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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (57 page)

—No lo hará mientras yo no le diga que lo haga.

—No me gusta, Stuart. Te había dicho que vinieras solo.

—No sabía que se trataba de usted, don Gabriele.

—¿Y si lo hubieras sabido?

—Habría venido con el triple de hombres.

El viejo sonríe.

—Me persiguen tantos policías por todo el mundo que no cabrían en un estadio de fútbol, así que unos cuantos más o menos…

—En su mensaje decía que el Humo Negro tiene un punto débil. ¿Cuál es?

—Una persona está en camino para recoger unos documentos sobre esa cofradía. Tienes una cita con ella dentro de muy poco.

—¿Qué tipo de documentos?

—De los que al Humo Negro le gustaría recuperar a cualquier precio si conociera su existencia.

—¿Y esa persona quién es?

El teléfono móvil de Crossman vibra bajo su chaqueta. Dirigiendo una mirada interrogativa a don Gabriele, contesta.

—Stuart Crossman, dígame.

—Soy el cardenal Patrizio Giovanni. Un amigo común me ha dado su número. Me ha dicho que estaría al corriente de un asunto que exige que nos veamos lo antes posible.

—Dígame dónde.

—En Le Gozo, un bar de La Valetta que está en una placita, junto a la iglesia de San Pablo. A las seis y media. ¿Es posible?

Crossman interroga a don Gabriele con la mirada. El viejo asiente.

Capítulo 180

Un silencio mortal se ha abatido sobre la capilla Sixtina. Los ciento dieciocho cardenales electores han tomado asiento en unos sillones enfrentados a ambos lados de dos hileras de mesas cubiertas con pesados manteles blancos y rojos. Sobre los prelados silenciosos, los frescos de la Creacióndel mundo, de Miguel Ángel, contemplan la asamblea. Encima del altar, la escena del Juicio Final parece recordar a los cardenales la gravedad de su misión.

El cónclave había comenzado oficialmente hacía dos horas, con una misa solemne en el transcurso de la cual se había invocado al Espíritu Santo. Luego, los cardenales se habían reunido en la capilla Paulina del palacio apostólico. A continuación, con las vestiduras de coro y a los sones del Veni Creator, habían ido hasta la capilla Sixtina. Por último, tras dividirse la procesión en dos filas, habían tomado asiento bajo la mirada de los frescos.

Ahora, el cardenal decano se levanta y pronuncia en latín la fórmula del juramento ritual que precede todas las elecciones. Ella sellará los labios de los cardenales electores, conminándolos a no revelar jamás nada del cónclave ni a comunicarse con el exterior so pena de excomunión inmediata.

Los cardenales escuchan atentamente la voz trémula del decano. Cuando por fin se hace de nuevo el silencio, los padres electores ponen la mano sobre el ejemplar de los Evangelios que han colocado delante de ellos y completan el compromiso colectivo del cónclave pronunciando un juramento personal: ciento dieciocho fórmulas breves e idénticas desgranadas bajo las bóvedas pintadas de la capilla.

De nuevo se hace el silencio. La votación va a empezar. El maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias pronuncia el Extra omnes, con lo que invita a todos los que no son electores a salir de la capilla. Después sale él y deja a los cardenales cara a cara con su conciencia. Todos se miran. Casi todos lo saben. Antes de empezar el cónclave, la mayoría de ellos han recibido un extraño sobre con fotos de su familia secuestrada por unos hombres con la cara tapada. Un mensaje incluido en el sobre precisa que se les darán las consignas de voto en la segunda vuelta. En ese momento, el elegido sacará de su manga un pañuelo rojo y lo colocará delante de él. El mensaje añade que deben reducir a cenizas el sobre y su contenido antes de dirigirse al cónclave. De este modo quedan advertidos de que, si alguien llega a encontrar uno solo de esos sobres, todas las familias serán ejecutadas en el acto.

Los cardenales saben ahora que el Vaticano está cambiando de manos. Semejantes manejos serían suficientes para anular el cónclave y desencadenar una crisis profunda en el seno de la Iglesia; bastaría una palabra, una mano que se levantara… Sin embargo, nadie dice nada, como si cada uno esperara que otro se echase al agua y denunciara el complot. O, más bien, como si todos rezaran en silencio para que nadie hablara. Así pues, cada vez que sus miradas se cruzan, los cardenales bajan los ojos. Sienten vergüenza. Tienen miedo.

El cardenal decano se levanta de nuevo. Pregunta si todos se sienten preparados para proceder a la votación o si conviene aclarar alguna duda que quizá todavía oscurezca las conciencias. Camano se sorprende sonriendo. Esa frase hecha se parece a la que pronuncia el sacerdote justo antes de sellar un matrimonio. «Si alguien tiene algo en contra de esta unión, que hable ahora o que calle para siempre.» Los cardenales se miran. Es ahora cuando habría que hablar. Reparan en las gotas de sudor que brillan en las sienes del decano. Entonces comprenden que él también ha recibido un sobre. Él también tiene miedo. Él tampoco dirá nada. Bajan la mirada. El cardenal decano pide a los que están preparados para votar que levanten la mano. Ciento dieciocho brazos se alzan lentamente hacia los frescos.

Capítulo 181

El director médico de la clínica Gemelli levanta los ojos de los papeles al oír que la cristalera se abre con un siseo. Un prelado con sotana negra acaba de entrar. Lleva unas gafas de cristales gruesos y un maletín en la mano. El director médico se esfuerza en permanecer impasible. Sabe qué quiere ese hombre, ha estado toda la noche esperándolo. Incluso le había sorprendido que no apareciera antes. Después, incluso empezó a confiar en que no se presentara. Pero ahora está allí. El médico echa un vistazo rápido a su reloj: las cinco menos cuarto. El cardenal Giovanni necesita al menos una hora más para recoger los documentos de Valdez. Va a tener que actuar con cautela.

Los zapatos del prelado no hacen ningún ruido sobre la moqueta. Se detiene delante del mostrador de admisión y carraspea para atraer la atención del médico, que ha vuelto a concentrarse en las hojas de ingresos. Cada segundo cuenta: hace una seña al recién llegado indicándole que espere unos instantes y de vez en cuando anota algo en las páginas que finge leer. Finalmente, alza los ojos hacia el hombre y nota que se le hace un nudo en la garganta al encontrar su mirada fría.

—Usted dirá.

—Soy monseñor Aloïs Mankel, de la congregación por la Doctrina de la Fe.

El médico se yergue imperceptiblemente. La congregación por la Doctrina de la Fe, el nombre moderno de la Santa Inquisición. El hombre que está ante él es, por tanto, un inquisidor. Alguien familiarizado con los expedientes voluminosos y los secretos. Además, es un protonotario apostólico que lleva el título de monseñor, el equivalente de los inquisidores generales de la Edad Media. Lo más alejado de quienes charlan inútilmente o pasan por al lado de lo que buscan sin verlo. El director médico de la Gemelli esperaba que fuese un alto prelado o, en el peor de los casos, otro médico, pero no un inquisidor. La presencia de ese personaje significa que por lo menos una parte de la congregación por la Doctrina de la Fe se ha pasado al bando del Humo Negro. La batalla se presenta difícil.

—Lo siento, monseñor, pero las visitas no empiezan hasta las ocho.

Una sonrisa fría curva los labios del prelado.

—Vengo a ver a un muerto. No hay hora para los muertos.

—¿Cuál es su nombre?

—¿No se lo he dicho?

—Lo recordaría.

Un silencio. La mirada glacial del inquisidor escruta la del médico hasta el fondo del alma. La burda trampa no ha funcionado, cosa que parece ponerle furioso.

—Vengo a examinar los restos de su eminencia el cardenal Patrizio Giovanni.

—¿Le importaría decirme con qué objeto?

—Con el objeto de asegurarme de que se trata efectivamente de su eminencia, a fin de organizar su traslado a su región natal de los Abruzos.

Otra burda trampa. Giovanni es originario de Germagnano, en los Apeninos. El protonotario lo sabe. Intenta averiguar si el médico lo sabe también. Eso no sería forzosamente una prueba, sino una presunción. Y así es como actúan los inquisidores: con presunciones que tallan hasta forjarse una convicción. Por el momento, el prelado sospecha que el médico miente. En los minutos siguientes, habrá que hacer lo imposible para impedirle tener la convicción de ello.

—¿Tiene calor? —pregunta el clérigo.

—¿Cómo dice?

—Está sudando.

El médico ve que la mirada del prelado se clava en su frente, donde están formándose unas gotas de sudor. Se la seca con la palma de la mano. Una presunción más.

—He estado cuatro horas operando. Estoy agotado.

—Ya lo veo.

Otro silencio. Las supuestas cuatro horas de operación son las que el médico se ha pasado maquillando el cadáver del obispo fallecido en el coche del cardenal Giovanni. Al llegar al hospital, el desdichado tenía la cara destrozada y el cuerpo despedazado. Como Gardano y Giovanni tenían más o menos la misma edad y la misma estatura, el director médico había telefoneado al cardenal Mendoza para exponerle su idea. El anciano secretario de Estado dio su aprobación. Después, convocó a Giovanni en un restaurante para enviarlo a recoger los documentos de Valdez. Una hora más tarde, el móvil del médico sonó. El cardenal Mendoza le anunciaba que Giovanni estaba de acuerdo. El médico colgó y, con la ayuda del historial médico de Giovanni, se pasó cuatro horas reproduciendo sus marcas distintivas en lo que quedaba del cadáver del obispo: manchas de nacimiento, dos prótesis dentales de cerámica, otra de oro al fondo de lo que quedaba de la boca…

—¿Vamos?

El médico se sobresalta. La pregunta que acaba de hacer el inquisidor no es realmente una pregunta.

Capítulo 182

La votación comienza. Han dado a cada elector tres papeletas rectangulares con la frase «Eligo in summum pontificem»[1]y una línea de puntos debajo donde él indicará el patronímico del cardenal al que le da su voto. Camano mira cómo los electores escriben con letra clara el nombre de su favorito. En espera de la segunda vuelta, casi todos votarán por ellos mismos. Pero Camano sabe también que algunos ven en él una posible puerta de salida a la crisis que sacude a la Iglesia. Es uno de los prelados más poderosos e influyentes del Vaticano. Controla la Legión de Cristo y la congregación de los Milagros. Contaba, además, con los favores y el afecto del difunto Papa. Tras la muerte del cardenal Centenario, es lógico que sea él quien vaya a recibir la mayor parte de los votos en la primera vuelta.

Tanto más lógico, piensan los cardenales, puesto que, si una parte suficientemente importante de los escrutinios va a parar a su persona, quizá pueda derrocar al candidato del Humo Negro en la segunda vuelta. A no ser que todos los cardenales hayan recibido un sobre, en cuyo caso el Humo Negro ya ha ganado la partida. Pero ¿cómo es posible que más de cien familias hayan sido tomadas como rehenes en una sola noche? Eso es lo que algunos cardenales se preguntan mientras alzan los ojos hacia Camano, sin saber que él también ha recibido un sobre.

Puesto que las consignas del Humo Negro no deben tenerse en cuenta hasta la segunda vuelta, Camano se vota a sí mismo. Dobla la papeleta por la mitad y la deja ante sí en espera de ir a depositarla a la urna.

Los cardenales han dejado el bolígrafo y doblado su papeleta. Uno tras otro, irán a votar y regresarán a su sitio. Camano es el último. Cuando llega su turno, se levanta y avanza lentamente hacia el altar con el brazo levantado, a fin de que los demás puedan ver que solo lleva una papeleta. Al llegar al pie del altar junto al que están los escrutadores, pronuncia en voz alta el último juramento de los electores:

—Yo, cardenal Oscar Camano, pongo por testigo a Jesucristo Nuestro Señor de que doy mi voto a quien, según Dios, considero que debe ser elegido.

A continuación se acerca al altar. Un gran cáliz cubierto por una patena hace las veces de urna. Camano deposita su papeleta sobre la bandeja y la inclina lentamente para que el papel caiga dentro del cáliz. Luego vuelve a colocar la patena en su sitio y retrocede unos pasos para inclinarse ante el altar.

Mientras vuelve a su asiento, el primer escrutador levanta el cáliz lleno y lo agita para remover el contenido. Hecho esto, el tercer escrutador saca las papeletas y las deposita una a una en un recipiente transparente, a la vez que las cuenta en voz alta para comprobar que ningún cardenal ha votado dos veces. Ciento dieciocho papeletas caen en el recipiente, que es llevado a una mesa dispuesta ante el altar donde los escrutadores han tomado asiento.

El primer escrutador coge la primera papeleta del recipiente, la desdobla y la lee sin pronunciar una palabra. Después se la pasa al segundo escrutador, que la lee también, pero en voz alta, antes de pasársela al tercer y último escrutador, que comprueba en silencio que el nombre que acaba de ser pronunciado es el que figura en la papeleta. A continuación, pincha el documento con una aguja enhebrada. Finalizado el escrutinio, todas las papeletas de voto ensartadas en el hilo serán quemadas en la chimenea de la capilla hasta quedar reducidas a cenizas.

El escrutinio prosigue. Once papeletas acaban de ser leídas. Seis repartidas entre otros tantos cardenales, dos a favor del cardenal Camano y tres por el cardenal camarlengo Campini, hacia quien convergen ahora todas las miradas.

Capítulo 183

El director médico precede en silencio a monseñor Mankel a lo largo de los desiertos pasillos de la clínica. Bajan por una escalera que conduce al depósito de cadáveres. El facultativo empuja una puerta de doble batiente, que se cierra con un chasquido detrás del inquisidor. Atraviesan varias salas con hileras de cámaras frigoríficas donde están almacenados los muertos en espera de la autopsia. Los climatizadores ronronean.

El médico entra en la última habitación. Un cadáver envuelto en una bolsa de plástico está tendido sobre la mesa de operaciones. Un enfermero limpia el suelo. El inquisidor, sin prestarle ninguna atención, le indica al médico que abra la bolsa. No retrocede instintivamente al ver lo que queda del difunto, ni siquiera pestañea.

—¿Esto es todo?

—El cardenal Giovanni se ha empotrado bajo un camión de treinta toneladas a ciento cuarenta kilómetros por hora y una furgoneta que circulaba a la misma velocidad lo ha embestido por detrás. O sea que sí, esto es todo.

—¿Ha efectuado la identificación dental?

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