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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (19 page)

BOOK: El evangelio del mal
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—¿Por qué iban a hacer una cosa así?

—Porque son unos fanáticos y porque han decidido adueñarse de la Iglesia, no para hacerse con el poder sino para destruirla desde el interior. Sin embargo, saben que solo podrán conseguirlo después de tomar el control del Vaticano y elegir a uno de los suyos para que ocupe el trono de san Pedro. En ese momento podrán revelarlo todo. Y para ello, antes deben recuperar el evangelio de Satán, pues contiene todas las pruebas que necesitan.

—Nadie les creerá.

—¿Está seguro? ¿No era usted quien decía hace un momento que si el Papa dice que algo es verdad, ese algo es verdad?

—Sí, siempre y cuando vaya en el sentido de las Escrituras.

—Desengáñese, Oscar, las Escrituras no son más que papel y tinta. Si un papa de la cofradía del Humo Negro abriera el evangelio de Satán en plena celebración de la eucaristía y revelara su contenido a la masa de fieles, le juro que le creerían y que su fe se evaporaría en unos segundos.

El Papa ha cerrado los ojos. Su pecho se eleva tan ligeramente que a Camano le parece que está extinguiéndose. Al cabo de un momento, el anciano susurra:

—Bien, Oscar, ¿qué propone que hagamos?

—En lo concerniente a los asesinatos de las recoletas, la noticia no tardará en difundirse y no podemos hacer nada para evitarlo. En cuanto a los milagros y a las manifestaciones satánicas, de momento controlamos a los medios de comunicación que preguntan continuamente cuál es la posición oficial de la Iglesia. Convocaremos una rueda de prensa para ganar tiempo; explicaremos que el concilio estudiará esos misterios a fin de averiguar si proceden de Dios o de mecanismos ajenos a nuestro ámbito de competencia.

—Tiene razón. Por lo que sabemos, Nuestro Señor no nos desea ningún mal. Así que debemos concentrarnos en las manifestaciones satánicas. Porque, si efectivamente se trata de posesiones colectivas y no de ataques de histeria, debe de existir un foco principal a partir del cual el mal se propaga.

—¿Una posesión suprema?

—¡Quiera el Cielo que no sea eso!

Tras una pausa, Camano pregunta:

—Y en lo que se refiere al evangelio y el cráneo de Janus, ¿cuál es su decisión?

—Hay que volver a empezar a investigar desde cero. Tenemos que hacer lo imposible para recuperar esas reliquias antes que los Ladrones de Almas y destruir las pruebas de la mentira. Ponga inmediatamente a sus mejores legionarios a trabajar en este asunto.

—Ya lo he hecho, Santidad.

—¿A quién ha recurrido?

—Al mejor de todos: el padre Alfonso Carzo, un exorcista al que yo mismo he formado. Sabe distinguir el olor de los santos del hedor de Satán. Si alguien puede encontrar la fuente del mal que se extiende es él.

Cuarta parte
Capítulo 60

Territorio de los indios yanomami,

en el corazón de la selva amazónica

Catorce horas antes, el padre Alfonso Carzo había llegado a la misión católica de São Joachim de Pernambuco, perdida en lo más profundo de la jungla amazónica. Allí, sin desvestirse ni pronunciar una sola palabra, se había dejado caer sobre una hamaca en la que seguía sumido en un sueño cercano a la muerte. A su alrededor, la selva virgen se hallaba en un profundo silencio.

Hacía tres semanas que la Congregación de los Milagros enviaba al padre Carzo de una punta a otra del planeta para ocuparse de los casos de posesiones satánicas que no cesaban de producirse. Tres semanas durante las cuales había acumulado noches en vela en vuelos de larga distancia y hoteles sórdidos. Tres semanas observando los signos y acosando a legiones de demonios cuyo inusual poder auguraba que las fuerzas del Mal estaban despertando.

Todo había empezado, casi silenciosamente, con los estigmas de la Pasión de Cristo que habían aparecido en el cuerpo de monjes y religiosas de edad indeterminada. Luego, en diversos lugares del mundo, imágenes de la Virgen se habían puesto a derramar lágrimas de sangre en las iglesias y los crucifijos habían comenzado a arder durante las misas. Después se habían producido milagros, apariciones y curaciones inexplicables. Dado que el número de manifestaciones satánicas también se había disparado y que los casos de posesión se multiplicaban en proporciones inquietantes, una mano anónima había marcado el número de Nuestra Señora del Sinaí, un convento cisterciense encaramado en las colinas de San Francisco, donde el padre Alfonso Carzo había establecido su cuartel de gran viajero.

Nuestra Señora del Sinaí no era un convento como los demás; sus muros, que ningún visitante cruzaba jamás, delimitaban una casa de reposo donde una cincuentena de exorcistas se habían retirado después de que su sacerdocio contra las fuerzas del Mal hubiera agotado precozmente su mente y su organismo. Estos residentes tenían en común haber combatido contra los arcángeles del Infierno y haber estado ellos mismos poseídos al menos una vez en el transcurso de su ministerio. La contaminación por contacto: el brazo del poseído escapaba bruscamente de la sujeción de las correas y te agarraba del cuello. Era siempre al final del exorcismo cuando esa contaminación amenazaba con producirse, el momento en el que el demonio se volvía peligroso. Un aluvión de alaridos salía entonces de la habitación donde el soldado de Dios estaba oficiando contra la Bestia; en la mayoría de los casos sus ayudantes lo encontraban inanimado, con el pelo canoso y el rostro arrugado como consecuencia de lo que había visto. Eso es lo que les había sucedido a todos los residentes de Nuestra Señora del Sinaí. Desde entonces, esos ancianos temblorosos conservaban en el fondo de los ojos el recuerdo aterrador de esa intimidad forzada con el Demonio: almas muertas cuyo envoltorio se confiaba a los atentos cuidados de las religiosas de Nuestra Señora del Sinaí.

La Congregación de los Milagros recurría al padre Carzo cuando un caso de posesión escapaba a todo control. Eso había sucedido tres semanas atrás, mientras él, sentado en un banco, aspiraba el aire salado que soplaba de la bahía. Acababa de regresar de un viaje a Paraguay donde había exorcizado a un espíritu que afirmaba ser el gran demonio Astaroth, sexto arcángel del Infierno y gran príncipe de los huracanes. Once noches de lucha encarnizada, al término de las cuales Astaroth cedió de repente. Lo hizo incluso con demasiada facilidad, como si hubiera obedecido a una señal y el único objetivo de esa posesión hubiera sido atraer a Carzo al otro extremo de la Tierra. Un divertimento; esa era la sensación que el sacerdote había tenido mientras recogía su equipo de exorcista. Carzo montó en el primer avión con destino a San Francisco, donde encontró a sus ancianos y a sus palomas. Luego, el teléfono sonó.

Capítulo 61

Estaba sentado en el parque, rodeado de una decena de viejos exorcistas dormidos en un banco, cuando recibió la llamada del cardenal Camano. Hacía un poco de fresco y la luz del crepúsculo que traspasaba las nubes parecía una lluvia de sangre.

Mientras echaba el último puñado de arroz a las palomas que zureaban a sus pies, Carzo levantó los ojos hacia la anciana religiosa que se acercaba. Esta le tendió un teléfono inalámbrico. Tras dejar escapar un suspiro de irritación, adoptó el tono más neutro posible para saludar a su interlocutor.

—¿Qué, eminencia, nuestros legionarios siguen dejándose asustar por postigos que se cierran de golpe y puertas que chirrían?

—No, Alfonso. Esta vez se trata de algo más grave. Tienes que ponerte en camino lo más rápidamente posible.

Carzo notó que se agarrotaba.

—Le escucho.

—Hemos contado cincuenta posesiones satánicas que oponen resistencia al ritual exorcista del Vaticano II.

—¿Cincuenta?

—Por el momento.

—¿Cuáles son los síntomas?

—Los posesos presentan todos los estigmas de las fuerzas maléficas superiores. Están dotados del don de las lenguas, hablan con voces que no son las suyas y desplazan objetos.

—¿Su rostro y su cuerpo se transforman?

—Sí. También parecen poseer una fuerza sobrehumana. Y sobre todo…

—¿Sí…?

—Saben cosas que no deberían saber. Cosas sobre el más adelante y el más allá.

—¿Qué cosas?

—Las revelaciones de la Virgen en Medjugorje, en Fátima, en Lourdes y en Salem. Las que nunca hemos hecho públicas. Saben cosas, Alfonso. Saben cosas sobre el Infierno y sobre el Paraíso.

—Vamos, eminencia, los demonios no saben nada del Paraíso.

—¿Estás seguro?

Se produjo un largo silencio. Luego, la voz de Camano sonó de nuevo a través del auricular:

—Hay algo más grave. Todos los posesos presentan los mismos síntomas y repiten exactamente las mismas frases en la misma lengua. Sin embargo, no se conocen, nunca se han comunicado entre sí, viven en diferentes regiones del mundo. O, mejor dicho, vivían en diferentes regiones.

—¿Qué quiere decir?

—Son muertos, Alfonso. Todos murieron unas horas antes de que comenzara su posesión. Sus allegados estaban velándolos cuando se produjeron las primeras señales.

—Pero, eminencia, ¡usted sabe perfectamente que eso es imposible! ¡Las fuerzas del Mal no tienen el poder de resucitar ni de poseer a los muertos!

—Entonces, ¿por qué dicen que te conocen, Alfonso? ¿Por qué es contigo con quien quieren hablar? Contigo y con nadie más. Tienes que venir urgentemente. ¿Me oyes? Tienes que… venir…

—¿Eminencia…? Eminencia, ¿me oye?

El teléfono empezó a chisporrotear tan fuerte que Carzo se vio obligado a apartárselo del oído. Al cabo de un momento, el ruido dejó de oírse tan súbitamente como había empezado y un silencio mortal ocupó la línea. En el mismo momento, un viento glacial inclinó la copa de los árboles y un olor de violeta penetró en la garganta del exorcista. Un olor que Carzo conocía mejor que nadie.

—¿Eminencia?

—Quédate al margen de esto, Carzo. Sigue alimentando a tus palomas o me comeré tu alma.

A Carzo se le pusieron los pelos de punta al oír la voz muerta que acababa de sonar en el auricular.

—¿Quién eres?

—Ya lo sabes, Carzo.

—Quiero oírtelo decir.

Un concierto de rugidos respondió al exorcista, que se había quedado petrificado. Los alaridos de los posesos de Camano, que, atados a su cama, gritaban su nombre para atraerlo hacia ellos. En medio de ese mar de gritos, el exorcista captó voces que pronunciaban en latín, en hebreo y en árabe los nombres de los demonios de las tres religiones del Libro. Acto seguido, los viejos exorcistas dormidos en los bancos del parque levantaron la cabeza y otras voces que Carzo conocía perfectamente salieron de sus labios inmóviles:

—Mi nombre es Ganesh.

—Yo soy el Viajero.

—Loki, Mastema, Abrahel y Alrinach.

—Yo soy Adramelech, gran canciller de los Infiernos.

—Adag narod abaddon!
¡Yo soy el Destructor!

—Yo soy Astaroth, ¿te acuerdas de mí, Carzo?

—Belial, yo soy Belial.

—Mi nombre es Legión.

—Nosotros somos Alu, Mutu y Humtaba.

—Y nosotros somos Set, Lucifer, Mammon, Belcebú y Leviatán.

—Azazel, Asmoug, Ahrimán, Durga, Tiamat y Kingu. Estamos aquí. Todos estamos aquí.

Después de bajar la barbilla hacia el pecho, pareció que los ancianos sacerdotes se dormían de nuevo. Entonces sonó un «
clic
» en la línea. Carzo se disponía a colgar cuando observó que el cielo se cubría de extrañas nubes negras y que las palomas a las que había estado dando de comer hacía unos minutos eran ahora cientos, diseminadas sobre la hierba y los árboles del parque. Un ejército de aves silenciosas que soltaban excrementos y batían furiosamente las alas, rodeándolo poco a poco.

—¡Huya, padre! ¡Huya!

El grito de la anciana religiosa arrancó a Carzo de su parálisis. El exorcista levantó la vista y se dio cuenta de que lo que había tomado por una nube de tormenta era en realidad una compacta masa de estorninos que bajaban en picado hacia el parque y el convento. Mientras la santa mujer lo protegía con su cuerpo a modo de escudo, él subió los peldaños de la escalera de entrada.

En el mismo instante, el ejército de palomas se abalanzó sobre los ancianos dormidos y la monja que agitaba los brazos. Refugiado detrás de las ventanas del convento, Carzo vio cómo esa masa arremolinada de plumas y picos se abatía sobre su presa y oyó los gritos que la desdichada profería mientras los pájaros le reventaban los ojos. Con la boca llena de plumas, la religiosa cayó de rodillas y sus gritos se apagaron.

Carzo quiso ir a socorrerla pero una lluvia de proyectiles cayó sobre las ventanas del convento, un fragor de chasquidos sordos que al principio tomó por granizo. El sacerdote se quedó mirando fijamente el parque, que se oscurecía al cubrirse de cadáveres de estorninos que, como bolas de hielo, se abalanzaban contra los cristales y hacían saltar una lluvia de sangre cada vez que se producía un impacto. Entonces, al notar de nuevo que un repugnante olor de violeta le inundaba la garganta, Carzo comprendió que las puertas del Infierno estaban abriéndose.

Capítulo 62

La misión de São Joachim era un minúsculo punto negro en medio de la inmensidad de la selva virgen. Allí era donde el padre Carzo había ido a parar siguiendo la pista de los posesos de Camano, en ese extremo del mundo que todos habían designado como el lugar de la posesión suprema.

Carzo había aterrizado en la noche húmeda de Manaus, donde lo esperaba una piragua que remontó el curso del río Negro. De ese periplo, el exorcista solo conservaba unos recuerdos confusos: la bruma sofocante que reptaba sobre el río, el chapaleteo de las pagayas, las hordas de mosquitos, la fiebre y el miedo que le hacían tiritar… Y los gritos. Unos alaridos casi humanos que se elevaban desde la orilla. Luego, el silencio se había abatido sobre la selva a medida que se acercaban al territorio de la misión. Como si todos los animales estuvieran muertos o hubieran huido de alguna amenaza invisible.

Al ponerse el sol, Carzo había visto a un puñado de indios yanomami acechando su llegada desde un pantalán que avanzaba sobre las aguas fangosas del río Negro. Era allí, pues, donde finalmente sus pasos lo habían conducido, desde los rascacielos de San Francisco hasta ese embarcadero donde lo esperaba la Bestia.

No era la primera vez que Carzo visitaba a los yanomami, ni que consultaba a los chamanes de la tribu sobre los demonios de la selva y de los cursos de agua. También sobre las drogas que masticaban para ver cómo las almas muertas deambulaban por las tinieblas, sobre los poderes diabólicos del dios Jaguar, de las arañas venenosas y de los pájaros nocturnos. Fuerzas maléficas similares a las que el exorcista acosaba en el «mundo sin árboles», tan similares que en ocasiones Carzo utilizaba los encantamientos y las pociones de los yanomami para ahuyentar a sus propios demonios.

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