Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
—¿Para qué? Es el vehículo del cardenal Giovanni. Luego es forzosamente el cardenal Giovanni.
—Ha podido prestarle el coche a otra persona.
—Si fuera así, ¿dónde está, si no se encuentra en el cónclave?
—Buena pregunta.
Monseñor Mankel abre su maletín y saca una abultada carpeta de la que extrae varias fotos del cardenal Giovanni. Una buena noticia: el inquisidor ha debido de cruzarse con el joven prelado un par de veces en los pasillos del Vaticano, pero no lo conoce personalmente. El cardenal Mendoza lo ha elegido también por esa razón. Porque Giovanni acaba de ser elevado al rango de príncipe de la Iglesia y pocos prelados romanos lo conocen íntimamente. Es un alivio todavía mayor dado que la cara del obispo ha quedado destrozada casi por completo y que las fotos que tiene el inquisidor no van a serle de mucha utilidad.
—¿Ha tomado muestras de sangre?
Perdido en sus pensamientos, el médico se sobresalta ligeramente.
—¿Perdón?
—Le preguntaba si ha tomado muestras de sangre.
—La ley nos obliga a hacerlo. Por la alcoholemia.
—¿Y qué?
—No cabe ninguna duda: el cardenal Giovanni no había bebido ni una gota de alcohol.
Sin dejar de dar vueltas alrededor del cadáver, el inquisidor insiste:
—No es eso lo que le preguntaba. Quería saber si los análisis sanguíneos confirman que es el cardenal Giovanni.
—El laboratorio de genética está cerrado, monseñor. No tendré los resultados hasta las nueve.
—¡Vaya! Es una faena.
—¿Por qué?
Sin tomarse la molestia de responder, el inquisidor examina ahora las marcas de nacimiento y las cicatrices del cadáver para compararlas con las que figuran en el historial médico de Giovanni. El director médico empieza a relajarse. Seguro que Mankel no dispone de un historial tan completo como el que tiene la clínica desde que se ocupa del estado físico del joven cardenal. Lo demuestra el hecho de que no busca todas las cicatrices que el médico ha reproducido en el quirófano, ni tampoco pasa revista a las diversas marcas de nacimiento. En realidad, solo una parece interesarle: una mancha granulosa que Giovanni tiene en la nuca, una especie de lunar grande y abultado que había sido preciso dibujar en lo que quedaba del cuerpo de monseñor Gardano. Esa mancha era lo que había exigido más trabajo: aplicar sucesivas capas finas de látex, modelarlas y teñirlas. Eso y el color del pelo: había tenido que transformar los reflejos rojizos de monseñor Gardano en una cabellera negra. En cuanto al dedo meñique que faltaba en la mano derecha del cardenal, un simple corte con el escalpelo había sido suficiente. Después, había sido preciso suturar la piel alrededor del muñón y arreglárselas para que esa intervención no pareciera demasiado reciente. Un verdadero trabajo de cirujano plástico del que el director médico no estaba descontento. Hace varios segundos que el inquisidor pasa un dedo sobre la mancha y sobre el dedo amputado sin que nada le resulte sospechoso. Incluso parece empezar a creer que el cadáver que está examinando es efectivamente el de Giovanni. Formula una última pregunta, por puro formalismo:
—¿Y sus efectos sacerdotales?
—¿Se refiere al anillo de cardenal?
—Y la pesada cruz pectoral que los prelados de su rango suelen llevar sobre el pecho.
—Solo llevaba el anillo. He tenido que serrarlo para retirarlo. Está en el sobre, ahí, encima de la bandeja.
El inquisidor abre el sobre y examina los restos de anillo. Se dispone a dejarlo en la bandeja cuando le llaman la atención unas extrañas manchas negras en el papel, como de tinta. No. Manchas no, huellas. Más concretamente, huellas de dedo, a juzgar por los surcos concéntricos que hay sobre el papel. El inquisidor se mira las manos. Las yemas de los dedos que ha pasado por el pelo del cadáver están negras. Se vuelve hacia el médico. Él también ha comprendido: los cabellos de los muertos no fijan la coloración como los de los vivos. Se pueden teñir, pero el tinte tarda mucho más tiempo en secarse.
—Enhorabuena, doctor, ha estado a punto de engañarme.
Mankel marca un número en su teléfono móvil. Cuando alza los ojos hacia el médico, el inquisidor se queda paralizado al ver la boca negra de la pistola automática que el enfermero acaba de desenfundar y con la que lo apunta en la frente. Detrás del fino bigote y las gafas de cristales ahumados, el prelado acaba de reconocer a un teniente de la guardia personal del difunto Papa.
—¿Se ha vuelto loco?
Poniendo el dedo índice sobre sus labios, el teniente indica al inquisidor que se calle. Otro tono. Luego, alguien descuelga al otro lado de la línea y el eco de una voz lejana invade la sala de autopsias.
—El camarlengo, dígame.
El inquisidor cierra los ojos.
—Soy yo, eminencia.
—¿Quién?
—Monseñor Mankel.
Un silencio.
—¿Qué ha averiguado?
El inquisidor da un respingo al notar el contacto del cañón del arma sobre su frente. El teniente de los guardias suizos le dice que no con la cabeza. Mankel se aclara la garganta.
—Es el cardenal Giovanni, eminencia.
—¿Está totalmente seguro?
El teniente de los guardias suizos levanta el martillo del arma y dice que sí con la cabeza.
—Sí, eminencia. Estoy absolutamente seguro.
Otro silencio.
—¿Qué ocurre, Mankel?
—No estoy seguro de entender el significado de su pregunta, eminencia.
—Le noto la voz rara.
—Es que…
El inquisidor observa el índice del guardia suizo, que se curva alrededor del disparador.
—¿Es que qué, Mankel?
—El cadáver. Ha quedado en un estado lamentable y…
—Le ha impresionado, ¿no?
—Sí, eminencia.
—Vamos, Mankel, rehágase. No es momento de dejarse llevar por las emociones.
Un clic. La comunicación se interrumpe. El inquisidor se sobresalta al notar que una aguja se clava en su carótida. Un líquido caliente se extiende por sus venas. Hace una mueca. A través de la bruma que invade su mente, la cara del director médico se difumina.
Solo en su habitación de la casa de Santa Marta, el cardenal camarlengo Campini cierra sin hacer ruido la tapa de su teléfono móvil. Escucha el silencio. Situada en las proximidades inmediatas de la capilla Sixtina, la casa de Santa Marta es un lugar de oración y de recogimiento donde se susurra sin levantar nunca la voz. Ahí es donde los cardenales van a comer y a descansar entre una y otra votación. Según las leyes sagradas de la Iglesia, los cardenales electores no pueden comunicarse con el exterior durante el cónclave. Ni periódicos, ni mensajes, ni aparatos de radio, ni grabadoras, ni televisores. Y mucho menos teléfonos móviles.
Garantizar el estricto respeto de este reglamento forma parte de las tareas del camarlengo. Por eso Campini sabe que ha corrido un grave riesgo pasando clandestinamente su propio teléfono con sus efectos personales. Pero es preferible correr ese riesgo que dejar a un falso cardenal Giovanni en el depósito de cadáveres. Por esa razón el camarlengo ha aprovechado el descanso, después de la primera votación, para ir a su cuarto de la casa de Santa Marta y esperar allí la llamada de monseñor Mankel.
Había mandado a Mankel porque nadie sabía detectar las mentiras mejor que él. La conversación que el cardenal Mendoza había mantenido con el comandante de la guardia en la escalinata de la basílica era lo que había despertado la desconfianza de Campini. ¿Qué estaba tramando ese vejestorio? Según las últimas noticias, el secretario de Estado se había marchado a su villa de las afueras de Roma en espera del desenlace del cónclave. Campini lo había puesto bajo una discreta vigilancia. El último informe decía que, desde que había vuelto de una cena en la ciudad, el anciano cardenal no se había movido.
Otro problema resuelto: el de Giovanni. Su cadáver se encontraba efectivamente en el depósito de cadáveres de la clínica Gemelli. Quedaba la cuestión de la voz extrañamente tensa de Mankel por teléfono. Obligado a susurrar como un colegial en la penumbra de su habitación, Campini no había tenido tiempo de hacerle más preguntas. Sin embargo, ahora estaba seguro: Mankel parecía… aterrorizado.
El prelado intenta convencerse. ¡Vamos, ha sido la visión del cadáver de Giovanni lo que ha alterado al viejo inquisidor! Sí, seguro que es eso. Y sin embargo… El camarlengo lleva unos segundos sopesando los pros y los contras. Se pregunta si debe correr el riesgo de volver a llamar a Mankel para quedarse tranquilo. Es una opción muy peligrosa y lo sabe. Porque, si lo pillan telefoneando entre las paredes de la casa de Santa Marta, sabe que, por muy camarlengo que sea, será inmediatamente excluido del cónclave y excomulgado. La segunda sanción, al camarlengo le tiene tan sin cuidado que le hace sonreír. Es la primera la que plantea problemas, en la medida en que tendría como consecuencia la disolución de la asamblea y la posterior convocatoria de otro cónclave. Inaceptable.
Con todo, ardiendo en deseos de saber, el anciano camarlengo ve cómo sus dedos abren la tapa del teléfono móvil. Sin darse cuenta, ya ha marcado las primeras cifras del número de Mankel. Cuando pulsa la tecla de llamada, un ruido lo sobresalta: alguien recorre los pasillos llamando a las puertas de las habitaciones para avisar a los cardenales de que se va a reanudar el cónclave. Campini cierra la tapa del teléfono. La comunicación se corta. Los pasos se alejan. Nervioso, el camarlengo envuelve el aparato en un paño y lo deja en el suelo antes de pisotearlo. Los chirridos de las puertas y los crujidos de los pasos en el corredor cubren los ruidos amortiguados del teléfono rompiéndose bajo el zapato del camarlengo. Luego, el anciano recoge el paño y lo mete en el fondo de su maleta, donde nadie lo buscará.
Justo antes de salir de la habitación para dirigirse a la capilla Sixtina, se arrepiente un poco de lo que acaba de hacer. Ahora ya no podrá comunicarse con sus hombres para dirigirlos desde el interior. No tiene importancia: en vista de los resultados de la primera votación, muy pronto el cónclave habrá terminado.
Amanece. Salvo el rechinar de los mocasines de Giovanni y de las suelas de goma de los zapatos de Cerentino, ni un ruido turba el silencio de las calles dormidas de La Valletta. El capitán de los guardias suizos camina unos metros detrás del cardenal. Ha desenfundado su arma reglamentaria y la tiene preparada para disparar bajo la chaqueta.
Protegidos a distancia por la Crucia Malta, la rama maltesa de la Cosa Nostra, los dos hombres suben por Republic Street, una costanera bordeada de inmuebles que lleva al casco antiguo de la ciudad. El aire salado del puerto ha dejado paso a un soplo de brisa templada. Las persianas están bajadas. Ni un ladrido de perro. Ni un ruido de coche.
El número 79. El cardenal Giovanni se detiene. En la acera de enfrente, un edificio barroco y una gran puerta de madera maciza protegida por cámaras y una cerradura digital de tarjeta magnética. En la jamba derecha hay una placa de cobre con dos letras entrelazadas y, sobre ellas, una corona: LB, siglas de Lazio Bank, la sucursal anónima reservada a las grandes cuentas y las cajas fuertes numeradas.
—Espéreme aquí.
El capitán Cerentino asiente después de lanzar un rápido vistazo alrededor. A cincuenta metros a la izquierda, hay una furgoneta verde con cuatro hombres de la Cosa Nostra en el interior. Cuarenta metros a la derecha, otros dos matones disfrazados de empleados del servicio municipal de limpieza barren los arroyos.
Giovanni cruza la calle y se detiene ante la puerta. Las cámaras giran sobre su base mientras él introduce la tarjeta magnética y pulsa la combinación de once cifras en el teclado de la cerradura digital. Pasados unos segundos, suena un chasquido seco. La puerta se abre y a continuación se cierra detrás del cardenal.
En el interior, un vestíbulo de mármol, unos sillones y un tramo de escalera en semicírculo que conduce a un largo mostrador equipado con cristales antibalas. Una joven está sentada ante una hilera de pantallas. Giovanni se acerca. La chica levanta la cabeza. Le señala al cardenal un teclado multicolor. Su voz es fría, profesional, sin vida.
—Su identificación, por favor.
Giovanni introduce el código cromonumérico que contiene el sobre que le ha entregado el cardenal Mendoza y pulsa la tecla de confirmación. La chica vigila las pantallas en espera de la respuesta. Giovanni alza los ojos hacia los cuadros que decoran la pared que está encima del mostrador: rostros de ancianos, los retratos más antiguos a la izquierda, las telas más recientes a la derecha. Una dinastía.
—¿Quiénes son?
—El fundador y sus descendientes hasta Giancarlo Bardi, nuestro director actual.
Giovanni se estremece. Los Bardi. Mendoza había pronunciado ese apellido al referirse a las familias más poderosas de la red Novus Ordo. Son los propietarios del Lazio Bank y de decenas de establecimientos más en todo el mundo. El sudor perla la frente del cardenal. Ahí es donde Valdez escondió sus informes, justo en la boca del lobo.
Una señal sonora. La arruga de preocupación que cruzaba la frente de la chica se borra. Esta pulsa un botón, y una puerta se desliza en la pared de la derecha. Una puerta tan perfectamente integrada en la piedra que nadie sospecharía su existencia. Al otro lado, una escalera cubierta de moqueta lleva a los sótanos del banco. La chica alza de nuevo los ojos hacia el cardenal. Su voz metálica se suaviza un poco:
—Puede pasar, eminencia.
Giovanni empieza a bajar la escalera. La puerta secreta se cierra a su espalda.
Al pie de la escalera, una reja de acero se abre automáticamente al acercarse el cardenal. Un soplo de aire acondicionado. Giovanni entra en una enorme sala iluminada por un falso techo luminoso.
Avanza entre los pasillos de cajas fuertes. Cada compartimiento está separado de los contiguos por una gruesa pared provista de un ordenador. Las cajas son modelos muy antiguos y robustos, pero su mecanismo de apertura ha sido perfeccionado a lo largo del tiempo. En algunas todavía se ve la huella de dobles cerraduras y de ruedas de combinación: unas precauciones inútiles, ya que todas las cajas fuertes del Lazio Bank funcionan ahora con una cerradura electrónica digital.
Pasillo 12, bloque 213. Giovanni se detiene ante la caja del cardenal Valdez. Mide casi dos metros de alto por uno de ancho. Giovanni introduce las inscripciones grabadas en el dorso de la cruz de los Pobres. La pantalla parpadea y, tras una serie de chasquidos sordos, las barras de acero se desplazan y la puerta se abre.