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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (45 page)

BOOK: El evangelio del mal
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Capítulo 135

Una vez informados los cardenales de que el cónclave va a empezar de manera inmediata, el cardenal camarlengo hace cerrar las pesadas puertas del Vaticano a fin de aislar a los prelados silenciosos de la multitud de fieles que continúa invadiendo la plaza de San Pedro. A continuación sitúa a la guardia suiza en la entrada de la basílica para canalizar la fila de peregrinos que van a arrodillarse ante los restos mortales del Papa, una fila interminable que se prolonga desde el puente de Sant'Angelo y que no cesará, pese a la llovizna romana, antes de varios días.

Abriéndose paso a través de la multitud, la inspectora Valentina Graziano acaba de llegar al edificio de los Archivos. Enseña su pase y cruza el cordón de guardias armados con alabardas que brillan bajo la lluvia.

En el interior, las bibliotecas y las estatuas están cubiertas con colgaduras negras. Valentina tiene la impresión de avanzar por un cementerio. Al verla acercarse, el oficial de guardia del rastrillo de los Archivos reservados hace que sus hombres crucen las alabardas. Luego alarga la mano para coger el pase que ella le tiende.

Mientras el oficial examina el documento, la inspectora se pregunta dónde ha visto antes esa cara de bulldog. Se pone tensa; ese coloso con jubón que mira con lupa el salvoconducto es el comandante de la guardia suiza del Vaticano en persona. Había visto su imponente silueta al lado del cardenal Camano cuando hizo su espectacular entrada en la basílica. Lo recuerda muy bien porque le pareció extraño que el comandante retrocediera para refugiarse en la oscuridad al acercarse ella. Como si no quisiera que memorizara su rostro. También es extraño que un oficial de su importancia pierda el tiempo junto al rastrillo de los Archivos cuando en la basílica han comenzado las ceremonias de recogimiento.

El comandante de la guardia mira de hito en hito a Valentina, que a duras penas consigue sostener su mirada; sus ojos son fríos y desprovistos de humanidad. Le indica con una seña que se quede donde está, descuelga un teléfono y se pone a susurrar. La joven desenvuelve un chicle y se lo mete en la boca para disimular su impaciencia. El coloso sabe perfectamente que el pase es auténtico porque él mismo lo ha refrendado. Eso significa que quizá intenta ganar tiempo porque sus muchachos ya están haciendo limpieza en los Archivos secretos.

Mascando el chicle, Valentina espera ante la mirada distante de los alabarderos. El teléfono suena. El comandante de la guardia descuelga y escucha la respuesta. Valentina aprieta los puños dentro de los bolsillos de la gabardina. No es precisamente la secretaría de Estado quien llama, sino probablemente su cómplice para informarle de que la limpieza de las pruebas ha terminado.

«Deja de delirar, Valentina; ese pedazo de cretino hace su trabajo y punto».

El comandante cuelga y tiende el pase a la inspectora.

—Tenga cuidado, señorita, los peldaños son resbaladizos y no querría que cayese en la oscuridad y se partiera esa bonita nuca que tiene.

Valentina se sobresalta al oír al coloso hablar con acento del Valais. Es él el hombre que contestó cuando ella pulsó la tecla «bis» del teléfono de Ballestra y cuando el asesino del archivista llamó desde la habitación de su víctima.

—¿Algún problema?

—¿Cómo?

Valentina está a punto de desmayarse mientras los ojos del coloso se clavan de nuevo en los suyos.

—Está muy pálida.

—Es que tengo un poco de fiebre. Debo de estar incubando una gripe.

—Pues debería quedarse en casa antes de ponerse peor —dice con su acento del Valais cortante como un cuchillo.

Una chispa de ironía se enciende en su mirada. Valentina juraría que hay otra cosa, un destello de pura maldad. De demencia, incluso. Ese tipo está loco. Chiflado, como una cabra, completamente ido. «Por el amor de Dios. Valentina, está claro que sabe y que ha debido de apostar guardias al pie de la escalera. Mierda, pero ¿qué te creías? ¿Que te dejaría seguir el rastro de Ballestra hasta llegar a él?»

Valentina está a punto de renunciar cuando el tipo aparta de repente la mirada y hace señas a los guardias para que levanten el rastrillo. La joven siente que le tiemblan las rodillas. Debería largarse. Dar cualquier excusa e ir a avisar a la policía para detener a esos cabrones. «¿Ponerle las esposas al comandante de la guardia suiza del Vaticano en plena celebración del conclave? ¿Y con qué pruebas? ¿Una voz con acento del Valais grabada en un puto contestador? ¡Por el amor de Dios, Valentina! Son suizos, todos hablan con acento suizo. ¡Para de desbarrar!». Pese a todo, si hiciera caso de lo que su instinto le pide a gritos, le daría una patada en los cojones a ese tipo y saldría corriendo. En lugar de eso, mientras el rastrillo de los Archivos se levanta con un chirrido de acero, nota que sus pies se ponen en movimiento hacia la boca abierta de la escalera.

Capítulo 136

Arrodillado frente a Parks, que se retuerce en el sillón, el padre Carzo empieza a preocuparse. El trance había empezado bien y la joven parecía dormir plácidamente. Pero unas muecas de terror acaban de aparecer en su rostro, mientras que los músculos de sus brazos se crispan bajo las correas. Y sobre todo, aunque su mente se niegue a admitirlo, el exorcista acaba de darse cuenta de que Parks está envejeciendo. El cambio ha empezado por las facciones, que se han vuelto flácidas, y la piel, que se ha llenado de arrugas. Ahora, su cuello se marchita y su rostro parece descolgarse por completo, como si estuviera fundiéndose.

Carzo intenta achacar esta visión a la temblorosa luz de las antorchas, pero cuando el cabello de la joven empieza a encanecer el sacerdote no tiene más remedio que reconocer que Parks está transformándose. De repente, ella empieza a gritar con una potente voz que no es la suya:

—¡Atrás, malditos! ¡No podéis entrar aquí!

Esas palabras son las que la madre Gabriella acaba de gritar desde lo alto de las murallas a los jinetes que se congregan para tomar por asalto el convento. Monjes errantes sin Dios ni señor, bandidos y herejes degradados al estado salvaje, en esos tiempos de peste en que la ley de la espada ha sustituido a la de Dios.

Escupiendo llamas que lamen los tejados y devoran las vigas de las casas, la hoguera que consume el pueblo de Zermatt ilumina las montañas. Los jinetes han matado a sus habitantes e incendiado las granjas a su paso a fin de no dejar ningún testigo de lo que sucederá más arriba.

Piafando y arañando el suelo con los cascos, un centenar de caballos acaba de detenerse al pie del precipicio cuando la madre Gabriella les repite su advertencia. Los monjes levantan la cabeza al oír el grito que baja por la pared de piedra. Sus ojos brillan como gemas bajo la luna. Un bosque de luciérnagas que Parks contempla mientras la madre Gabriella se inclina en lo alto de las murallas. Luego oye que se eleva una voz de la tropa. Una voz que parece muerta:

—¡Echadnos las cuerdas para que podamos subir! ¡Echadnos las cuerdas o devoraremos vuestras almas!

Las recoletas, apiñadas en las murallas, empiezan a gritar, y la madre Gabriella tiene que dar una voz para hacerlas callar. Luego grita de nuevo dirigiéndose a los jinetes:

—¿Qué venís a buscar a estos lugares, vosotros que os dedicáis a saquear e incendiar como perros vagabundos?

—Vamos en busca de un evangelio que nos robaron y que conserváis indebidamente entre estos muros.

La madre Gabriella se estremece. Acaba de comprender quiénes son esos monjes y qué manuscrito pretenden recuperar.

—Las obras que se encuentran en este convento pertenecen exclusivamente a la Iglesia y todas están marcadas con el sello de la Bestia. Así que seguid vuestro camino si no sois portadores de una orden de requisición de Su Santidad el papa Clemente VI que reina en Aviñón.

—Tengo algo mejor que eso, mujer. Tengo una orden de marcha firmada por la propia mano de Satanás. ¡Echad las cuerdas o, por los demonios que nos guían, nos suplicaréis que os matemos!

—¡Volved con el Diablo, puesto que os envía él, y decidle que yo solo obedezco a Dios!

El alarido de los Ladrones de Almas se eleva por las murallas. Se diría que son miles y que sus voces se superponen hasta el infinito. Luego, mientras se hace el silencio, la religiosa se asoma de nuevo y lo que ve la deja helada hasta los huesos: clavando las uñas en las junturas del granito, los Ladrones de Almas están escalando la pared helada del convento con la misma facilidad que si reptaran sobre ella.

* * *

—Marie, ahora tiene que despertar.

El padre Carzo zarandea a la joven. Su respiración es entrecortada y sibilante.

La madre Gabriella corre. Conduce a sus monjas hacia los sótanos del convento. Justo antes de desaparecer en los pasadizos secretos, se vuelve. Petrificadas de terror, varias de sus hermanas se han quedado atrás. Algunas se arrojan al vacío para escapar a su suerte. A las que se arrodillan, llorando, mientras las sombras saltan por encima del parapeto, los Ladrones de Almas les parten el cuello antes de tirarlas por el precipicio.

Carzo levanta los párpados de Parks. Los ojos de la joven han cambiado de color. La droga ha dilatado sus pupilas y su mirada parece muerta, como si su conciencia se hubiera disuelto por completo en la de la recoleta. Una fusión mental extremadamente rara que Carzo solo ha observado hasta entonces en ciertos posesos en el estadio último del Mal. Zarandea a Parks con todas sus fuerzas. Debe encontrar como sea la manera de sacarla del trance; si no, se expone a encontrarse atada a una cama en un hospital psiquiátrico, con la mente atrapada para siempre en la de una vieja religiosa muerta hace más de seis siglos.

—¡Marie Parks! ¿Me oye? ¡Tiene que despertar inmediatamente!

El exorcista se incorpora cuando la mano de Parks salta del apoyabrazos y agarra la suya con una fuerza sorprendente. Intenta liberar sus dedos de esa presión que los machaca, pero se queda petrificado al oír la voz terrosa que escapa de entre los labios inmóviles de la joven:

—Dios mío, están aquí…

Capítulo 137

La madre Gabriella y sus monjas se han refugiado en la biblioteca prohibida de la fortaleza. Allí, entre los anaqueles polvorientos y las chimeneas donde acaban de encender montones de haces de leña, las religiosas forman una cadena para pasarse los manuscritos. La última de la fila arroja al fuego las páginas malditas que nadie debe leer.

Mientras ellas se ocupan en esta tarea, la madre Gabriella abre una puerta oculta y entra en otra sala secreta. Una vez cerrado el paso, la madre superiora se arrodilla y desprende un bloque de granito que disimula un escondrijo. En el interior, abre la cerradura de diversos estuches después de haberlos dejado en el suelo. De ellos extrae unos fardos de lona y unas sábanas de lino, que envuelven una colección de osamentas así como un cráneo coronado de espinos. Las manos de la madre Gabriella se ponen a temblar. Lo recuerda… Sucedió hace cuarenta años. Fue ella quien encontró el cadáver de la madre Mahaud de Blois al pie de las murallas, ella la que limpió la inscripción que la suicida había trazado con su sangre en las paredes de su celda. Al descubrir la razón de ese terrible acto en las páginas del evangelio de Satán, la madre Gabriella alertó al Papa, que envió una expedición secreta a Tierra Santa, ocupada por los ejércitos musulmanes. Un grupo de dominicos y de caballeros archivistas encontró la entrada de las cuevas del monte Hermón. Como habían llevado lo necesario para inmunizarse contra las arañas y los escorpiones que poblaban el santuario, pudieron exhumar el cadáver de Janus y se repartieron su osamenta antes de separarse para repatriarla cada uno por su lado. Unos restos que la guardia noble escoltó más tarde hasta el Cervino para confiarlos a las recoletas. Eso fue hace cuarenta años.

Después de haber hecho un hatillo de cuero con el cráneo, la madre Gabriella pone el resto de los huesos sobre la falda de su hábito y regresa con sus recoletas, que continúan alimentando el fuego de la chimenea con el contenido de las bibliotecas.

Un desagradable olor de cuero quemado impregna la atmósfera. Las religiosas miran a su superiora, que arroja los huesos al fuego. Saben que todo está perdido. Entonces, reprimen las lágrimas y reanudan su tarea. Están a punto de pasarse el manuscrito más precioso de la biblioteca cuando suenan unos golpes en la puerta de la sala.

—Dios mío, están aquí…

Con la cara enrojecida por las llamas, la madre Gabriella aprieta contra su pecho el evangelio de Satán; las filigranas rojas brillan en la penumbra. Mira tristemente el hogar mientras el ariete de los Ladrones de Almas empieza a agrietar las puertas. Las llamas no tendrán tiempo de consumir el manuscrito, lo sabe. Así pues, lo mete en una bolsa de lona y lo echa junto con el cráneo de Janus por el conducto de los residuos del convento. Escucha cómo bajan los paquetes por el tobogán de piedra que finaliza doscientos metros más abajo, en una fosa excavada en la montaña. Después se queda paralizada al oír los gritos de las monjas: las puertas acaban de ceder.

La madre Gabriella se vuelve. El jefe de los Ladrones de Almas camina hacia ella. Sostiene un puñal manchado de sangre con el que acaba de atravesar a una monja que intentaba cerrarle el paso. La superiora del convento percibe su hedor. Va calzado con pesadas botas de jinete, su rostro desaparece bajo una amplia capucha y tan solo sus ojos brillan en las tinieblas. Sus ojos y un pesado medallón de plata que golpea su torso y que representa una estrella de cinco puntas rodeando a un demonio con cabeza de macho cabrío. El emblema de los adoradores de la Bestia. Mientras se acerca, la madre Gabriella ve que sus muñecas y sus brazos, hasta los codos, han sido escarificados con una hoja cortante. Una cruz rojo sangre cercada de llamas cuyos extremos se retuercen para formar el titulus de Jesucristo.

—Señor, ¿quién sois?

Una voz cavernosa surge de la cogulla del monje.

—Mi nombre es Caleb. Soy el Viajero.

La recoleta siente que el pánico se apodera de su mente. Sabe que no puede esperar ninguna compasión de un demonio de esa especie. Entonces se abalanza sobre el puñal del Ladrón de Almas, que baja el arma rápidamente. Un grito de dolor. La madre Gabriella se ha herido. El puño de Caleb la golpea en el cuello. Las luces oscilan alrededor de la anciana religiosa, que se desploma. Siente el aliento de Caleb sobre sus labios.

—No os preocupéis, madre Gabriella, vais a morir muy pronto. Pero antes me diréis dónde está el evangelio.

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