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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (65 page)

—Ahora está todo perdido.

—¿A qué se refiere?

—A los archivos, los pergaminos, la correspondencia de los papas…

El viejo Mendoza sonríe.

—El Vaticano ha pasado por momento peores a lo largo de su historia y volverá a renacer de sus cenizas. Además, lo esencial no está ahí. Lo que arde a nuestra espalda no es más que papel. Algunos libros y pergaminos antiguos.

—¿Dónde está entonces lo esencial?

—Usted tiene una parte en las manos.

Giovanni baja los ojos hacia el volumen envuelto en el paño rojo.

—¿No sería mejor destruirlo?

—Sí, más adelante.

—¿Cuándo?

—Cuando lo hayamos estudiado y hayamos penetrado sus secretos. Es un tesoro inestimable, es lo único que puede informarnos acerca de la verdadera naturaleza de nuestros enemigos.

—¿En qué puede sernos útil, ahora que los últimos cardenales del Humo Negro están muertos?

—¿Muertos? ¿Está seguro?

—¿Qué quiere decir?

—Que las herejías nunca mueren en la hoguera. Los herejes sí, pero las herejías no. Volverán. De una u otra forma, volverán. Y cuando llegue ese día, tenemos que estar preparados.

Un silencio. El destacamento acaba de llegar a la torre oeste del castillo de Sant'Angelo. La verja se cierra tras ellos chirriando. Bajan por una escalera de caracol, de piedra, que se hunde en las entrañas de la Tierra. El aire se vuelve más fresco.

—¿Adónde me lleva?

—Al lugar más secreto del Vaticano. Allí donde, desde hace siglos, se encuentra guardado lo esencial. Los verdaderos tesoros de la cristiandad. Como le he dicho, el resto no es más que papel.

Giovanni ha perdido la noción del tiempo. En sus brazos, el evangelio parece pesar toneladas, como si supiera que se dirige a su última morada y que va a volver definitivamente a la oscuridad.

El destacamento ha llegado a los últimos peldaños. Los guardias se han detenido al pie de un pesado rastrillo de acero permanentemente vigilado por unos alabarderos, que se eleva lentamente con un chirrido de poleas. Mendoza le explica a Giovanni que nadie puede cruzar ese límite salvo el Papa y el cardenal secretario de Estado.

—Nosotros éramos los únicos que conocíamos la existencia de este lugar. Puesto que el Papa ha muerto y la curia está desorganizada, compartiré con usted este secreto pero debo advertirle que tendrá que llevárselo a la tumba. ¿Me ha entendido?

Giovanni asiente con la cabeza. Cuatro pesados ganchos de acero inmovilizan el rastrillo, que ha desaparecido tras la piedra y cuyas puntas son lo único que continúa siendo visible. Una corriente de aire helado agita la llama que sostiene Giovanni. Este sigue a Mendoza por un estrecho corredor tallado en la roca. El suelo, en suave pendiente y cubierto de mosaicos, brilla a la luz de las antorchas. Caminan varios minutos, que a Giovanni le parecen horas y durante los cuales oye sonar el bastón de Mendoza en medio del silencio.

El anciano cardenal acaba de detenerse. Levantando la antorcha, ilumina una puerta medieval cuyos maderos, gruesos como un muro, han sido unidos de manera que puedan resistir todos los golpes de ariete. Grabada en la madera, se puede leer esta inscripción:

Aquí empieza el fin; aquí acaba el principio.

Aquí descansa el secreto del poder de Dios.

Malditos por el fuego sean los ojos

que se posen en él

Los ojos de Giovanni se agrandan a causa de la sorpresa.

—¡Es la misma inscripción que figura en el evangelio!

—Es la divisa de las recoletas, la advertencia suprema lanzada a través de los siglos a los locos y a los insensatos que puedan sentirse tentados de profanar los secretos de la fe. Por eso la Inquisición reventaba los ojos de los que habían contemplado tales misterios.

—¿Qué hay detrás de esa puerta?

El cardenal acerca las manos a un cerrojo florentino que acciona un conjunto de pesadas barras hundidas en el corazón de los maderos, e introduce hasta la mitad una llave antes de darle un cuarto de vuelta hacia la derecha. Un chasquido. A continuación mete la llave hasta el fondo, da dos vueltas hacia la izquierda y una más hacia la derecha. Un ruido de engranajes dentados que se ponen a girar a la vez, una serie de chasquidos sordos: las barras se deslizan y la pesada puerta se abre chirriando.

—Espéreme aquí.

Giovanni ve cómo Mendoza se aleja. Sus pasos se pierden en lo que parece ser una sala tan amplia que, a lo lejos, la antorcha del cardenal secretario de Estado parece una cerilla consumiéndose en las tinieblas.

El anciano acaba de llegar al final de la sala por el lado derecho. Giovanni tiene la impresión de estar solo. Ve que la antorcha se inclina y transmite su llama a otra antorcha. Luego, sin que Mendoza tenga necesidad de moverse, el fuego se extiende a lo largo de las paredes: un rosario de antorchas que se encienden una a otra gracias a un ingenioso sistema de mechas cubiertas de cera.

Giovanni mira a su alrededor. La sala es todavía más grande de lo que le había parecido.

El joven cardenal ve interminables hileras de mesas de piedra sobre las que hay objetos de toda clase cubiertos con pesados paños rojos. El aire polvoriento se impregna de un denso olor de cera. Huele a piedra, a musgo y a tiempo. Giovanni se acerca a Mendoza, que ahora está en el centro de la estancia. El anciano cardenal le quita el manuscrito de las manos y levanta un extremo de uno de los paños. Giovanni tiene el tiempo justo de ver otros libros gastados antes de que el paño caiga de nuevo, entre una nube de polvo.

—Cardenal Mendoza, ¿qué hay exactamente en esta sala?

—Recuerdos. Piedras viejas. Trozos de la verdadera Cruz. Vestigios arqueológicos de civilizaciones desaparecidas y huellas de una religión muy antigua encontradas en cuevas prehistóricas. Los creadores de Dios.

Un silencio.

—¿Qué más?

—Manuscritos. Evangelios apócrifos que la Iglesia ha mantenido ocultos durante siglos. El evangelio de María. El de Matías, el decimotercer apóstol. El de José y el de Jesús.

—¿El de Jesús? ¿Qué contiene?

—Lo sabrá muy pronto, puesto que usted es el próximo. Giovanni se estremece al oír las mismas palabras que el camarlengo agonizante susurró en la basílica.

—¿El próximo qué?

—El próximo papa.

—Eso nadie puede predecirlo.

—Ya lo creo que sí. Usted es muy joven y yo soy muy viejo. Los cardenales de la curia están tan aterrorizados que resultará fácil convencerlos. Ya lo verá. Lo convertirán en el próximo. Y entonces sabrá… Lo sabrá todo.

—Y seré el papa que reinará sobre unas cenizas, ¿no?

—Eso es lo que todos han hecho, Patrizio.

El cardenal Mendoza baja la palanca que acciona el apagado de las luces. Los matacandelas de cobre que coronan las antorchas descienden simultáneamente con un chirrido de poleas. Giovanni oye que el bastón de Mendoza rasca el suelo mientras este se aleja. Toca una vez más el evangelio según Satán; tiene la sensación de que la tapa late débilmente bajo la tela y de que un extraño calor se extiende por sus dedos.

—¿Viene?

El joven cardenal se vuelve hacia Mendoza, que espera en la entrada de la sala. El anciano parece una estatua. Giovanni se reúne con él. Después, la pesada puerta se cierra a su espalda chirriando.

Capítulo 219

Las tinieblas. La madre Yseult está muerta desde hace mucho. Parks lo ha notado porque los dedos han aflojado la presión alrededor de su cuello, porque aquel envoltorio arrugado se ha desprendido lentamente de su cuerpo. Un capullo de carnes muertas abandonado sobre el polvo; eso es todo lo que queda de la anciana religiosa que se estranguló siete siglos atrás.

Ahora, atrapada en el trance que la tiene prisionera en ese cubículo, Marie está sola. Está sentada en un banco de piedra al otro lado del muro, mirando al vacío, y al mismo tiempo está ahí, encerrada en esa tumba. Hace mucho que en el cubículo no hay ni una molécula de oxígeno, y sin embargo, Marie no muere.

Postrada en la oscuridad, recuerda el hedor que invadió los sótanos cuando abrió los ojos. Caleb habría podido matarla. Pero no lo había hecho. Había preferido el lento suplicio del emparedamiento mental: la visión y el muro, una doble prisión de la que Marie no tenía ninguna posibilidad de escapar. Tan solo Carzo podía hacerla salir del trance susurrándole al oído las palabras precisas. Caleb lo sabía.

Marie siguió con el pensamiento al sacerdote mientras se alejaba de Bolzano. La lucha entre él y Caleb prosiguió en un compartimiento ruidoso y se prolongó toda la noche. Al amanecer, Caleb perdió. Marie tuvo la certeza de ello cuando oyó mentalmente la voz de Carzo. El sacerdote acababa de llegar a la estación de Roma, le quedaba una cosa por hacer. El final del camino.

Atrapada en su reducto mental, Marie oyó campanas, gritos y disparos. Se echó a llorar cuando el sacerdote se había desplomado sobre el suelo de la basílica, se quedó sin respiración como él mientras su sangre se extendía por el suelo y los latidos de su corazón se espaciaban cada vez más. Fue entonces cuando sus pensamientos se unieron por última vez. Después, Marie perdió el contacto. Sin embargo, estaba segura de que el corazón de Carzo seguía latiendo como un eco lejano. Él también estaba encerrado en el fondo de sí mismo y, al igual que ella, esperaba la muerte.

Un ruido de pasos. Marie nota que sus uñas arañan las paredes del cubículo. Intenta mover los labios para pedir auxilio. Confiando por un instante en que sea Carzo, que ha vuelto en su busca, murmura su nombre.

Capítulo 220

—¡Está aquí!

Al barrer las tinieblas con la linterna. Valentina acaba de iluminar un cuerpo sentado en un banco de piedra. Una chica. Crossman corre hacia ella mientras los policías entran en los sótanos de Bolzano.

—¿Marie?

Ninguna respuesta. Crossman enfoca con su linterna los ojos abiertos de par en par que contemplan el vacío. Alarga la mano y se pone tenso al notar la piel helada de Marie bajo sus dedos. Apoya una oreja contra el pecho de la joven. Se incorpora.

—Es demasiado tarde.

—Quizá no.

Valentina aparta a Crossman y busca en sus recuerdos la frase que el padre Carzo pronunció justo antes de perder el conocimiento. Después se inclina hacia la joven y le susurra al oído:

—Marie, ahora tiene que despertar.

Bajo los dedos de Valentina, la venita que traza un surco azul en el centro de la muñeca de Parks se hincha imperceptiblemente. Luego se deshincha y vuelve a hincharse. Valentina la escruta. Los cercos negros que oscurecen la mirada de Marie están atenuándose. Sus facciones se relajan y las aletas de su nariz empiezan a temblar. Un toque rosa tiñe la blancura de sus mejillas. Un hilo de aire escapa de sus labios. El pecho de la joven se eleva. Cierra los ojos y los abre de nuevo. Luego se acurruca entre los brazos de Valentina y rompe a llorar.

Un mes más tarde…

Capítulo 221

Cinco de la mañana

La agente especial Marie Parks duerme profundamente. Se ha tomado tres somníferos para intentar olvidar los gritos de Rachel y los dedos de la madre Yseult cerrándose alrededor de su cuello. Desde entonces se encuentra sumida en un sueño brumoso e incoloro donde no llega nada del mundo que la rodea. Todavía no ha empezado a soñar. Sin embargo, los torbellinos de su subconsciente ya tratan de atravesar la barrera química de los somníferos. Fragmentos de imágenes.

De repente, la garganta de Marie se estrecha. Unas gotas de adrenalina se extienden por su sangre y dilatan sus arterias. Su pulso se acelera, las aletas de su nariz se estremecen y en sus sienes las venas azules se hinchan. Las imágenes se articulan y cobran vida.

Unos cirios iluminan las tinieblas. Miríadas de moscas zumban. Un olor de cera y de carne muerta. La cripta. Marie abre los ojos. Está desnuda, desgarrada en la cruz. Los clavos que atraviesan sus muñecas y sus tobillos están profundamente hundidos en la madera. Tiembla de dolor. Al pie de la cruz, Caleb la mira. Sus ojos brillan débilmente bajo la capucha.

Marie tiene frío. Los cadáveres han desaparecido. En su lugar, decenas de recoletas están arrodilladas en los reclinatorios. Rezan contemplando a Marie. Caleb levanta los brazos y repite los gestos de la misa: los del sacerdote alzando el copón y el cáliz que contienen el cuerpo y la sangre de Cristo. Las recoletas se ponen en fila en el pasillo central para comulgar. Caleb acaba de desenfundar un puñal. Marie tirita. Ese cuerpo que las recoletas van a recibir en la boca y esa sangre que van a beber arrodilladas al pie del altar son los suyos. Se retuerce en la cruz. Caleb se acerca. Se baja lentamente la capucha. Marie se pone a gritar. Porque ese rostro que la contempla es el del padre Carzo.

Capítulo 222

5:10 horas. El timbre del teléfono desgarra el silencio. Marie se sobresalta. Tiene la boca seca, pastosa. Un mal sabor de alcohol y de cigarrillos impregna su garganta. A lo lejos, la sirena de una ambulancia. Abre los ojos y distingue las luces del amanecer a través de la ventana de la habitación del hotel. La brisa agita suavemente los visillos. Las luces de neón rojas de un rótulo parpadean en la penumbra: el hotel en el Sam Wong, barrio de Chinatown, San Francisco. Marie aspira a pleno pulmón los olores de la ciudad. Los rayos de luz de color paja que penetran ahora en la habitación terminan de poner fin a su pesadilla. Una bocina a lo lejos, un carguero pasa bajo el Golden Gate. Al sexto timbrazo, Marie descuelga. Es la voz del padre Carzo.

—¿Estaba durmiendo?

—¿Y usted?

—Yo ya he dormido bastante.

—Yo también.

Marie alarga un brazo para coger el paquete de tabaco que está sobre la mesilla de noche.

—¿Está ahí?

Ella aspira una bocanada de humo.

—Sí.

—La espero.

—Voy.

Cuelga, apaga el cigarrillo y entra en el cuarto de baño. Regula el agua de la ducha para que salga ardiendo. Después se desnuda y se estremece bajo el chorro que le abrasa la piel. Cierra los ojos para intentar despejarse. Mierda de somníferos…

Capítulo 223

Ciudad del Vaticano

La multitud congregada en la plaza de San Pedro es menos numerosa que durante la anterior elección. Menos silenciosa también. Unos cantan, otros rezan, otros tocan un instrumento. Todos intentan olvidar lo que han vivido. El trauma de esas últimas semanas ha sido demasiado fuerte. Tan fuerte, en realidad, que si se preguntara a los peregrinos qué recuerdan de esos días funestos, seguramente la mayoría respondería que tiene la sensación de que el asesinato del Papa se produjo hace varios años. Por lo demás, solo han conservado flashes en blanco y negro, imágenes desprovistas de color. Eso y las columnas de humo negro que salían por los tragaluces de la basílica mientras los archivos ardían.

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