Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
—Sé dónde está Marie.
—¿Dónde?
Valentina amartilla su Beretta con un chasquido.
—Primero los cardenales.
Al pie del altar, el camarlengo, al que una bala ha alcanzado en la garganta, nota que un espumarajo de sangre escapa de entre sus labios. Sabe que no sobrevivirá. Contempla el cadáver del Papa desplomado sobre el mármol. De rodillas junto a él, el cardenal Giovanni murmura:
—Eminencia, ¿quiere que le escuche en confesión?
El anciano parece tomar súbitamente conciencia de su presencia. Vuelve lentamente la mirada hacia él. Sus ojos brillan de odio. Un ronquido sube por su garganta.
—Creo en Satán Padre todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra. Creo en Janus, su único hijo, que murió renegando de Dios en la cruz.
Una inmensa tristeza invade el corazón de Giovanni. Tan cerca de la muerte, el camarlengo está perdiendo su alma. El joven cardenal casi le envidia semejante valor.
—¿Y si existe realmente? ¿Ha pensado en ello?
—¿Quién?
—Dios.
El anciano camarlengo se ahoga.
—Dios… Dios está en el Infierno. Está al mando de los demonios. Está al mando de las almas condenadas y de los espectros que vagan por las tinieblas. Todo es falso, Giovanni. Nos han mentido. Tanto a usted como a mí.
—No, eminencia. Jesucristo murió realmente en la cruz para salvarnos. Después subió a los cielos y se sentó a la derecha del Padre, desde donde regresará para juzgar a los vivos y a los muertos.
—Eso son patrañas.
—No, son creencias. Y por eso la Iglesia no ha mentido. Ha ayudado a los hombres a creer en lo que necesitaban creer. Ha erigido catedrales, ha construido pueblos y ciudades, ha dado la luz a siglos de tinieblas y sentido a lo que no lo tenía. ¿Qué otra cosa le queda a la humanidad que la certeza de no morir jamás?
—Ya es demasiado tarde. Saben la verdad. No la olvidarán.
—Vamos, eminencia, es lo invisible lo que alimenta la fe, nunca la verdad.
Un acceso de risa sacude el pecho del camarlengo.
—¡Pobre Giovanni! ¡Es usted tan ingenuo!
Intenta decir algo más, pero se asfixia, se ahoga en su propia sangre. Su pecho se inmoviliza, su cuerpo cae y sus pupilas se velan. Giovanni cierra los ojos del anciano. Luego se vuelve y ve a Crossman y a una chica morena que bajan con un destacamento de policías por la escalera que conduce a los sótanos de la basílica. Al incorporarse, nota cómo una mano glacial se cierra con una fuerza sobrehumana sobre su muñeca. Se sobresalta violentamente y se esfuerza en desasirse. Con los ojos muy abiertos, el camarlengo le susurra:
—Usted es el próximo.
—¿Qué dice?
—Esto no ha terminado, Giovanni. ¿Me oyes? Siempre vuelve a empezar.
El cardenal cierra los ojos y lucha contra la cosa que intenta penetrar en él, algo de una negrura tan profunda que su fe comienza a vacilar como la llama de una vela expuesta al viento. Luego, la mano del anciano cae al suelo. Giovanni abre los ojos; el camarlengo no se ha movido ni un milímetro. Seguramente se ha dormido unos segundos y ha tenido una pesadilla. Está casi convencido cuando nota que tiene la muñeca dolorida. Baja los ojos. La articulación está amoratada. «Siempre vuelve a empezar…»
El joven cardenal se levanta y contempla el evangelio abierto sobre el altar. Lo cierra y lo estrecha entre sus brazos. Bajo la tela de la sotana, la cruz de los Pobres late contra su piel.
Cuando el pasadizo secreto que Valentina había tomado para subir desde la Cámara de los Misterios se abre, una vaharada de aire viciado escapa por el hueco. Los pasos retumban en el silencio, las pistolas ametralladoras entrechocan. Crossman y Valentina avanzan por los sótanos siguiendo a los policías. Las linternas frontales barren las polvorientas paredes. La mano de Valentina roza la piedra, que parece desprender un extraño calor.
La cabeza del destacamento acaba de llegar a la escalera de caracol que se hunde en los cimientos de la basílica. Hace cada vez más calor. Vaharadas de aire ardiente se elevan, arrastrando con ellas remolinos de chispas. Crujidos, crepitaciones. El ronroneo de las llamas. Algo se quema en la Cámara de los Misterios.
Valentina y Crossman se abren paso a través del destacamento de policías. Los que acaban de entrar en la Cámara retroceden, pálidos. Valentina entra. Contempla las hogueras de papel que los cardenales del Humo Negro han encendido. Las llamas son tan altas que lamen las bóvedas y ennegrecen los arcos de los pilares. Lo que está ardiendo son los archivos del Vaticano, no solo la correspondencia privada de los papas y los informes de la investigación interna puesta en marcha por Clemente V, sino también todos los anaqueles de los archivos secretos de la cristiandad, que los cardenales han hecho transportar a la Cámara después de la elección del Papa. Están destruyendo todas las pruebas. Veinte siglos de historia y de tormentos consumiéndose en un remolino de llamas.
El aire se vuelve irrespirable. Los policías intentan cubrir a Valentina, que avanza sujetando su Beretta con los brazos extendidos. A su espalda, Crossman barre el espacio con su 45. Valentina se detiene. Acaba de ver a cinco cardenales con hábito rojo que acaban de apilar una montaña de manuscritos y de pergaminos contra uno de los pilares de la cripta y rocían la pirámide con gasolina.
Dispara dos tiros al aire. El estruendo del incendio cubre el ruido de las detonaciones. Con una sonrisa de demente en los labios, uno de los cardenales no nota que sus cabellos se consumen por efecto del calor. Los otros cuatro se han arrodillado junto a un enorme montón de papeles; a fuerza de arrojar los manuscritos al fuego, sus dedos han quedado reducidos a muñones carbonizados. El cardenal ni siquiera se ha dado cuenta de que la manga de su sotana está empapada de gasolina. Y frota una cerilla para encender la hoguera…
Valentina grita. La cerilla se enciende. La llama lame la manga de la sotana y se extiende por el brazo del prelado. Los policías, horrorizados, se han detenido. Mirando a la cara a Valentina, que le suplica que renuncie, el cardenal introduce la antorcha en que se ha convertido su brazo entre el montón de pergaminos y se inmola. Las emanaciones de gasolina prenden y forman una sola llama gigantesca, que devora la montaña de papeles. Las encuadernaciones de piel se funden, los rollos de varios siglos de antigüedad se inflaman como estopa. Valentina retrocede unos pasos mientras el fuego engulle a los cardenales arrodillados; sus rostros se funden como máscaras de cera. Jirones de amanecer rojo se arremolinan en el aire ardiente. Una mano agarra a Valentina de un brazo, la voz de Crossman suena en su oído.
—¡Por el amor de Dios, Valentina, hay que largarse antes de que el fuego nos cierre el paso!
—¡Las cruces de las Bienaventuranzas! ¡Hay que recuperar las cruces!
Hace tanto calor que se propagan pavesas de un foco a otro. En poco tiempo, la sala entera arderá. El aire apesta a carne quemada. Valentina contempla una vez más la hoguera y cree distinguir cinco formas acartonadas en medio de los pergaminos. Pero nota la mano de Crossman tirando de ella con todas sus fuerzas. La joven retrocede. Deja de resistirse. Renuncia.
El alarido de las sirenas. Una comitiva de coches de bomberos se abre paso con dificultad por las calles y los puentes de Roma invadidos por la muchedumbre. Nadie entiende qué está pasando.
En la plaza, las cámaras de la CBS y de la RAI filman sin parar al ejército de policías que ha tomado posiciones alrededor del Vaticano. Un espeso humo negro sale por los tragaluces de la basílica y del edificio de los Archivos secretos. Los comentaristas afirman que se ha producido un gigantesco incendio en los sótanos y que avanza por las galerías subterráneas que serpentean bajo la plaza de San Pedro. Los archivos arden. Dos mil años de historia convertidos en humo y en una lluvia de cenizas que cae sobre las cúpulas del Vaticano. La humareda es tan negra que tapa el sol. Parece que vaya a anochecer.
Los vehículos frenan, los bomberos desenrollan las mangueras y se ponen las máscaras antigás antes de entrar en los edificios para combatir el incendio por los sótanos. Pendientes de la maniobra, ningún cámara ve el cortejo de guardias suizos que avanza por la pasarela que une el Palacio Apostólico al castillo de Sant'Angelo: un camino de ronda en lo alto de una muralla que sigue el trazado de la via dei Corridori, es decir, ochocientos metros en línea recta por encima de la multitud. Por ahí es por donde los papas huían cuando el Vaticano estaba amenazado. El camino de ronda no se había utilizado desde hacía varios siglos, pero los pontífices se habían encargado de mantenerlo en condiciones por si acaso. Habían hecho bien.
El cardenal Mendoza y el cardenal Giovanni avanzan en silencio en medio del destacamento. Mendoza se apoya en su bastón. Giovanni lleva el evangelio según Satán envuelto en un grueso paño rojo.
El helicóptero del ejército italiano se dirige a toda velocidad hacia el norte. Sentados en la parte trasera, Crossman y Valentina contemplan el curso sinuoso del Tíber, que serpentea por los valles de Umbría. El aparato acaba de dejar atrás Perusa. Atraviesa el aire helado hacia la cadena de los montes Apeninos, cuyas estribaciones se recortan a lo lejos. Crossman cierra los ojos. Piensa en Marie. Se culpa por haberla sacado del hospital de Boston para meterla en ese maldito avión con destino a Denver. Sabía que llegaría hasta el final y que poseía la facultad de ver a los muertos y de ocupar el lugar de las víctimas de los casos que investigaba. Marie había encontrado el evangelio y seguramente eso le había costado la vida. Todo por ese maldito don cuya existencia Crossman había fingido olvidar.
En seis años de carrera juntos, solo habían hablado de ello una vez, durante una cena de gala en la Casa Blanca, y en voz baja para que nadie los oyera. Esa noche, Crossman había bebido unas copas de más. Simplemente para pincharla, le preguntó a Marie, que permanecía apartada, si veía muertos en medio de los vivos en aquellos salones donde la flor y nata de Washington bebía champán a mil dólares la botella. Ella se sobresaltó.
—¿Cómo dice?
—Muertos, Marie. Ya sabe, los generales de la guerra de Secesión, Sherman, Grant o Sheridan. O el viejo Lincoln. O, mejor aún, ese viejo zorro de Hoover. Nunca se sabe, a lo mejor todavía ronda por aquí.
—Ha bebido más de la cuenta, Stuart.
—Claro que he bebido, joder. Bueno, ¿ve muertos en medio de todos estos gilipollas o no?
Marie asintió con la cabeza. Al principio, él creyó que bromeaba, pero sus ojos se cruzaron con la mirada azul y triste de ella.
—Esta noche solo hay uno. Es una mujer —respondió Marie.
Crossman siguió bromeando, pero ya sin convicción.
—¿Es guapa al menos?
—Muy guapa. Está justo a su lado. Le mira. Lleva un vestido azul y una pulsera de ágatas.
Un perfume de lavanda invadió las fosas nasales de Crossman y las lágrimas se agolparon en sus ojos. En su vida había una herida abierta que no se cerraría nunca. Doce años atrás, su mujer, Sarah, se había matado en un accidente de tráfico con sus tres hijos. Cuatro cuerpos carbonizados en un Buick tan destrozado por el choque que habría cabido en una bañera. Poco antes de que muriera, él le había regalado una pulsera de ágatas. Eso no lo sabía nadie.
Tras la muerte de Sarah, Crossman se sumergió en el trabajo como otros lo hacen en el alcohol. Por eso había subido tan deprisa en la escala del FBI.
Ante la emoción de su jefe, Marie lo cogió de la mano. Crossman balbuceó unas palabras estúpidas tratándose de una muerta:
—¿Está… está bien?
—Sí.
Se produjo un silencio, durante el cual Crossman estrechó la mano de Marie. Después susurró con voz trémula:
—¿Necesita algo?
—No. Es usted quien la necesita a ella. Ella intenta hablarle, pero usted no la oye. Intenta decirle que hace doce años que está a su lado. No siempre, pero sí de vez en cuando. Va y viene. Se queda un rato y luego se va.
Con las lágrimas a punto de saltársele de los ojos, Crossman recordó todos esos instantes en los que había percibido extraños efluvios de lavanda flotando en el aire. Como allí, en ese gigantesco salón de la Casa Blanca donde el alcohol corría a raudales.
—¿Y qué dice?
—Dice que es feliz donde está y que quiere que usted lo sea también. Dice que no sufrió cuando murió. Los niños tampoco. Dice que es preciso olvidar y que usted debe empezar de nuevo a vivir.
Crossman reprimió un sollozo.
—Dios mío, la echo tanto de menos…
Un silencio.
—¿Puede… puede decirle que voy a intentarlo?
—Es usted quien debe decírselo. Ella está aquí. Le escucha.
—¿Y luego?
—Luego ¿qué?
—¿Volverá?
—Siempre que la necesite, estará aquí. Y un día, cuando su dolor haya pasado, se marchará.
—Entonces dígale que me niego a olvidarla.
—Es preciso, Stuart. Tiene que dejar que se vaya.
—¿Y dónde está ahora?
—Justo delante de usted.
Levantando despacio la mano, Crossman murmuró algo en medio del estrépito de los invitados. Le dijo a Sarah que le pedía disculpas por no haberle dicho adiós aquella mañana, que sentía mucho no haber podido besarla una vez más. Tras un silencio, bajó la mano y preguntó:
—¿Sigue aquí?
—Ahora se va.
Crossman aspiró el aire un momento para tratar de retener el perfume de lavanda que se disipaba. Después de ponerse las gafas oscuras para ocultar sus ojos, dijo:
—No volveremos a hablar nunca más de esto, ¿de acuerdo?
Marie asintió y no volvieron a hablar nunca más de ello. Lo que no había impedido a Crossman enviarla en misión al otro extremo del mundo para que se metiera en la piel de una vieja monja emparedada.
Da un respingo al notar que la mano de Valentina se posa en su brazo. Escondido detrás de sus gafas oscuras, se vuelve hacia ella y ve cierto parecido con Marie. Traga con dificultad; una bola de tristeza obstruye su garganta. A lo lejos, a través del ojo de buey, se dibujan los verdes valles del Po y las estribaciones de los Dolomitas. Marie está ahí abajo, en algún lugar de esas montañas. Una ráfaga de lavanda invade las fosas nasales de Crossman. El director del FBI cierra los ojos.
Sobre el Vaticano, a medida que las mangueras combaten las llamas en los sótanos la humareda negra se disipa poco a poco. La gente agolpada en las avenidas contempla la escena, las cámaras filman. Nadie levanta la vista, nadie ve al destacamento de guardias suizos y a los dos cardenales que avanzan por el camino de ronda. Prácticamente han llegado a las murallas de la fortaleza de Sant'Angelo, a unos metros de allí, cuando el cardenal Giovanni se vuelve y suspira.