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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (55 page)

Agotada, siente la tentación de detenerse. Sería tan sencillo arrodillarse y dejarse llevar… De repente, se acuerda del puñal del monje clavándose en el vientre de Mario. Se acuerda de su mirada. Entonces profiere un grito de cólera y echa a correr hacia delante, moviendo los brazos para acelerar la marcha. No necesita volverse para saber que los monjes siguen caminando. Sobre todo, no debe mirar hacia atrás. Si lo hace, el terror le paralizará las piernas.

Levantando agua de los charcos con los pies descalzos, sube la colina del Quirinal hacia el centro y pasa por delante del palacio de la Presidencia. Busca con los ojos a los guardias que deberían estar apostados delante de la verja. Las garitas están vacías. Continúa corriendo. Las paredes del palacio Barberini se alzan a lo lejos cuando Valentina ve a otros dos monjes cien metros delante de ella. Se adentra en una calleja atestada de cubos de basura. Distingue los cirios de una procesión en la via Nazionale. A su espalda, los cuatro monjes están ahora muy cerca. Luces azules: faros giratorios encendidos; cuatro coches de la policía acompañan el avance de los fieles. Un último esfuerzo, un último acelerón.

Justo antes de darse de bruces con la procesión, Valentina desenfunda su arma y vacía el cargador disparando al aire. Los casquillos ardientes aterrizan sobre el asfalto. La muchedumbre se dispersa gritando. Sin dejar de correr hacia los policías, que la apuntan, Valentina enseña la placa con las manos en alto a la vez que recita su número de placa. Acto seguido se desploma entre los brazos del cabo. Echa un último vistazo por encima del hombro mientras el policía la envuelve en una manta de lana. Los monjes ya no están.

Capítulo 171

En el antiguo cementerio del convento de Bolzano, donde ahora están el uno junto al otro, Parks y Carzo acaban de encontrar la tumba de la recoleta. En la lápida mohosa ya no hay ninguna inscripción; tan solo queda una cruz potenzada de contornos erosionados por el paso del tiempo. Ahí era donde las agustinas enterraron a la anciana recoleta un día de febrero de 1348. El día que la Bestia entró en el convento.

Marie aparta un arbusto de retama y descubre otra lápida cubierta de musgo. Rozando con los dedos las asperezas de la piedra, descifra en voz alta los epitafios que el tiempo y el hielo prácticamente han borrado.

—Aquí yace Thomas Landegaard, inquisidor de las marcas de Aragón y de Cataluña, de Provenza y de Milán.

Ahí es, pues, donde reposa el hombre con el que ha compartido algunos instantes de vida. Marie se siente extrañamente triste, como si lo que está enterrado ahí fuera un trozo de ella misma. O más bien como si el inquisidor recordara los terribles acontecimientos que se habían producido aquel año. Parks se pregunta cuáles debieron de ser los últimos pensamientos de Landegaard en el momento en que sus guardias muertos derribaban la puerta del torreón. ¿Pensó en las marianistas de Ponte Leone crucificadas por los Ladrones de Almas? ¿Oyó una vez más, la última, los gritos de los trapenses enterrados vivos? ¿O pensó en aquel perfume tan femenino y turbador que había cosquilleado sus fosas nasales mientras despertaba sobre su montura y aspiraba el aire helado del Cervino? Una lágrima brilla en los ojos de Marie. Sí, era en ella en quien Landegaard pensó mientras los fantasmas de sus propios hombres lo destripaban y moría, como si el trance la hubiera hecho realmente atravesar el tiempo y hubiera dejado algo en el fondo del corazón de Landegaard. Algo que no era muerte. Algo que no moría jamás.

Parks suelta el arbusto de retama y se seca los ojos mientras nota que la mano de Carzo se cierra sobre su hombro.

—Vamos, Marie, ya casi estamos.

Capítulo 172

Valentina abre los ojos en el momento en que la grabadora reproduce las últimas palabras de Ballestra. El rostro de Pazzi permanece impasible mientras el asesino apuñala al archivista. El dedo del comisario interrumpe la grabación.

—Me estás jorobando, Valentina.

—¿Cómo?

—Te había mandado al Vaticano para organizar la seguridad del concilio y vuelves con unos huesos ridículos, un evangelio de la Edad Media y una supuesta conspiración de cardenales.

—Te dejas los asesinatos de recoletas y la mentira de la Iglesia.

—¡Y tú, me cago en todo, en vez de venir corriendo aquí, llamas al jefe de redacción del Corriere della Sera! ¡Y encima con tu móvil!

Valentina siente que una nube de tristeza la invade.

—¿Habéis retirado el cadáver?

—No hay cadáver.

—¿Qué?

—Y tampoco hay rastros de sangre en la acera ni de monjes en las calles.

—¿Y los empleados del hotel Abruzzi, frente al que han asesinado a Mario? Forzosamente tienen que haber visto algo.

—Los han interrogado. No han visto nada.

Un silencio.

—¿Y tú, Valentina?

—¿Yo qué?

—¿Qué has visto tú exactamente?

—¿Me tomas por gilipollas?

—Valentina, tú y yo somos polis, así que ambos sabemos cómo funcionan estas cosas. Has quedado atrapada en un pasadizo secreto bajo el Vaticano, se te han fundido los plomos y te has puesto a imaginar salas llenas de cajas fuertes y asesinos disfrazados de monjes. ¿Me equivoco?

Valentina le arranca la grabadora de las manos.

—¿Y esto, joder? ¿Acaso he sido yo quien lo ha grabado en un estudio?

—¿Los delirios de un viejo archivista depresivo y alcohólico? ¡Sí, claro, eso causará furor en la prensa sensacionalista! Ya imagino los titulares: «Ajuste de cuentas en el Vaticano: un prelado excluido de la curia se inventa una conspiración para vengarse de un puñado de cardenales». Despierta, Valentina. Sin los documentos a los que se alude, tu grabación tiene tanto valor como un anuncio de una marca de preservativos.

—O sea que, si te entiendo bien, van a salirse con la suya. Enterrarán al Papa y manipularán al cónclave para que elija a uno de los suyos como cabeza de la Iglesia.

—¿Qué pensabas? ¿Que iba a enviar un regimiento de paracaidistas al Vaticano? ¿Esperabas que esposara a un centenar de cardenales o que les prohibiera inhumar al Papa? ¡Mierda! Ya puestos, podría llamar a la base aérea de Latina para que disparen una cabeza nuclear contra la basílica, ¿por qué no?

Apuntando con un mando a distancia, Pazzi enciende el televisor empotrado en la estantería. Plano general de la basílica. La voz del presentador acompaña el lento travelín de una de las once cámaras con las que la Rai Uno mantiene permanentemente enfocado el Vaticano. El periodista explica que el Papa acaba de ser inhumado en ese momento y que, a causa de los desórdenes que agitan la cristiandad, va a empezar el cónclave. La compacta muchedumbre de peregrinos que ocupa la plaza de San Pedro se aparta para dejar pasar a la fila de cardenales que se dirigen a la capilla Sixtina. Las puertas del Vaticano se cierran detrás de la procesión y un imponente destacamento de guardias suizos se despliega a lo largo de la verja. El comentarista de la Rai manifiesta su desconcierto a los millones de espectadores que lo escuchan en todo el planeta. Según él, la Iglesia nunca se ha precipitado de esa forma para elegir a uno de sus papas. Y también es extraño que el servicio de prensa del Vaticano permanezca mudo y que no se filtre ninguna información. Pazzi quita el sonido.

—¿Qué te decía, Guido? ¿Ves como están tomando el control del Vaticano?

—¿Quién lo está tomando? ¿Los marcianos? ¿Los rusos? ¿Tienes algún nombre que darme? ¿Tienes pruebas, huellas dactilares, muestras de ADN o cualquier cosa que pudiera adjuntar a un expediente para despertar a un juez y tratar de conseguir un mandato?

—¿Y el cadáver de Ballestra?

—El cadáver de Ballestra solo demuestra una cosa.

—¿Qué cosa?

—Que Ballestra está muerto.

—Guido, lo único que te pido son veinticuatro horas para terminar mi investigación.

Pazzi se sirve un whisky y le añade hielo picado. Luego clava su mirada en la de Valentina.

—Ese plazo que reclamas te lo va a dar el cónclave. Si dura tres días, tendrás tres días. Si dura tres horas, como parece que va a ser, no tendrás ni un minuto más.

—Mierda, es muy poco tiempo y tú lo sabes.

—Valentina, a partir del momento en que se elija a un nuevo papa, ningún juez italiano me firmará una orden y tus cardenales del Humo Negro ya no tendrán nada que temer de nosotros. Después de eso, aunque reproduzcas continuamente tu grabación por los altavoces de Roma, se quedarán tan panchos. Pero, hasta entonces, si lo que dices es verdad, estás en peligro de muerte.

El teléfono suena. Pazzi descuelga y escucha que su secretaria le anuncia que alguien desea hablar con él. El comisario pregunta el nombre del tocacojones en cuestión. Se yergue. La puerta se abre para dejar paso a un hombre de estatura media, tez pálida y mirada penetrante. Lo siguen dos gorilas con traje negro. El hombre le tiende a Pazzi un fajo de documentos expedidos por el Departamento de Estado norteamericano y el Ministerio de Justicia italiano. Un salvoconducto con autorización para investigar en todo el territorio de la península. Mientras Pazzi examina los documentos, el hombre de mirada de águila coge la grabadora de Ballestra y le tiende una mano glacial a Valentina.

—¿Señora Graziano? Stuart Crossman, director del FBI. Vengo de Denver y voy a necesitarla para acorralar a los cardenales del Humo Negro.

—¿Nada más?

—Sí. También he perdido a uno de mis agentes. Se llama Marie Parks. Tiene su edad y su sonrisa. Y si no hacemos nada en las próximas horas, morirá.

Capítulo 173

Carzo se adentra en la escalera que desciende hacia los sótanos de la fortaleza. Un pasadizo oscuro que despide un olor de hiedra y de salitre. El aliento del tiempo.

Al final de la escalera, ilumina con la antorcha las paredes polvorientas. En esas salas subterráneas es donde Landegaard encontró los cadáveres de las agustinas, trece esqueletos que habían arañado los cimientos con las uñas antes de morir de agotamiento.

Mientras avanza, Parks recuerda la penúltima carta que Landegaard le escribió al papa Clemente VI:

Digo «volver a morir» porque todas las religiosas iban envueltas en un sudario, como si las hubieran enterrado primero en las trece tumbas del cementerio y después se hubieran levantado de entre los muertos para recorrer esos lugares sin luz.

Parks se sienta en el banco de piedra que Carzo le señala. Cierra los ojos.

—Marie, escúchame atentamente, es muy importante. Ahora voy a enviarte a este mismo lugar la noche del 11 de febrero de 1348, es decir, trece días después de la muerte de la recoleta. Esa es la fecha que hemos encontrado en la última página de los registros del convento, unas líneas garabateadas a toda prisa por la madre Yseult de Trento, la superiora de las agustinas de Bolzano. Afirma que el sol se está poniendo y que la cosa que ha matado a sus religiosas va a despertar de nuevo de entre los muertos. Dice que es preciso acabar con eso, que no tiene elección. Pide a Dios que la perdone por lo que se dispone a hacer para escapar de la Bestia. Eso es todo. Hemos buscado en los cementerios y en los registros de las congregaciones situadas a decenas de metros a la redonda. Ni rastro de la madre Yseult. Así que es con ella con quien tenemos que establecer contacto ahora.

—¿Y si murió ese día?

Marie nota que los labios de Carzo se posan sobre los suyos mientras se sumerge en la oscuridad. Nota la tela áspera de su hábito, su respiración tibia sobre sus párpados y su mano en sus cabellos. Luego, sus pechos se marchitan y sus carnes se reblandecen. Sus músculos se tensan como ramas. Tiene la sensación de flotar dentro de un vestido de basta tela que huele a tierra y a leña. Una extraña sensación de quemazón invade su garganta, como si hubieran intentado estrangularla. Los recuerdos de la madre Yseult.

Capítulo 174

La luz temblorosa de una vela. Unas gotas de agua resuenan en el silencio. A lo lejos, el viento sopla desatado contra las murallas. La madre Yseult permanece encorvada en el hueco donde se ha emparedado. No es ni suficientemente alto para estar de pie, ni suficientemente ancho para sentarse. Su viejo cuerpo tiembla a causa de la fiebre y está empapado de sudor; cada parte de su ser le arranca sollozos de dolor. La anciana religiosa recita sus oraciones en espera de la muerte. Suplica a Dios en voz baja que la lleve con él. Susurra para combatir el miedo que la domina, para no pensar, para olvidar.

Los recuerdos de la madre Yseult llenan poco a poco la memoria de Marie. Un jinete surge de la bruma y grita en dirección a las murallas. Una carreta cruza las puertas y se detiene en el patio del convento. La madre Yseult se inclina: acaba de ver una figura tendida entre los víveres. La recoleta. Así es como ha llegado al convento de Bolzano. Al límite de sus fuerzas, se ha desplomado a unas leguas de las murallas, en medio del bosque, donde el campesino la ha recogido. La madre Yseult tiene miedo. Un hatillo de cuero y una bolsa de lona han caído del hábito de la recoleta mientras las religiosas levantan su cuerpo descarnado para llevarla a resguardo del frío.

Repitiendo los gestos de la madre Yseult, Marie se arrodilla sobre el polvo y siente cómo los dedos de la anciana religiosa desatan el cordón de terciopelo que cierra el hatillo. El cráneo de Janus. La visión de Yseult estalla en la mente de Marie.

El calor, la ardiente arena, ésos martillazos contra la madera y esos bramidos de animal en el silencio. Marie abre los ojos a la luz blanca que inunda el cielo. El Gólgota. Las tres cruces plantadas juntas. Los dos ladrones están muertos. Jesucristo grita, lágrimas de sangre resbalan por sus mejillas. La decimoquinta hora del día. Unas extrañas nubes negras se acumulan sobre la cruz, parece de noche. Jesús tiene miedo. Tiene frío. Está solo. Acaba de perder la visión beatífica que lo unía a Dios. En ese instante es cuando mira a la muchedumbre y la ve tal como es: un montón de almas tristes, de cuerpos mugrientos y de labios retorcidos. Piensa que es por esos asesinos, esos violadores y esos cobardes por quienes va a morir. Por esa humanidad condenada por anticipado. Siente la cólera de Dios. Oye el rugido del trueno y siente el azote del granizo sobre los hombros empapados de sudor. Entonces, mientras grita de desesperación, la fe lo abandona como el aliento de un moribundo. Marie se muerde los labios. La agonía y la muerte de Dios. Ese día ganaron las tinieblas; el día que Jesucristo se convirtió en Janus.

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