Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
El director de la Rai reflexiona un instante. El de la CBS, en comunicación transatlántica, enciende un cigarro. Él es el primero en tomar una decisión en lo que respecta a su cadena:
—Seguimos.
Por su parte, el director de la cadena italiana acaba de dar la misma orden a sus realizadores, que la transmiten a las unidades móviles y a los cámaras que están en el interior de la basílica.
La voz del Papa retumba de nuevo bajo la bóveda. Empieza la lectura del evangelio.
—Sexto oráculo del Libro de los Maleficios.
Un silencio. Un cámara de la Rai hace un zoom sobre los labios del Pontífice.
—Al principio, el Abismo eterno, el Dios de los dioses, la sima de donde habían surgido todas las cosas, creó seis mil veces un millón de universos para hacer que la nada retrocediera. Luego, dotó a esos seis mil veces un millón de universos de sistemas, de soles y de planetas, de todo y de nada, de lleno y de vacío, de luz y de tinieblas. A continuación les insufló el equilibrio supremo, según el cual una cosa solo puede existir si su no cosa coexiste con ella. Así pues, todas las cosas salieron de la nada del Abismo eterno. Y al articularse cada cosa con su no cosa, los seis mil veces un millón de universos entraron en armonía.
En la basílica se oyen sollozos. Cerca del altar, una religiosa se desploma. Un revuelo junto a las puertas. Guardias suizos y enfermeros evacuan a mujeres desmayadas y a peregrinos atónitos. Los cámaras vuelven a enfocar al Papa; sus ojos brillantes contemplan un momento a la multitud. Después reanuda la lectura.
—Pero, para que esas innumerables cosas engendraran a su vez las multitudes de cosas que iban a dar la vida, necesitaban un vector de equilibrio absoluto, el contrario de los contrarios, la matriz de todas las cosas y de todas las no cosas, el Bien y el Mal. El Abismo eterno creó entonces la ultracosa, el Bien supremo, y la ultra no cosa, el Mal absoluto. A la ultracosa le dio el nombre de Dios. A la ultra no cosa le dio el nombre de Satán. Y dotó a esos espíritus de los grandes contrarios de la voluntad de combatirse eternamente para mantener los seis mil veces un millón de universos en equilibrio. Luego, cuando todas las cosas se articularon por fin sin que el desequilibrio pudiera romper nunca más el equilibrio que lo sostenía, el Abismo eterno vio que eso era bueno y se cerró de nuevo. Mil siglos transcurrieron entonces en el silencio de los universos que crecían.
Las páginas que el Papa pasa lentamente crujen en los altavoces. El Pontífice prosigue:
—Llegó por desgracia un día en que, tras quedarse solos orquestando esos seis mil veces un millón de universos, Dios y Satán alcanzaron un grado tan elevado de conocimiento y de aburrimiento que, a despecho de lo que el Abismo eterno les había prohibido, el primero empezó a crear un universo más en su propio nombre. Un universo imperfecto que el segundo se afanó en destruir por todos los medios, para que ese universo que hacía el número seis mil veces un millón más uno no llegara a destruir el orden de todos los demás debido a la ausencia de su contrario. Entonces, puesto que la lucha entre Dios y Satán sólo se desarrollaba en el interior de ese universo que el Abismo eterno no había previsto, el equilibrio de los demás universos empezó a romperse.
Uno de los cámaras de la CBS, que ha tomado un plano general de la multitud, vuelve hacia el Papa cuando se da cuenta de que el monje que permanece ante el altar acaba de bajarse la capucha. Algo brilla en su mano.
—El primer día, cuando Dios creó el Cielo y la Tierra, así como el sol para iluminar su universo, Satán creó el vacío entre la Tierra y las estrellas y sumió al mundo en las tinieblas.
Un silencio.
—El segundo día, cuando Dios creó los mares y los ríos, Satán les dio el poder de alzarse para engullir la creación de Dios.
Un silencio.
—El tercer día, cuando Dios creó los árboles y los bosques, Satán creó el viento para abatirlos, y cuando Dios creó las plantas que curan y que calman, Satán creó otras, venenosas y provistas de pinchos.
Un silencio.
—El cuarto día, Dios creó el pájaro y Satán creó la serpiente. Después, Dios creó la abeja y Satán la avispa. Y por cada especie que Dios creó, Satán creó un predador para aniquilar esa especie. Después, cuando Dios dispersó a sus animales por la superficie del Cielo y de la Tierra para que se multiplicaran, Satán dotó de garras y de dientes a sus criaturas y les ordenó matar a los animales de Dios.
Con el rostro oculto bajo la capucha, el padre Carzo escucha cómo resuena la voz del Anticristo en la basílica. Desde que el nuevo papa ha empezado a leer el evangelio, el exorcista siente despertar algo en el fondo de sí mismo y comprende que Caleb no ha abandonado totalmente la partida: intenta regresar, volver a tomar posesión de lo que le pertenece. Carzo lo nota por su corazón, que late cada vez más despacio, por su sangre, que se hiela de nuevo en sus venas, y por sus piernas, que empiezan a fallarle. La voz del Papa penetra cada vez más en su mente, como si la mente de Caleb se alimentara de ella. Carzo sabe que debe reaccionar antes de que las fuerzas lo abandonen. El miedo empieza a invadirlo, la duda también, y los remordimientos. El aliento de Caleb.
Carzo sopesa el arma de Parks, escondida entre las mangas del sayal. Siente el frío del acero en la palma de su mano. Sin apartar los ojos del Papa, levanta un brazo y hace resbalar lentamente la capucha. Sonríe. Ya no tiene miedo.
Mientras el Papa prosigue su letanía, Valentina Graziano se abre paso lentamente entre la multitud para acercarse al cordón de los guardias suizos formado ante el altar. Estupefactos, obnubilados por lo que oyen, los peregrinos no le prestan ninguna atención. Por sus mejillas caen lágrimas, sus manos se crispan y sus labios tiemblan. Pero no se fijan en Valentina, que avanza pidiendo disculpas de mala gana.
La joven se detiene. Acaba de llegar al lado derecho de la basílica y ahora ve al padre Carzo de perfil. Impaciente, presiona con un dedo el auricular. Voz de Crossman:
—Valentina, estamos a tres minutos de la plaza de San Pedro. El cardenal Giovanni y el cardenal secretario de Estado Mendoza vienen conmigo. Este último da luz verde para actuar en el territorio del Vaticano en caso de que las cosas se compliquen. Acabo de transmitir la información al comisario Pazzi, que está preparado para intervenir con sus refuerzos.
Valentina está a punto de contestar cuando ve que Carzo se baja la capucha. Un destello metálico brilla entre sus dedos.
—El sexto día, cuando Dios decidió que su universo estaba preparado para engendrar la vida, creó dos espíritus a imagen y semejanza del suyo a los que llamó hombre y mujer. En respuesta a este crimen de los crímenes contra el orden del universo, Satán lanzó un maleficio contra esas almas inmortales. Después sembró la duda y la desesperación en su corazón y, robando a Dios el destino de su creación, condenó a muerte a la humanidad que iba a nacer de su unión.
El Papa tiene los ojos clavados en el evangelio y sus brazos continúan levantados, con la palma de las manos mirando al cielo. Él no ve que el padre Carzo se baja la capucha, ni el arma con la que el monje lo apunta. Termina la lectura del Génesis.
—Entonces, comprendiendo que la lucha contra su contrario era vana, el séptimo día Dios entregó los hombres a los animales de la Tierra para que los animales los devoraran. Luego, tras haber encerrado a Satán en las profundidades de ese universo caótico que el Abismo eterno no había previsto, dio la espalda a su creación y Satán se quedó solo para atormentar a los hombres.
—Valentina, ¿me oye?
Valentina levanta el emisor para responder a Crossman. La frase muere en sus labios. Al ver la Glock 9 mm con la que el padre Carzo apunta al Papa, pulsa maquinalmente el botón de su walkie-talkie:
—¡Atención todos, tiene una pistola!
El estruendo de la muchedumbre ahoga el grito de Valentina mientras el comandante de la guardia intenta apuntar al tirador.
Desde las naves laterales de la basílica, otros guardias suizos de paisano buscan un ángulo de tiro para disparar a Carzo. El cordón de alabarderos que protege el altar se vuelve. El Papa alza los ojos. En su mirada se lee vacilación. Valentina acaba de comprender que es demasiado tarde.
El padre Carzo contempla al Anticristo, que levanta los ojos del evangelio. Es imposible que falle a esa distancia. El incienso le quema las fosas nasales. Fuera, las campanas han empezado a repicar para acompañar la revelación. El sacerdote centra el rostro del Papa en su visor. A duras penas ve al comandante de la guardia suiza. Ya no presta atención a esa chica morena y tan guapa que, a su derecha, intenta abrirse paso a través de la multitud. Como mucho, piensa por un instante que tiene un extraño parecido con Marie. Sí, en eso es en lo que el padre Carzo piensa mientras vacía el cargador contra el Papa. Y mientras lo hace, apenas siente los proyectiles de los guardias suizos que lo alcanzan en el costado y en el vientre.
Un silencio mortal envuelve la basílica justo antes de que suenen los disparos. Con los brazos todavía levantados, el Papa baja los ojos hacia el arma que el monje apunta en su dirección. Ve al comandante de la guardia, que da un salto para tratar de alcanzar al tirador, y al cardenal camarlengo Campini que se acerca a él para protegerlo con su cuerpo. En el borde de su campo de visión, ve a unos guardias suizos de paisano que desenfundan su arma. Ve, por último, a una chica morena que avanza entre la multitud gritando. Pero, sobre todo, ve los ojos del criminal clavados en él: acaba de darse cuenta de que no es Caleb quien está allí. Mirada a la izquierda. El camarlengo está a tan solo un metro cuando una serie de detonaciones suenan en la basílica. Abriendo los ojos con expresión de sorpresa mientras la lluvia de balas lo alcanza en pleno pecho, el Papa ve que Carzo sonríe a través del humo que escapa del arma y se confunde con la bruma de incienso.
El Papa se desploma junto al altar al mismo tiempo que el camarlengo, al que una bala ha alcanzado en la garganta. Tendido sobre un charco de sangre en el mármol de la basílica, el padre Carzo sigue sonriendo. No siente dolor. Por encima de él, a lo lejos, las campanas han dejado de sonar.
Como en un sueño, oye gritos lejanos, órdenes y pasos, todo al ralentí. Percibe el estruendo de la muchedumbre acercándose y alejándose como olas de un océano furioso. Ve uniformes de policía en la basílica. Una corriente de aire, un destello de luz: han abierto las puertas de par en par para dejar salir a la gente, que corre hacia el exterior.
Carzo ve el rostro furioso del comandante de la guardia, que acaba de ser detenido por un oficial de policía. Se oyen unas órdenes en italiano. El coloso sabe que ha perdido. Lentamente, deja el arma en el suelo, pone las manos detrás de la nuca y se arrodilla.
Un movimiento. Una estela de perfume. Una respiración sobre la mejilla del padre Carzo. Este contempla el bonito rostro rodeado de cabellos castaños que se inclina sobre él. Luego cierra los ojos y toma conciencia del charco de sangre que se extiende bajo su espalda. Tiene la sensación de que es él mismo quien fluye de su cuerpo: su vida, su energía, sus recuerdos y su alma. Unas manos lo zarandean. Tiene mucho sueño. Abre de nuevo los ojos y ve que los labios de la chica se abren y se cierran mientras una voz grave y melodiosa desciende hasta él en una cascada de ecos lejanos. La voz le pregunta dónde está Marie. Carzo se concentra. Un destello de recuerdo flota en la superficie de su memoria. Un cubículo oscuro, un rostro blanco, unas lágrimas que brillan a la luz de una vela. El sacerdote nota cómo sus propios labios articulan la respuesta. La chica le sonríe. Parece feliz. Carzo cierra los ojos. Echa de menos a Marie.
Las unidades antidisturbios intentan canalizar a la muchedumbre que baja la escalera de la basílica y empuja a los fieles que se han quedado en la plaza de San Pedro. Han derribado las verjas para que los peregrinos se dispersen más fácilmente. A través de los altavoces se invita a la calma. La via della Conciliazione está repleta de gente. Una marea humana se extiende por las callejas, seguida por los equipos de periodistas, cámara al hombro. Gracias a los cámaras que continúan filmando, millones de telespectadores presencian la intervención de la policía en el interior de la basílica.
Acompañado del cardenal Giovanni y del secretario de Estado Mendoza, Crossman y sus hombres recorren el pasillo central pisando los talones a Pazzi, que imparte órdenes concisas a través del walkie-talkie. En cuanto se han producido los primeros disparos, los policías de paisano repartidos por la basílica han apuntado con sus armas a los guardias suizos. Ha habido un breve intercambio de tiros; luego, al ver que su comandante entregaba el arma y se rendía, los últimos focos de resistencia han hecho lo mismo.
Crossman se acerca a Valentina, que continúa arrodillada junto al padre Carzo; esta acaricia sus cabellos sin darse cuenta de que el charco de sangre ha llegado a sus rodillas e impregna la tela de sus vaqueros. Unos enfermeros atienden diligentemente al sacerdote. Le ponen un gotero con varias bolsas de plasma y de glucosa y preparan su evacuación. Fuera, un helicóptero se acerca. Valentina da un ligero respingo cuando una mano se posa en su hombro.
—¿Saldrá de esta? —pregunta Crossman.
Ella se encoge de hombros en señal de ignorancia. El jefe del FBI mira hacia el altar. El Papa está tendido en el suelo. Siete impactos rojo sangre han rasgado su alba blanca. Sentado junto a él, el camarlengo agoniza con los ojos muy abiertos. Giovanni sube los peldaños y se arrodilla junto al anciano. De repente, Crossman se da cuenta de que los sillones colocados detrás del altar están vacíos.
—Valentina, ¿dónde se han metido los cardenales del Humo Negro?
Sin apartar los ojos del padre Carzo, a quien los enfermeros están atando a una camilla, la joven señala la escalera que desciende a las profundidades de la basílica.
—¿Han huido por ahí?
Ella dice que sí con la cabeza.
—¡Por el amor de Dios, Valentina, reaccione! Voy a necesitarla para que me guíe por los sótanos.
Ella se levanta lentamente y mira cómo los camilleros se alejan. Después se vuelve hacia Crossman. Su mirada es gélida.