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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (20 page)

BOOK: El evangelio del mal
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Eran los chamanes los que habían informado a la misión de Pernambuco de que una adolescente de la tribu presentaba los signos de la posesión suprema. Se trataba de una princesa yanomami llamada Maluna; su voz y su cuerpo habían comenzado a transformarse durante la luna menguante.

Unos días antes se había abatido sobre la selva un extraño mal que corrompía las fuentes y mataba a los animales. De regreso de los confines del territorio yanomami, unos guerreros habían referido que sobre el tronco de los árboles había aparecido una podredumbre grisácea, una lepra nauseabunda que carcomía la corteza y envenenaba la savia de los gigantes.

El mal se había extendido después a los monos y a los pájaros; sus cadáveres petrificados caían de los árboles. A continuación, las mujeres embarazadas de la tribu habían empezado a sangrar y los chamanes habían tenido que enterrar los pequeños cadáveres deformados que esos vientres enfermos habían expulsado antes de tiempo. En ese momento fue cuando la princesa Maluna había empezado a transformarse y a gritar abominaciones en la lengua de los misioneros. Entonces, los chamanes se pusieron en camino para alertar a los sacerdotes blancos de que demonios desconocidos habían entrado en la selva llevando con ellos el gran mal que devoraba el mundo sin árboles.

Capítulo 63

—Despierte, padre.

Empapado de sudor, el padre Alfonso Carzo abre los ojos y ve el rostro congestionado del padre Alameda, el superior de la misión, inclinado sobre él.

Carzo hace una mueca al oler el aliento del hombre: Alameda ha vuelto a beber vino de palma para aplacar su miedo. El exorcista cierra los ojos y deja escapar un suspiro de agotamiento. Cada célula de su cuerpo le suplica que permanezca tumbado y vuelva a dormirse hasta la muerte. Está a punto de sucumbir a esa deliciosa tentación cuando las grandes manos del padre Alameda lo zarandean de nuevo.

—Padre, debe luchar. Es la Bestia quien quiere que duerma.

Tras abrir doloridamente los ojos, el padre Carzo se vuelve hacia la pared agrietada de la choza. Fuera, las tinieblas se rinden. La bruma que escapa del río Negro ha invadido el claro donde se alzan las instalaciones de la misión: una capilla hecha de palos y una hilera de cabañas de adobe. Ni dispensario, ni médico, ni grupo electrógeno. Ni siquiera una mosquitera. Eso es la misión de São Joachim: el zarzal del jardín del Edén.

El padre Carzo se incorpora trabajosamente en la hamaca y escucha el silencio. Normalmente, al amanecer los papagayos y los monos chillones se despiertan y dan la señal para que empiece el gran concierto de la selva. Sin embargo, por más que el padre Carzo aguce el oído, la selva continúa silenciosa.

El exorcista se levanta y sumerge las manos en la palangana de agua templada que Alameda le ha llevado. Un agua seca. Esa es la impresión que se apodera de Carzo mientras se rocía la cara: la caricia de esa agua, antes tan reconfortante, ni siquiera logra ya eliminar el sopor que abotarga su mente.

Después de haberse secado con el reverso de la sotana, el padre Carzo examina la cesta de fruta que Alameda le tiende. Cuartos de papaya y de piña silvestre. El misionero ha rascado la corteza hasta la carne, para liberarla de esa capa de podredumbre grisácea que lo invade todo. Carzo da un bocado y mastica sin placer esa pulpa fibrosa e insípida. Como el agua, esos alimentos habitualmente tan jugosos parecen ahora desprovistos de sustancia. La selva está muriendo.

Capítulo 64

El padre Carzo pasa revista a las modestas armas litúrgicas que ha seleccionado con vistas al combate que se acerca: un rosario, una cantimplora con agua de Fátima y su libro de exorcista. Después sigue al padre Alameda a través de las instalaciones desiertas de la misión. Al pie de los grandes árboles, en ese gigantesco cementerio de ramaje y musgo, el aire cargado de humus y de podredumbre permanece sombrío e inmóvil. Ni un soplo agita las ramas.

Hasta el crujido de las sandalias sobre las hojas a duras penas parece turbar el imponente silencio del lugar.

En la mayoría de las cabañas que los dos hombres dejan atrás se ven cadáveres hinchados tendidos en las hamacas, en posiciones que demuestran que la muerte les ha alcanzado de forma fulminante. Alameda, alcohólico y medio loco, es el único superviviente.

La selva parece secarse súbitamente ante los ojos de Carzo. La espesa lepra gris que ha invadido su corazón ya llega a las inmediaciones de la misión, y las lianas, antes cargadas de frutos, cuelgan ahora como trozos de cuerda. El suelo también ha cambiado de color. Como si los dos religiosos acabaran de cruzar una frontera invisible, la luz que se filtraba a través del ramaje pierde de repente su brillo. Carzo levanta las manos hasta la altura de sus ojos. A su alrededor, todo presenta el mismo color ceniza que envuelve la selva, desde la piel de sus dedos hasta el verde claro de los arbustos.

—Es aquí.

Mirando fijamente en la dirección que Alameda señala, el padre Carzo constata que el camino termina frente al precipicio. Al pie de la pared, una abertura marca la entrada de un templo precolombino cuyo pórtico, invadido por la vegetación, ha pasado inadvertido a generaciones de exploradores. Alrededor del edificio, los árboles parecen haberse quemado hasta el corazón y la tierra ha quedado reducida a polvo, como si un gigantesco incendio la hubiera consumido durante días.

Carzo entrecierra los ojos y observa en la entrada del templo un muro bajo de piedras unidas con una argamasa de barro seco y paja. En las dos columnas que sostienen el pórtico han sido talladas las efigies de divinidades muy antiguas: el dios de la selva, Quetzalcóatl, y Tlaloc, el príncipe de las lluvias, respectivamente octavo señor de los días y noveno señor de las noches. Carzo nota que el corazón se le acelera. Un templo azteca.

—¿Qué hay ahí, padre Alameda?

Evitando encontrar la mirada del exorcista, Alameda contempla las ondas de bruma que escapan de las fauces del edificio.

Cuando la suave voz de Carzo se dirige de nuevo a él, el misionero se echa a temblar de la cabeza a los pies.

—Padre Alameda, ¿cuándo fue la última vez que vio a la posesa?

—Hace una semana.

—¿Había empezado ya a transformarse?

La risa que escapa de los labios del misionero le hiela la sangre a Carzo.

—¿A transformarse? ¡Hostia, padre, hace una semana sus piernas se habían encogido como patas y su cara parecía…!

—¿Qué, Alameda? ¿Qué parecía su cara?

—La de un murciélago, padre Carzo. ¿Se lo imagina? ¡Un asqueroso murciélago!

—Cálmese, Alameda.

—¿Que me calme?

Alameda aprieta tan fuerte los hombros de Carzo que el exorcista no puede evitar una mueca de dolor.

—Ya veremos si consigue mantener la calma cuando entre en el templo. Cuando vi esa cosa, yo me meé encima como un crío y los cojones se me pusieron por corbata.

—¿Le habló?

Alameda parece petrificado de terror. Carzo repite:

—¿Esa cosa le habló?

—Me preguntó qué había ido a buscar a ese lugar. ¡Dios!, si hubiera oído su voz cuando me preguntó eso…

—¿Qué le contestó usted?

—No… no me acuerdo… Creo que… No, no me acuerdo.

—¿Esa cosa le tocó?

—No lo sé…

Carzo agarra al misionero por el cuello de la sotana.

—¡Por lo que más quiera, Alameda! ¿Le tocó, sí o no?

Alameda iba a abrir la boca para responder cuando un alarido salió de las entrañas de la Tierra. Ante los ojos de Carzo, los cabellos del misionero empiezan a encanecer mientras su semblante se descompone.

—¿Lo oye? Es su nombre lo que grita la cosa. Tiene hambre. ¡Dios mío, está muerta de hambre!

—Alameda, ¿esa cosa le tocó?

—Me succionó el alma, Carzo. Me mostró lo que jamás debería haber visto y apagó la llama que ardía en mí.

—¿Qué le mostró?

—Muy pronto lo sabrá, padre. Ya lo creo que sí, la cosa va a devorarle el alma y entonces se enterará.

Carzo suelta la sotana de Alameda y, tras encender una antorcha, cruza la puerta del templó. En el interior hace tanto frío que el aliento del exorcista se condensa en el acto. Soplándose en los dedos para calentarlos, Carzo se adentra por un pasillo de piedra que desciende en suave pendiente entre las tinieblas. Cuando se ha alejado unos metros, una corriente de aire glacial lleva hasta él la voz de Alameda, que permanece como una sombra en el umbral del sótano:

—¡Dios está en el Infierno, Carzo! ¡Está al mando de los demonios, de las almas condenadas, de los espectros que vagan por las tinieblas! ¡Eso es lo que vi cuando la cosa me tocó! ¡Todo es falso! ¡Todo lo que nos han dicho es falso! ¡Nos han mentido, Carzo! ¡A usted tanto como a mí!

El eco de la voz rota de Alameda resuena largamente en las entrañas de la Tierra. Luego, el silencio cae de nuevo sobre el padre Carzo, que avanza empuñando la antorcha.

Capítulo 65

Parks mira cómo desfilan las calles de Boston detrás de las ventanillas ahumadas de la limusina del FBI. En las aceras grisáceas, la multitud se apresura para escapar de la lluvia glacial que crepita contra el parabrisas.

—¿Adónde vamos?

Ninguna respuesta. Parks se vuelve para ver el rostro de Stuart Crossman a la luz interior del techo. El director del FBI tiene la tez blanca y las facciones cansadas de las personas que raramente ven el día. Es de estatura media, tiene las manos finas y los rasgos de la cara delicados; es lo más alejado del tipo de atleta que habitualmente reclutan los federales. Sin embargo, basta cruzar una sola mirada con él para olvidar su estatura: unos ojos muy negros y redondos que te hielan la sangre. Crossman está escuchando el informe oral de la autopsia de Caleb en un magnetófono en miniatura pegado a la oreja. Cuando se decide a responder, su voz es tan baja que Parks tiene la impresión de que habla consigo mismo.

—Al aeropuerto. Un vuelo de United sale para Denver dentro de veinte minutos.

—¿Qué quiere que vaya a hacer a Colorado en esta época? ¿Fotos de avalanchas?

Stuart Crossman abre un expediente y lee unas líneas. A continuación clava su mirada fría en Parks.

—Las cuatro jóvenes que mató el asesino de Hattiesburg eran religiosas de una de las congregaciones más secretas del Vaticano. Las autoridades de Roma las habían enviado para investigar una serie de crímenes perpetrados en conventos de Estados Unidos.

—¿Está de broma?

—¿Le parece que bromeo?

—¿Qué eran esas agentes del Vaticano? ¿Religiosas de civil con cordones para estrangular camuflados como rosarios y pistolones en el bolso?

—Algo así.

Tras un silencio, Crossman añade:

—He telefoneado esta mañana al cardenal arzobispo de Boston para pedirle explicaciones. Me ha dicho que el Vaticano dispone de sus propios servicios de policía y que la Santa Sede no tiene que rendir cuentas a nadie.

—¿Y los crímenes que esas religiosas estaban encargadas de investigar?

—Mientras usted se daba la gran vida en el hospital, fuimos a registrar las habitaciones de motel y los sórdidos apartamentos que las cuatro desaparecidas alquilaron al llegar a Hattiesburg. Encontramos ordenadores último modelo, montones de mapas de todo el mundo y recortes de prensa. Nos enteramos, analizando los discos duros, de que las cuatro religiosas perseguían a Caleb desde hacía meses y de que estaban en contacto permanente a través de anuncios en la prensa, grandes diarios nacionales o periódicos locales, según el lugar donde se encontraban. Así se seguían la pista de un país a otro; después se reunían cuando era necesario.

—¿Por qué a través de anuncios en la prensa, si disponían de ordenadores último modelo y de internet?

—Vaya usted a saber…

Nuevo silencio.

—Uno de los últimos mensajes que encontramos fue publicado hace varias semanas por Mary-Jane Barko en el
Boston Herald.
Unas líneas intercaladas entre los anuncios de contactos y las ofertas de empleo.

—¿Qué tipo de mensaje era?

Crossman coge una hoja del expediente y lee en voz alta:

—«Queridas todas: creo haber encontrado el rastro del abuelo en Hattiesburg, Maine. Venid enseguida».

—¿El abuelo?

—Un código para designar a Caleb. Este mensaje es el que hizo que acudieran las demás.

—¿Y qué pasó después?

—Cuando sus hermanas llegaron a Hattiesburg, Mary-Jane Barko ya había desaparecido. Debieron de seguir la investigación donde ella la había dejado. Al igual que ella, buscaron un empleo de camarera y esperaron a que el asesino se manifestara. Un último mensaje aparecido en el
Hattiesburg News
el 11 de julio, es decir, al día siguiente de la desaparición de Patricia Gray, anuncia: «Querida Sandy: ninguna novedad de nuestra prima Patricia. ¿Podríamos vernos esta noche en el lugar habitual?» Este mensaje, firmado por Dorothy Braxton, está dirigido a Sandy Clarks, la última religiosa que llegó a Hattiesburg. Pensamos que las dos supervivientes se encontraron esa misma noche en la linde del bosque de Oxborne y que fue allí donde desaparecieron también.

—Como Rachel.

Crossman asiente con la cabeza mientras pasa las páginas del expediente.

—Veinticuatro horas antes de su muerte, Rachel puso también un anuncio en el
Hattiesburg News.
Debía de haber dado con los de las religiosas mientras investigaba su desaparición. Copió el estilo y lo firmó con su nombre de pila. Citaba a sus primas desaparecidas.

—No debería haber hecho una cosa así.

—Usted habría hecho lo mismo.

—¿Qué más?

—Nuestros agentes han continuado buscando debajo de los colchones y examinando todas sus cosas. Han encontrado un voluminoso expediente del que cada desaparecida tenía una copia. Informes con fotos y filiaciones que iban actualizando a medida que avanzaban en sus indagaciones. Así es como hemos descubierto que todos los crímenes que investigaban se habían cometido en conventos de la orden secretísima de las monjas recoletas. Se trata de ancianas que viven totalmente apartadas del mundo en claustros fortificados en medio de las montañas. No ven nunca a nadie y han hecho voto de silencio. Oficiosamente, además de rezar por la salvación de nuestras almas, se encargan de restaurar manuscritos antiguos de la Iglesia, como la Biblia en árabe y tratados medievales sobre la tortura.

—¿Y…?

—Y resulta que los crímenes presentan el mismo modus operandi que el empleado por Caleb en Hattiesburg.

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