diablo.

Sosteniendo sin pestañear la mirada de los ángeles de piedra que vigilan el puente, Camano escucha. El FBI acaba de encontrar a cuatro jóvenes asesinadas en los alrededores de Hattiesburg, en Maine: Mary-Jane Barko, Patricia Gray, Sandy Clarks y Dorothy Braxton, cuatro religiosas de la Congregación de los Milagros, que Camano había enviado hacía unas semanas a investigar unos asesinatos de hermanas recoletas en Estados Unidos.

—¿Eso es todo?

—No, eminencia. El FBI ha conseguido matar al asesino. Era un monje.

Con los ojos cerrados, Camano pide a su protonotario que le detalle la forma de los crímenes. Su corazón empieza a latir con fuerza. Al igual que las recoletas, cuya suerte debían investigar, las jóvenes religiosas habían sido torturadas y crucificadas, y la inscripción INRI estaba grabada con hierro candente en la carne de su torso.

Con un sabor de sangre en la boca, el cardenal cuelga. Ya no tiene elección. Debe informar urgentemente a Su Santidad de que una de las peores profecías de la Iglesia está a punto de cumplirse. ¡Y debe hacerlo unas horas antes del inicio del Concilio Vaticano III! Cientos de cardenales y de obispos están convocados desde hace semanas para una de las mayores asambleas de la cristiandad, encargada de decidir sobre el dogma y el futuro de la Iglesia. Cientos de prelados con vestiduras rojas han empezado a llegar del mundo entero y se apoderan poco a poco de la plaza de San Pedro y de los interminables pasillos del Vaticano.

Camano hace una discreta seña en dirección a la limusina que lo sigue a cierta distancia. Justo antes de subir a la parte trasera, se vuelve hacia la estatua del arcángel san Miguel que protege la fortaleza de los papas. A la luz del alba, la lanza que empuña el primer caballero de Dios parece que se haya sumergido en una cuba de sangre fresca. El cardenal ya no puede permitirse dudar.

Capítulo 50

Sostenida por Bannerman, Parks pestañea a la luz blancuzca de los tubos de neón. Cubierto con una sábana, el cuerpo de Caleb se halla tendido sobre una mesa de disección, donde se disponen a oficiar los doctores Mancuzo y Stanton, los dos mejores investigadores del FBI especializados en muertes violentas, repentinas o sospechosas. Marie ya ha trabajado con ellos en diversos casos en que los forenses no habían conseguido hacer hablar a los cadáveres. Gracias a Mancuzo y a Stanton, una decena de asesinos en serie dormían ahora en la cárcel o en un ataúd de plomo. Lo habían logrado simplemente disecando órganos y analizando muestras de sangre. El misterio de las hormonas y de los restos celulares…

Mientras Mancuzo se pone el mono, la mascarilla y las gafas de plástico, Stanton descubre los restos de Caleb. Parks se pone rígida al ver el rostro del hombre que ha estado a punto de matarla, o más exactamente lo que queda de su rostro destrozado por las balas de los francotiradores. Un orificio de salida ha reventado el ojo derecho, otro ha hecho estallar el hueso temporal. Un impacto de gran calibre en el occipital ha hundido y desprendido la caja craneana. Las dos últimas balas, disparadas a quemarropa sobre la oreja, han destrozado la mandíbula de Caleb, de manera que solo se distingue de sus facciones un ojo azul, un trozo de frente, una mejilla y la mitad de la nariz. El resto de la cara se reduce a un magma de carne viva del que emergen fragmentos de huesos y de dientes.

Caleb es menos alto de lo que Marie había imaginado, pero más corpulento. Unos músculos gruesos como maromas, unas piernas de leñador, unos brazos de jornalero y un torso de herrero. Sólo años de arduos trabajos habían podido forjar un hombre de una fuerza tan descomunal.

La mirada de Marie recorre el cuerpo de Caleb. Su sexo reposa sobre la maraña negra de su pubis. Un trozo de carne de tal grosor que Marie se queda sin respiración; hasta en la muerte, Caleb desprende brutalidad. Pero no es solo esa corpulencia de ogro ni ese sexo de violador lo que aterrorizan a Parks. Hay otra cosa que no encaja. Algo tan evidente que a Marie le cuesta verlo. Hasta que sus ojos no se concentran en la piel del asesino, no se da cuenta de que Caleb está envejeciendo. «Ya está, Marie, ya empiezas a desbarrar otra vez».

Y sin embargo… A primera vista parece que el cadáver de Caleb se pudre más rápidamente que los demás. Mirándolo bien, en lugar de descomponerse, su piel se marchita y empieza a secarse como cuero mal conservado.

Marie contempla las manos de Caleb, esas manos que conoce tan bien por haberlas visto de cerca mientras la clavaban en la cruz. Las uñas del asesino parecen haber crecido, a semejanza de las de esos difuntos a los que se desentierra a veces unos meses después del entierro. Se estremece y se muerde los labios; está segura de que el pecho del muerto se ha movido. Un movimiento casi imperceptible. Se queda paralizada mientras la mano del asesino empieza a levantarse.

—¿Estás bien, Marie?

Se sobresalta al notar que los dedos de Bannerman se cierran sobre su hombro. Abre los ojos. La mano de Caleb ha caído de nuevo sobre la mesa de hierro. Su pecho parece inerte.

«Dios mío, Caleb no está muerto…»

Capítulo 51

Al llegar a los pasillos principales del palacio pontificio, el cardenal Camano estrecha la mano que le tiende blandamente monseñor Dominici, el secretario particular del Papa y también su confesor. Dominici hace una mueca mientras el apretón del cardenal le machaca los dedos. Camano clava la mirada en los ojos ambarinos del confesor. El hombre más odiado del Vaticano no es ni el Papa ni ningún cardenal de la todopoderosa curia, sino ese bajito gordinflón que recibe las confidencias más secretas del jefe supremo de la Iglesia.

Camano afloja la presión de su mano y dirige una sonrisa carente de alegría a Dominici.

—Dígame, monseñor, ¿cómo se encuentra esta mañana Su Santidad?

—El Papa está preocupado, eminencia. Le pediría que fuese breve, porque es un anciano enfermo y cansado.

—Dios también. Y sin embargo, reina.

—Aun así, temo por su salud y voy a recomendar que aligeren su agenda.

—¿En pleno concilio y con los problemas a los que nos enfrentamos? Eso es tanto como pedir al comandante de un navío que vaya a descansar mientras el agua inunda las bodegas.

—Eminencia, me parece que no lo entiende. Su Santidad es muy mayor y ya no puede soportar la misma carga de trabajo que al principio de su pontificado.

Camano reprime un bostezo.

—Me aburre usted, Dominici. Los papas son como los coches viejos: los usas mientras puedes y esperas a que fallen para comprar otro. Así que alivie su alma tanto como considere útil y deje a Dios y a los cardenales de la curia la tarea de disponer del resto.

Camano deja plantado al confesor y hace una seña con la cabeza a los guardias suizos, que descruzan las alabardas. Inmediatamente después de cerrar a su espalda las puertas de los aposentos del Papa, se queda sobrecogido por el silencio y la oscuridad del lugar. El sol que se alza sobre la plaza de San Pedro difunde una luz rojo sangre a través de los pesados cortinajes de terciopelo. De pie a contraluz delante de la ventana, Su Santidad contempla el amanecer que ilumina las cúpulas del Vaticano. Dominici tiene razón al menos en un punto: el Papa parece al límite de sus fuerzas.

Un crujido en el entarimado hace que Camano se detenga. Los hombros del Papa se estremecen ligeramente, como si acabara de detectar su presencia justo en ese momento. Camano ve cómo olfatea el aire. Luego, la voz cascada del anciano se eleva en la penumbra:

—Parece, querido Oscar, que no pierde usted su afición a ese tabaco rubio de Virginia.

—Es una lástima que no sea un pecado, Santidad.

Un silencio. El Papa se vuelve lentamente. Su rostro presenta un aspecto tan grave y arrugado que Camano tiene la impresión de que ha envejecido diez años en una sola noche.

—Bien, amigo, ¿qué noticias tenemos esta mañana?

—Dígame primero cómo se encuentra.

Su Santidad deja escapar un profundo suspiro.

—¿Qué puedo decir, aparte de que soy viejo, de que pronto moriré y de que estoy impaciente por saber por fin si Dios existe?

—¿Cómo puede dudar de eso, Su Santidad?

—Con la misma facilidad con la que creo. Porque Dios es el único ser que no necesita existir para reinar.

—¿San Agustín?

—No. Baudelaire.

Un silencio. Camano se aclara discretamente la garganta.

—Las noticias no son buenas, Santidad. Están produciéndose milagros y manifestaciones satánicas en todo el mundo.

—¿Señales proféticas?

—Algunas religiosas de la orden de las hermanas recoletas han sido asesinadas en los últimos meses, y también han matado a las cuatro agentes de la Congregación de los Milagros que habíamos enviado a Estados Unidos para investigar esos crímenes.

—¿Y…?

—El FBI ha conseguido matar al asesino. Se trata de un monje que presenta signos satánicos grabados en los antebrazos. Las llamas del Infierno enmarcando las letras INRI. El símbolo de los Ladrones de Almas.

—¡Señor, no es posible!

Camano se apresura a sujetar al Santo Padre, al que la noticia ha hecho tambalearse. Apoyándose en el brazo del cardenal, el anciano camina hasta su lecho y, con muchas dificultades, consigue sentarse.

—Santidad, ¿sabe usted por qué los Ladrones de Almas asesinan a las recoletas?

—Qui… quieren recuperar un evangelio que la Iglesia perdió hace más de setecientos años.

—¿Qué hay en ese evangelio?

Una sombra cruza por el semblante del Papa.

—Santidad, necesito saber a qué enemigo me enfrento. De lo contrario, no tendré ninguna posibilidad de combatirlo.

—Es una vieja historia.

—Le escucho.

Capítulo 52

Mancuzo sopla en el micrófono conectado a la grabadora que acaba de sujetarse a la cintura. Un indicador verde se enciende en el aparato. Se pondrá en rojo cuando la cinta esté a punto de llegar al final. Mientras Stanton prepara los microscopios y las centrífugas, la voz de Mancuzo resuena en la atmósfera refrigerada.

—Examen post mórtem del asesino de Hattiesburg. Hospital Liberty Hall de Boston. La autopsia será efectuada por los doctores Bart Mancuzo y Patrick Stanton para el sheriff del condado de Hattiesburg y el fiscal general del estado de Massachusetts. Hago constar que Stuart Crossman, director del FBI, ha ordenado expresamente la clasificación de este caso como secreto federal. Por tanto, esta grabación deberá ser transcrita por una persona habilitada para este nivel de confidencialidad.

Mancuzo se aclara la garganta mientras la voz grave y aplicada de Stanton toma el relevo.

—La finalidad de este examen post mórtem no es establecer las causas de la muerte, puesto que estas no ofrecen ninguna duda, sino reunir todos los elementos útiles para identificar al individuo, así como para comprender sus motivaciones para asesinar a las víctimas.

El chisporroteo del flash y el silbido de las baterías subrayan sus palabras; Stanton hace varias fotos de los orificios de salida abiertos por las balas que los hombres del FBI habían disparado en la cripta.

—El sospechoso presenta sesenta y siete impactos de entrada y sesenta y tres orificios de salida desigualmente repartidos por todo su cuerpo. La mayoría de estos impactos han sido provocados por proyectiles subsónicos pesados calibre 9 mm y por balas calibre 5,56 desde una distancia de treinta y cinco metros. Los demás, concentrados en los hemisferios cerebrales y el tronco medular, han sido provocados por calibres 45 Magnum y 9 mm Parabellum en disparos seguidos, cortos y cercanos.

—Balas blindadas —masculla Mancuzo, introduciendo un dedo en los dos últimos orificios craneales—. ¡Eh, Parks!, ya puestos, ¿por qué tus muchachos no utilizaron bazucas?

Parks cierra los ojos mientras oye el ruido que hacen los dedos de Mancuzo en el interior del cráneo de Caleb. El oficial explora los orificios mientras Stanton coge el material para cortar. Como los dedos de Mancuzo salen de vacío de la herida, este coge unas pinzas para llegar más adentro. Cuando el instrumento vuelve a salir al aire libre, Parks ve brillar el fragmento de bala blindada que el oficial ha conseguido extraer.

—Muy bien, los doctores Mancuzo y Stanton están de acuerdo en suspender aquí el examen de las causas de la muerte y concentrarse en las investigaciones post mórtem ampliadas.

Mancuzo y Stanton encienden las pantallas luminosas en las que sus ayudantes han colocado una hilera de radiografías del esqueleto y de lo que queda de la mandíbula de Caleb. La pantalla de la izquierda parpadea porque uno de los tubos de alimentación se niega a funcionar. Mancuzo da unos golpecitos sobre la superficie acristalada. El tubo chisporrotea y a continuación se enciende. Voz de Stanton:

—Examen de las radiografías efectuadas a H+4 después de la muerte. Radiografías maxilares y dentales. En las zonas no afectadas por los impactos, observamos descarnaduras importantes, así como una ausencia significativa de cuidados. Los dientes observables no presentan ni fundas ni empastes, lo que permite pensar que el sujeto no cruzó jamás la puerta de un dentista. Observamos también la ausencia de redondeamientos y de melladuras que se encuentran en los individuos que comen alimentos duros, así como una musculatura maxilar bastante débil para un sujeto de esta corpulencia. Lo que parece demostrar que el sujeto era esencialmente vegetariano.

Manipulando el gancho y las pinzas en el interior de la boca del cadáver, Mancuzo completa la exposición de Stanton:

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