Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
La luz se enciende automáticamente en el interior de la caja. Giovanni siente una punzada de angustia al ver una docena de estantes polvorientos y… vacíos. Se pone de puntillas y pasa una mano por los estantes más altos. Su gesto se interrumpe al encontrar un delgado estuche de plástico con la inscripción NO escrita con rotulador negro. Lo saca de la caja: un disco informático de alta capacidad. Una gigantesca caja fuerte para guardar un pequeño disco lleno de datos sobre la red Novus Ordo. Treinta años de investigación sobre los arcanos del Humo Negro concentrados en un simple trozo de plástico. Giovanni sonríe. Hasta finales de los años ochenta, Valdez debía de haber acumulado miles de documentos sobre la red. Después, con el desarrollo de la informática, grabó esa información en montones de disquetes y más tarde en CD; el número se había ido reduciendo hasta llegar a este único disco de alta capacidad que podía contener el equivalente de cien mil páginas. Giovanni comprende ahora por qué las paredes de separación están provistas de un ordenador: las toneladas de papelotes guardados desde hacía siglos en las imponentes cajas fuertes del Lazio Bank debían de haber desaparecido con el paso del tiempo hasta encontrarse comprimidos en discos informáticos.
Giovanni inserta el disco de Valdez en el ordenador. El procesador crepita y muestra un sumario detallado del contenido. Un número incalculable de páginas archivadas, textos, hojas de cálculo y registros, los más antiguos de ellos, escritos en latín, parecen remontarse a los establecimientos bancarios de la Edad Media.
Las primeras páginas resumen los treinta años de investigación de Valdez y muestran los principales organigramas de la red Novus Ordo, cuya trama, pacientemente tejida a lo largo de los siglos, ya envolvía el mundo: bancos, algunas de las multinacionales más poderosas del planeta, empresas subcontratadas, Bolsas, fondos de inversión, compañías aéreas y de transporte marítimo, empresas de armamento, laboratorios farmacéuticos, gigantes de la informática… Innumerables ramificaciones en los medios financieros, del petróleo y de la industria pesada. También cámaras de compensación, paraísos fiscales y todo un entramado de bancos offshore que continuaban haciendo fructificar el tesoro del Temple.
Pero Novus Ordo no solo era un gigantesco conglomerado financiero. Después de financiar las herejías de la Edad Media, la organización había creado las grandes sectas enfrentadas al catolicismo; sus millones los manejaban ahora los bancos de la red. Detrás de todas esas organizaciones, detrás de todas esas ramificaciones, estaban el tesoro del Temple y los cardenales del Humo Negro.
Un sobresalto. El durmiente se despierta. Traqueteo y chirridos a su alrededor. Ruidos y vibraciones. Algo da sacudidas bajo sus pies. Unas ruedas. Reteniendo ese concepto que acaba de atravesar su mente, el durmiente se concentra. El crujido de los vagones y el susurro del viento. Un tren.
El padre Carzo abre los ojos. Sus manos tocan el asiento. Está oscuro. Unas luces amarillas desfilan por la ventanilla. El compartimiento está vacío. Carzo contempla el mosaico de recuerdos suspendidos en su memoria. Fragmentos de imágenes y voces.
Estaba acariciando los cabellos de Marie en los sótanos de Bolzano cuando sucedió. Sensación de estar flotando, vértigo, su visión se emborrona y las piernas le fallan. Después, su corazón empezó a latir cada vez más despacio. Sesenta pulsaciones por minuto. Veinte. Dos. Carzo cayó de rodillas al detenerse su corazón. Ya no palpitaba nada bajo su piel, y sin embargo, no estaba muerto. Luego tuvo la sensación de que su corazón volvía a ponerse en marcha. Unas pulsaciones profundas y fuertes. Carzo se buscó el pulso. Nada. A continuación se palpó el cuello, pero lo único que detectó fue su piel helada. Una piel de muerto. No era su corazón lo que se había puesto a latir en su pecho. No, esa sangre fría que corría ahora por sus venas era la de la cosa que se había apoderado de su alma. Se había metido dentro de él en los sótanos del templo azteca y había permanecido agazapada en el fondo de su mente esperando el momento de hacerse con el control.
Carzo abrió los ojos. Los colores habían cambiado. Los olores también. Y ese hormigueo en la yema de los dedos mientras sus manos se cerraban en torno al cuello de Marie… ¡Señor, cómo había deseado clavar sus dientes en esa carne plena y sentir la sangre de la joven mojando sus labios! El perfume de Marie. Agua de jengibre. El sacerdote se debatía para rechazar esa tentación. Al detectar su presencia, la cosa preguntó con una voz grave y melodiosa:
—¿Eres tú, Carzo?
Un silencio.
—Ahora ella es mía. Así que déjame morderla o devoro su alma.
En ese momento fue cuando Marie abrió los ojos. Dijo que sabía dónde estaba el evangelio. La cosa respondió:
—Yo también.
Luego, Carzo dejó de resistirse. Las tinieblas. El silencio.
Carzo pestañea en la penumbra. La puerta del compartimiento golpetea contra el marco. Una lata de cerveza vacía rueda por el suelo a capricho de los vaivenes. Carzo da un respingo al oír un ruido metálico: mira su pie, que acaba de aplastar la lata. La voz de la cosa resuena en el compartimiento. Parece sorprendida.
—¿Todavía estás aquí, Carzo?
La voz del sacerdote replica a través de los labios inmóviles de la cosa.
—¿Qué le has hecho a Marie?
—¿Tú qué crees?
—¿Te conozco?
—Te conozco mejor yo a ti que tú a mí, Ekenlat.
Carzo se sobresalta. Ekenlat. Significa «alma muerta» en la lengua de los Ladrones de Almas. El sacerdote acaba de ponerle por fin nombre a la voz de la cosa: un demonio al que ha combatido en varias ocasiones durante su carrera de exorcista. Calcuta, Belén, Bangkok, Singapur, Melbourne y Abiyán. Siempre había ganado la cosa: Caleb, el príncipe de los Ladrones de Almas. Un espíritu tan viejo como el mundo, cuyo patronímico demoníaco era Bafomet, el más poderoso de los caballeros del Mal, el arcángel de Satán. Como en el templo azteca donde intentó exorcizar a la posesión suprema, Carzo acaba de comprender que su fe es impotente contra semejante negrura. «La posesión suprema». Siente que el terror se extiende por su mente. Recuerda el círculo de velas y a la cosa sonriendo mientras mira cómo se acerca en las tinieblas. Caleb. Fue él quien provocó la oleada de posesiones en todo el mundo. Movidos por él, todos los posesos repetían el nombre de Carzo. La letanía de los muertos. Así fue como Caleb lo obligó a lanzarse tras el rastro de la posesión suprema. Una pista que acababa en el corazón del territorio de los indios yanomami, donde el príncipe de los Ladrones de Almas despertó el gran mal antes de tomar posesión de Maluna. «Dios mío…»
Aquel día, al entrar en el círculo de velas, Carzo cayó de rodillas a los pies de Caleb y empezó a adorarlo. Fue entonces cuando el demonio lo tocó y penetró en él.
Caleb se echa a reír.
—Veo que por fin has comprendido, Carzo. Ahora ha llegado el momento de morir.
A través de los ojos de Caleb, Carzo ve el manuscrito que sus propias manos están sacando de una bolsa de lona. El evangelio de Satán, que el Ladrón de Almas ha recuperado de los sótanos de Bolzano y que ahora lleva al Vaticano.
—¿Por qué?
La Bestia sonríe en las tinieblas.
—¿Por qué qué, Carzo?
—¿Por qué yo?
—Porque eres el mejor. Percibes el hedor de los santos y el perfume de los demonios. Te sigo desde que naciste, Carzo. Oriento tus pensamientos. Susurro a tu mente. Estaba agazapado en el armario de tu habitación cuando te dormías por la noche. Estaba sentado detrás de ti en clase. Jugaba contigo en el patio. Dondequiera que tú estabas, estaba yo.
—Eso es falso.
—Y esos olores extraños que percibías al cruzarte con la gente… El perfume del odio, el hedor de la bondad y el aroma de las pulsiones. Simplemente tocando a una persona, sabías si era buena o irremediablemente mala. Sabías si había matado o si colaboraba con una asociación humanitaria. O ambas cosas. Como Martha Jennings. ¿Te acuerdas de ella, Carzo? Aquella mujer gorda, fea y tan amable a cuyo cargo tu madre te dejaba a veces cuando eras pequeño… La que olía a mimosa y a cubo de la basura abandonado a pleno sol. Un poco de mimosa y mucho de lo otro. ¿Quieres saber por qué despedía esos dos olores tan opuestos?
—Cállate.
—Había adoptado a dos deficientes mentales. Dos críos a los que nadie quería. Eso en lo tocante a la mimosa. Para hacerse merecedora del olor a cubo de basura, cuando su marido volvía a casa por la noche apestando a alcohol, mamá Jennings ponía la tele a todo volumen para no oír lo que le hacía a la niña pequeña en la habitación del fondo.
—¡Por el amor de Dios, cierra la boca de una vez!
Un silencio.
—Y Ron Calbert, ¿te acuerdas de ese viejo cabrón? No, claro, no puedes acordarte, solo tenías ocho años. Un tipo alto y delgado, con gafas redondas y el pelo largo. Lo rozaste en la cola del cine en el momento en que pasó por delante de tu padre y de ti para colarse. Apestaba tanto a amoníaco que estuviste a punto de desmayarte. El olor de los asesinos de niños. Catorce críos violados y enterrados vivos en dos años.
Carzo cierra los ojos. Lo recuerda. Aquel día, cuando tocó el brazo de Ron Calbert y su olor invadió sus fosas nasales, se quedó tan pálido que su padre lo sacó de la cola y le hizo sentarse en un banco.
—Sí, ahora lo recuerdas. Maldito Ron Calbert. Él también se dio cuenta de que habías notado algo ese día. Te miró fijamente mientras tu padre se ocupaba de ti. Incluso pensó en convertirte en su decimoquinta víctima. Pero cambió de opinión al verte subir en la camioneta de tu padre para volver a casa. Tú lo miraste a través del cristal trasero mientras el coche se alejaba. ¿Te acuerdas?
Sí, Carzo se acuerda. Miró a Calbert. Y el asesino le devolvió la mirada y le hizo una seña con la mano.
—¿Quieres saber por qué decidió no matarte ese día?
—No.
—Es igual, voy a decírtelo de todas formas. Porque en la cola, justo delante de tu padre y de ti, había una niña que se llamaba Melissa. Una niña rubia con trenzas. Exactamente el tipo de Calbert. Por eso pasó por vuestro lado. Para aspirar el perfume de los cabellos de Melissa. Después, esperó a que se apagaran las luces en la sala y durmió a Melissa y a su madre con cloroformo. ¿Quieres saber a cuántos niños más mató antes de que lo detuvieran? Es una pena que no dijeras nada aquel día.
—Nadie me habría creído.
—Seguro.
Otro silencio.
—Y después vino Barney.
—¿Quién?
—Barney Clifford, tu amigo de la infancia. Te pasabas todas las tardes y todos los fines de semana metido en su casa. Os queríais como hermanos. Hicisteis un montón de barrabasadas juntos y lo compartisteis todo. Los buenos momentos y los malos. Y las chicas… Ah, vaya, vaya…, así que no solo las chicas, ¿eh?
—Cállate.
Caleb emite un silbido.
—¡Por todos los demonios del infierno, Carzo! ¿Estabas enamorado de Clifford? ¡Mierda, menuda primicia! ¿Hasta dónde llegó aquello?
—¡Cierra el pico!
—Lo siento. Debe de ser un recuerdo doloroso. Por eso te hiciste sacerdote, ¿no?
—Barney murió en un accidente de coche. Tenía veinte años. Y sí, estaba enamorado de él. Después ingresé en el seminario.
—Fui yo quien mató a Barney. Era necesario. Por cierto, está aquí con nosotros. ¿Quieres hablar con él?
—Vete a tomar por culo.
El padre Carzo aprieta los puños al oír que la voz de su amigo sale de los labios de la Bestia.
—Hola, tío, ¿todo bien?
—Deja de hacerme perder el tiempo, Caleb, sabes perfectamente que no es Barney.
Caleb suspira.
—De acuerdo, sigamos. Así que ingresaste en el seminario y te hiciste sacerdote. Después aprendiste a reconocer los olores y te convertiste en exorcista de la Congregación de los Milagros. El mejor de todos. No se te resistía ni un solo demonio. Aparte de mí. Bueno… casi. ¿Te acuerdas de nuestro último encuentro en Abiyán? Me diste un trabajo de la hostia, incluso estuviste a punto de acabar conmigo. Fue allí donde me di cuenta de que estabas preparado. Entonces desencadené posesiones mucho más dirigidas para atraerte hasta la Amazonia.
—¿Y Manaus?
—¿Qué pasa con Manaus?
—Te había encerrado en el cadáver del padre Jacomino. ¿Cómo te las arreglaste para escapar?
—Esperé a que muriera y dejé salir su alma para que compareciese ante el otro.
—¿El otro?
—El viejo altivo que lleva siglos burlándose de vosotros.
—¿Dios?
—Sí. No me está permitido pronunciar su nombre.
—¿Y qué pasó?
—Pues que Jacomino debía de tener el alma más negra que el carbón.
—¿Fue condenado?
—Sin remisión. Eso anuló el efecto de tus oraciones, y de ese modo pude liberarme de su cadáver.
—¿Quieres decir que Dios no remite los pecados que los hombres perdonan en la Tierra?
—Tu ingenuidad me aburre, Carzo. El viejo os odia y vosotros no os enteráis. Cuando envió a Su hijo a la Tierra, tenía un plan para los hombres. Pero perdió. Desde entonces, se preocupa de vosotros tanto como el océano de las gotas de agua que lo componen. ¿Quieres que te diga qué hay después de la muerte?
—Habla.
—Después de la muerte, vuelve a empezar.
—¿Qué es lo que vuelve a empezar?
—Los muertos están aquí, a vuestro alrededor. Están todos aquí. Viven sin veros. No se acuerdan de vosotros. Viven otra vida y punto. Eso es la condena. La no muerte, el eterno volver a empezar. ¿Quieres hablar con tu madre? En su nueva vida, es una niña deficiente mental. La hija adoptiva de Martha Jennings.
—Vete a tomar por culo, Caleb.
El tren avanza velozmente en la noche. Pataleos. Chirridos.
—¿Qué, Carzo, cómo se las apaña un exorcista para exorcizarse a sí mismo?
—Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…
—Y maldito es el fruto de tu vientre, Janus. ¡Para, Carzo, qué pinchazos!
Caleb rompe a reír.
—¿En serio crees que vas a conseguir expulsarme con palabras?
—Credo in unum deum Patrem omnipotentem…
—Yo creo en el Abismo eterno, matriz de toda cosa y de toda no cosa, el único creador de los universos visibles e invisibles.
—Pater Noster qui es in caelis…