Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
La joven bebe un trago de agua para deshacer el nudo de angustia que se le ha formado en la garganta.
—¿Qué más?
—Sé que ve muertos y que toma somníferos para intentar dormir. También sé que sufrió un grave accidente que la sumió durante unos meses en un coma profundo. Fue después de esa conmoción cuando empezó a tener visiones.
—El síndrome mediúmnico reaccional. ¿Eso es todo?
—Es suficiente para encontrar el evangelio antes que los cardenales del Humo Negro.
—Sigo sin ver en qué puedo ayudarle.
—Reanudaremos la investigación de Thomas Landegaard para descubrir qué pasó aquel día de febrero de 1348 en que el evangelio desapareció.
—¿El inquisidor enviado por el Papa para investigar la matanza de las recoletas del Cervino?
—Fue allí donde empezó todo, así que debemos partir de cero desde allí.
—¿Y cómo piensa hacerlo?
—Utilizando su don y el mío. La hipnotizaré para que se meta en la piel de Landegaard.
Un silencio. Parks busca el hilo conductor para unir entre sí las informaciones que le llegan.
—Ha dicho que Caleb no me mató en la cripta gracias a lo que usted llama mi don.
—Es evidente. Si no, no estaría aquí para recordarlo.
—Sí, pero si no me deseaba ningún mal, ¿por qué se tomó la molestia de crucificarme?
—Era teatro. Caleb mató a su amiga Rachel con la única finalidad de hacerla salir del bosque, o más bien de hacerla entrar en él. Si no, jamás se habría arriesgado a contestar al anuncio que esa desdichada había publicado el día anterior a su muerte en el periódico de Hattiesburg.
—¿Quiere decir que Caleb sabía que la policía iba tras él?
—Eso son nociones que no tienen cabida en su mente. Digamos que había percibido su presencia y que sabía que iba a lanzarse en su persecución.
—¡Eso son tonterías!
—Desgraciadamente no, Marie. Caleb sabía que usted y solo usted tenía poder para encontrarlo en unas horas, cuando unos policías convencionales se habrían pasado semanas batiendo el bosque. Por eso no la mató. Para obligarla a seguir la pista de las recoletas hasta el evangelio de Satán. Usted es la única que puede encontrar ese manuscrito. Y Caleb lo sabe.
—¿Quiere decir que esa es la única razón de mi presencia en este avión? ¿Encontrar un manuscrito maléfico que al parecer la Iglesia perdió en las tinieblas de la Edad Media? ¡Vamos, padre, si ni siquiera sé ya con qué mano se hace la señal de la cruz!
—¿Sabe que los Reyes Magos habían sido pagados por Herodes para asesinar a Jesús?
—¿Y qué?
—Pues que el propio Dios los guió hasta el pesebre donde Su hijo acababa de nacer para que se convirtieran. Habría podido dejarlos morir de sed en el desierto o hacer que los devoraran unos perros vagabundos. Pero no, los condujo hasta Jesús para que se arrepintieran y traicionaran a Herodes.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—A que los caminos de Dios son inescrutables, hija mía. Servirse de los descreídos para lograr sus fines es un arte que ese extraño anciano aprecia por encima de todo.
Ciudad del Vaticano.
Siete de la mañana
Arrodillados en la basílica, los cardenales contemplan en silencio el cadáver de monseñor Ballestra, crucificado entre los pilares de mármol de la tumba de san Pedro en una cruz de roble que el asesino ha plantado con ayuda de unas cuerdas. Tiene las manos y los pies atravesados por grandes clavos. Regueros de sangre manan todavía de sus extremidades y de su cuello abierto, lo que indica que el crimen ha sido cometido hace poco.
Ha sido el relevo quien ha descubierto al desdichado al toparse con el charco de sangre que se extendía al pie del altar. El comandante de los guardias suizos ha mandado despertar al cardenal camarlengo Campini. A continuación, este ha despertado a Camano y los teléfonos han empezado a sonar de despacho en despacho para convocar a los prefectos de las nueve congregaciones.
Una vez que los guardias suizos han desclavado a monseñor Ballestra, el círculo de prelados se estrecha alrededor de su cuerpo, tendido sobre el mármol. Apoyando una rodilla en el suelo, Camano se inclina sobre el cadáver y pregunta directamente al comandante de la guardia, un coloso con cara de dogo y mirada fría:
—¿Lo han matado aquí?
—No hemos descubierto ningún rastro de sangre, excepto el charco encontrado bajo la víctima. Lo único que sabemos es que la guardia apostada en el rastrillo de los Archivos vio que monseñor Ballestra entraba alrededor de la una y media de la madrugada y en ningún momento lo vio salir.
—Entonces, ¿es allí donde lo han matado?
—Eso es lo que creíamos, pero no hemos encontrado ningún indicio en la sala de los Archivos. Ni sangre ni la menor señal de lucha.
Camano, perplejo, toca con la yema de los dedos los párpados de Ballestra y, al notarlos extrañamente flácidos, los separa delicadamente con el índice y el pulgar. Unos delgados hilillos de sangre resbalan por las sienes blancas del cadáver. Mientras los cardenales dejan escapar murmullos de horror, Camano se inclina para examinar las órbitas vacías. Así es como la Inquisición castigaba en la Edad Media a los que habían cometido el crimen de leer libros prohibidos.
El cardenal Camano tira de la barbilla de Ballestra para separar las mandíbulas crispadas por la rigidez cadavérica. La garganta del archivista está llena de sangre coagulada. Camano enfoca con una linterna el fondo de la boca y ve un trozo de lengua totalmente suelto. Ballestra estaba todavía con vida cuando el asesino le ha cortado ese apéndice, un suplicio que se infligía en otros tiempos a los que habían descubierto un secreto, para asegurarse de que no hablarían. Todo indica que el modus operandi del asesino sigue el rito de la Santa Inquisición. En consecuencia, solo puede tratarse de un eclesiástico o de un historiador especializado. Seguramente las dos cosas. El cardenal se limpia los dedos con la sotana de Ballestra y deja escapar un suspiro.
—Entonces, ¿dónde lo han matado?
—Imposible saberlo, eminencia. Parece que el cadáver haya sido transportado, y no arrastrado, desde el lugar del crimen.
—¿Sin que el criminal haya dejado el menor rastro de sangre tras de sí ni haya sido visto por sus hombres mientras cruzaba la plaza de San Pedro llevando a su víctima cargada al hombro?
El comandante de los guardias suizos abre los brazos en señal de impotencia. Camano examina las sandalias de Ballestra. Tierra húmeda y minúsculas piedrecitas llenan los surcos de las suelas.
—¿Alguien sabe si ha llovido esta noche?
El comandante de la guardia niega con la cabeza. Prosiguiendo su examen, Camano observa que unos filamentos de polvo han quedado adheridos a la sotana del archivista. Pasa una mano por los cabellos del cadáver y contempla sus dedos a la luz de la linterna: yeso y telarañas, como si Ballestra hubiera caminado por un sótano antes de encontrar la muerte. Camano se inclina y nota el extraño olor de carne chamuscada que flota alrededor del cadáver. El círculo de cardenales se estremece cuando aparta la sotana de Ballestra. El torso del archivista es un amasijo de carne carbonizada sobre el que su asesino ha grabado cuatro letras con hierro candente: INRI. El comandante de la guardia suiza traduce en voz alta, en la oscuridad de la basílica:
—Este es Jesús, rey de los judíos.
—No. Este es Janus, rey de los Infiernos.
Incorporándose y mirando uno a uno a todos los cardenales, Camano añade:
—Lo que significa, queridas eminencias, que el Humo Negro de Satán se extiende de nuevo por el mundo y que sus miembros van a hacer lo imposible para apoderarse del cónclave. ¿Y quieren saber lo mejor?
Unos murmullos se elevan entre las filas de los prelados.
—Lo mejor es que, como los cardenales más poderosos del Vaticano están reunidos aquí en el momento en que les hablo, lo más probable es que al menos un miembro de la cofradía del Humo Negro esté escuchando mis palabras.
—¿Qué propone?
—Puesto que los cardenales conciliares ya han llegado, propongo saltarnos el plazo protocolario y convocar el cónclave inmediatamente después del entierro del Papa.
—¿No nos exponemos a hacerles el juego a nuestros enemigos?
—Al contrario, yo creo que nuestra única posibilidad de recuperar el control del cónclave es obligar a los miembros del Humo Negro a poner sus cartas boca arriba antes de lo previsto. Eso podría llevarlos a cometer un error y a delatarse. Después, si unimos nuestros votos y elegimos en unas horas a un papa de confianza, el Humo Negro habrá perdido la partida.
Tras una pausa, el cardenal camarlengo Campini pregunta en tono vacilante:
—Y en lo que se refiere al cadáver de Ballestra, ¿hay que avisar a la policía?
—¿A la policía romana? Y ya puestos, ¿por qué no al FBI? El cónclave va a empezar y las puertas del Vaticano se cerrarán. Así que nos veremos obligados a solventar esto internamente. ¿Me he explicado bien, señores? Ni una palabra sobre este asunto. En cuanto a usted, comandante, controle a sus guardias suizos o mando abrir una embajada en Teherán solo por el placer de mandarlo allí.
—Este es el tipo de secreto que deja montones de cadáveres tras de sí, eminencia.
Los cardenales se sobresaltan al oír la voz femenina que acaba de hablar. Camano, furioso, enfoca con su linterna la forma que avanza por el pasillo central taconeando. El haz de luz ilumina a una mujer alta y morena, vestida con un traje de chaqueta negro y una gabardina blanca. Detrás de ella, cuatro policías uniformados y algunos de paisano se despliegan por la basílica.
—¿Quién es usted y qué quiere?
—Inspectora Valentina Graziano, eminencia. He sido encargada por mis superiores de garantizar la protección de sus ovejas. Supongo que se habrá dado cuenta de que, desgraciadamente, esos asesinatos que intenta ocultar no van a acabar aquí.
—Sintiéndolo mucho, hija mía, por muy romana e inspectora que sea, el Vaticano es un estado independiente y en ningún caso tiene usted derecho a entrar en él sin una autorización escrita de Su Santidad.
—Un documento muy difícil de obtener en este período de luto, así que nos veremos obligados a prescindir de él.
Acercándose a la joven para tapar el cadáver de Ballestra, Camano aspira el perfume turbador que desprende la mujer.
—No me ha entendido bien, señora. Este crimen es un asunto interno que compete únicamente al Estado soberano del Vaticano. De modo que voy a pedirle que salga inmediatamente de aquí.
—Es usted quien no me ha entendido bien, eminencia. Sus tribunales solemnes están habilitados para tratar casos de anulación de matrimonio o derogación de dogmas, pero no asuntos criminales. Le propongo un trato: si acepta colaborar con las autoridades civiles de Roma, le garantizo discreción absoluta.
—¿Y si me niego?
Una lluvia de flashes crepita mientras los forenses de la policía toman fotos del cadáver desde cerca.
—Si se niega, las fotos del cadáver de monseñor Ballestra saldrán mañana en la primera página de los grandes diarios del planeta. Y el mundo entero leerá la impresionante lista de recoletas asesinadas que el Vaticano oculta desde hace semanas.
—Eso es un vil chantaje, señora Graziano. Dé por seguro que informaré de ello a sus superiores.
La joven deja escapar un suspiro.
—Hágame un favor, eminencia: llámeme Valentina.
Con la cara pegada al ojo de buey, Parks contempla cómo las olas del océano se recortan en la penumbra. Placas de hielo y gigantescos icebergs entrechocan en medio de las aguas grises. Luego, la cresta de las olas parece congelarse por efecto del frío y Marie distingue a lo lejos las costas recortadas de Groenlandia. Consulta su reloj. Todavía cuatro horas de vuelo. Después empezará lo desconocido, el paseo hacia el Infierno tras las huellas de una recoleta muerta en la Edad Media.
Parks se sobresalta, angustiada. Pensando en ese camino frío y sin retorno que le espera, acaba de recordar un día en el que estaba cenando en un restaurante con unos amigos y aceptó que una gitana le predijera el futuro. Un episodio que creía haber olvidado por completo. Fue un mes antes del accidente. Un estremecimiento desagradable le recorrió la piel cuando los dedos rasposos de la vidente se cerraron sobre su mano. Sus amigos estuvieron bromeando un rato, hasta que a Marie se le congeló la sonrisa al notar que las manos de la gitana apretaban la suya cada vez más fuerte. Al alzar los ojos, vio un destello de terror en la mirada de la vidente. Inmediatamente, las risas de los comensales se apagaron y un silencio mortal se abatió sobre ellos.
Después, la gitana se quedó con los ojos en blanco y empezó a hacer extraños ruidos con los dientes.
«Dios mío, está sufriendo un ataque epiléptico». Eso era lo que la joven pensó mientras la vidente caía al suelo.
Parks contempla la noche a través del ojo de buey. Una semana más tarde, la gitana consiguió llamarla por teléfono burlando la vigilancia del servicio de psiquiatría donde había sido ingresada. Marie le preguntó qué había visto aquella noche. Tras una larga vacilación, la mujer le respondió que había visto cinco cuerpos crucificados en una cripta. Se produjo otro silencio. Luego, la voz de la gitana sonó de nuevo, aterrorizada, en el aparato:
—Escúcheme atentamente, me queda poco tiempo. Los Ladrones de Almas se acercan. La buscan. Cuatro mujeres van a desaparecer. Usted será la encargada de la investigación. No debe internarse en el bosque. ¿Me oye? ¡Sobre todo, no se interne en el bosque!
—¿Por qué?
—Porque la quinta crucificada es usted.
Parks se seca una lágrima con la mano. Unos días más tarde, la infeliz se suicidó. Dejó unas libretas llenas de dibujos de su visión: ancianas crucificadas, tumbas abiertas y bosques de cruces. Eso, y algunos croquis de una fortaleza en la cima de una montaña, un convento. El de las recoletas del Cervino.
Marie cierra los ojos. El padre Carzo tenía razón: secuestrando a las cuatro desaparecidas de Hattiesburg y dejando su ropa en la linde del bosque, Caleb sabía que era a ella a quien el sheriff Bannerman llamaría esa noche. Por eso mató a Rachel.
Extenuada por esos recuerdos, Parks se ha dormido. Cuando despierta unas horas más tarde, el aparato está iniciando el descenso hacia los Alpes.