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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (6 page)

La sonrisa del archimago fue breve y pasajera.

—Nunca me has fallado en ese sentido, pero tienes que admitir que es mejor que esta historia no se divulgue. Por ahora, consigue el collar antes de que caiga en manos de Malchior.

—Bronwyn tiene en gran estima su reputación por hacer y mantener acuerdos. No me agradecerá que interfiera.

—No tiene por qué enterarse de tu participación. Será mejor así, pero si eso no es posible, utiliza el método que sea necesario para apartarla del collar.

—Fácil es decirlo —señaló Dan mientras se dirigía a la puerta.

Khelben alzó una ceja en gesto escéptico.

—Tímidas palabras en boca de un hombre cuya primera contribución a la causa de las Arpistas fue su habilidad para conseguir secretos de las mujeres.

El joven Arpista se puso en tensión y se dio la vuelta.

—Haré lo que dices, tío, pero no del modo que insinúas. Me ofende el encargo, y me ofende profundamente tu crítica sobre mi forma de ser.

—¿Acaso puedes negar la veracidad de mis palabras?

La sonrisa de Dan fue tirante y triste.

—Por supuesto que no. ¿Por qué crees que me ofenden?

El vapor inundaba la habitación, y Bronwyn, que hacía ya rato que había regresado a la ciudad para lavarse, vestirse y tomar ciertas precauciones, entrecerró los párpados para observar a través de la niebla. Mientras su visión se ajustaba al entorno, divisó al hombre de barba gris aposentado en la enorme bañera, con los brazos carnosos y rosados apoyados sobre el borde. Sus ojos negros le dedicaron una mirada apreciativa.

—Sois rápida, aparte de hermosa —saludó en tono cortés—. Confío en que traigáis el collar.

Bronwyn cerró la puerta a su espalda y tomó asiento en una butaca acolchada.

—No me atrevería a llevarlo conmigo por miedo a ser detenida. Mi ayudante lo enviará por correo.

—En cuanto sepa de vuestro regreso, sin duda —respondió el hombre secamente.

Ella le dedicó una sonrisa grave.

—Como me ha demostrado mi amplia experiencia, este tipo de precauciones son necesarias, mi señor Malchior. —«En especial cuando se tienen tratos con los zhentarim, en general, y los sacerdotes de Cyric en particular», pensó en silencio. Al ver que él proseguía con su examen, estiró las manos en un gesto de despreocupación—.

Pero no voy a aburriros con mis historias.

—Al contrario, estoy seguro de que las encontraría muy entretenidas.

Se oyó un ligero golpe en la puerta.

—En otra ocasión, tal vez —murmuró Bronwyn mientras se levantaba para responder. Aceptó una pila de toallas de lino limpias que le tendía la doncella y luego cerró la puerta con pestillo. Del centro de la pila cogió una caja de reducido tamaño, tallada en madera tosca sin pulir.

Bronwyn depositó la caja en una mesa baja y levantó suavemente la caja para no clavarse astillas en los dedos. El sacerdote contemplaba la sencilla caja con gesto de desagrado, pero sus ojos se abrieron de par en par cuando ella esparció su contenido: varias pipas exóticas repletas de un tipo de hierba muy olorosa y sumamente ilegal. No pasó inadvertido a la mujer el súbito brillo que asomó a los ojos del hombre al contemplar las pipas. No había acudido a ciegas a aquella cita y conocía el carácter y los hábitos de aquel hombre más de lo que le habría agradado admitir.

—Perdonadme si esto os ofende, mi señor —dijo, procurando que su voz y su rostro no reflejaran la más mínima ironía—. Esto era una estratagema, sólo por si el muchacho que trajo esta caja a la sala de fiestas estuviera contratado por ladrones, que esperarían encontrar objetos de valor o algún tipo de contrabando. Un ladrón probablemente cogería las pipas y descartaría una caja de aspecto tan simple, sin sospechar que tiene un doble fondo.

Hábilmente, levantó la tapa y sacó el collar de su escondrijo. Luego, se inclinó y se lo tendió al sacerdote, que lo agarró con manos ansiosas. Cerró los ojos y se deslizó por la frente las cuentas de ámbar mientras una expresión rayana en el éxtasis le transfiguraba por completo el rostro. Cuando abrió los ojos y depositó la mirada en ella, Bronwyn sofocó un estremecimiento. A pesar de que aquel hombre poseía un rango social y una riqueza personal considerable, sus ojos traducían un grado de codicia y astucia que podía equipararse con la peor escoria duergar. Bronwyn sospechaba que las razones que lo habían impulsado a comprar el ámbar no iban a aportar nada bueno a la humanidad.

—Lo habéis hecho bien —murmuró por fin—. Es más..., más de lo que esperaba.

Dicen que el ámbar es capaz de retener la memoria de la magia y es posible que vuestro tacto y vuestra belleza hayan aumentado su valor.

Sus palabras le produjeron un desagradable hormigueo en la piel, pero Bronwyn se obligó a sonreír con coquetería.

—Sois demasiado amable.

—En absoluto. Ahora, procedamos con el pago. Aparte del oro, deseabais información. ¿Por qué no os unís a mí? Así podremos conversar con más comodidad.

Bronwyn se desabrochó con presteza el cinturón y se quitó, sin inclinarse, los zapatos. Luego, con un hábil y fugaz movimiento, se quitó la ropa por la cabeza y se volvió para ponerla sobre una silla.

Se giró hacia el baño y, al hacerlo, pilló por un instante al clérigo desprevenido mientras contemplaba fijamente sus caderas con los ojos entrecerrados y llenos de obscena anticipación. Bronwyn cerró con firmeza la boca y se introdujo en el agua. Los baños públicos formaban parte de la vida de Aguas Profundas y de la mayor parte de las ciudades civilizadas. Ella no los consideraba un preámbulo a un contacto más íntimo, pero había quien sí lo hacía.

—Esto es mucho más agradable —comentó Malchior—. Quizá cuando hayamos concluido el negocio, podamos disfrutar de los demás placeres que ofrece esta sala de fiestas.

«Como por ejemplo los dormitorios adjuntos», supuso Bronwyn.

—Tal vez —respondió, en cambio, amable, aunque ahora que había conocido al hombre, estaba más dispuesta a besar a una serpiente de agua... a cincuenta brazas de profundidad—. ¿Qué podéis contarme del
Fantasma del Mar
? —inquirió, nombrando el barco que le había cambiado para siempre la vida.

Malchior encogió los rollizos hombros.

—Poco. El barco era sin duda una embarcación zhentarim pero desapareció hace una veintena de años. Teniendo en cuenta la actividad pirata que existe en esa zona, se supone que la nave fue atacada, saqueada y hundida.

Bronwyn ya conocía aquella información, y demasiado bien.

—¿Se intentó en algún momento seguir la pista del cargamento?

—Por supuesto. Se recuperaron un puñado de armas, y unas cuantas piezas de joyería, pero la mayor parte del cargamento desapareció en los mercados de Amn.

Siguió hablando, pero sus palabras se fueron fundiendo en una evocada neblina de sonidos, olores y sensaciones: terror, cautividad, humillación, dolor. Oh, sí, Bronwyn recordaba los mercados de Amn y aquella algarabía de voces que no comprendía, manos que empujaban y el súbito golpe de maza que anunciaba que otro esclavo había sido vendido, otro destino pactado.

—Me temo que no puedo contaros mucho más. Quizá si me describierais con más detalle qué pieza andáis buscando...

Las palabras de Malchior se introdujeron en su pesadilla y la devolvieron al presente. Posó su mirada en aquel rostro codicioso que parecía ser consciente de que fuera lo que fuese lo que ella buscara seguro que era más valioso para ella que aquel collar de ámbar de valor incalculable, y esbozó una sonrisa fugaz.

—Supongo que no esperaréis que responda a eso. ¿Qué podéis contarme del origen del cargamento? ¿Quién era el dueño de la embarcación y su capitán? ¿Conocéis el nombre de algún miembro de la tripulación? Todo lo que sepáis, incluso aquellos detalles que puedan pareceros insignificantes, podrían ser valiosos.

El clérigo se inclinó hacia adelante.

—Empieza a fallarme la voz de tanto gritar a través de este lago. Acercaos y podremos seguir hablando.

El baño era grande, pero no tanto. Bronwyn se levantó y se acercó al clérigo, procurando quedarse fuera del alcance de sus gordinflonas manos.

No obstante, él no hizo intento alguno de tocarla.

—Debo admitir que vuestro interés en esa antigua historia me intriga —manifestó Malchior—. Contadme lo que vos sepáis del
Fantasma del Mar
y su cargamento, y quizá pueda seros de más ayuda.

—No sé mucho más de lo que os he contado —admitió Bronwyn con franqueza—. Sucedió hace mucho tiempo y las pistas se han ido borrando.

—Dudo que vuestra memoria tenga un alcance tan largo —convino él—. El barco fue hundido hace más de veinte años. En aquel momento, ¿qué debíais tener, cuatro años?

—Más o menos —corroboró ella. De hecho, no conocía su edad exacta, y recordaba poco: la mayor parte de los recuerdos de su primera infancia habían quedado engullidos por el terror. Antes de que pudiese disimularlo, se le escapó un leve suspiro.

Malchior hizo un gesto de asentimiento, y unos ojos perspicaces brillaron en su orondo rostro.

—Perdonadme si soy demasiado atrevido, pero no he podido evitar ver el interesante tatuaje que lleváis. Parece una hoja de roble carmesí. ¿Sois acaso una seguidora de Silvanus?

Su primer impulso fue soltar una risotada ante aquella posibilidad. Silvanus, el Padre Roble, era un dios reverenciado por multitud de druidas, y sin duda ella no era seguidora de aquella creencia, pero se le ocurrió también que Cyric, el dios de Malchior, se mostraba en exceso celoso ante cualquier señal de lealtad hacia otro poder.

—En una ocasión me... aficioné a cierto hombre del bosque —comentó en tono de despreocupación—, y él a su vez era aficionado a las hojas del roble, así que...

Dejó la frase sin acabar y se encogió de hombros. Que pensara lo que quisiera. La marca de nacimiento que llevaba en la espalda era un asunto que sólo le concernía a ella.

—¿De veras? —Malchior volvió a inclinarse hacia adelante—. Comprendo el anhelo que pueda sentir cualquier hombre por dejar su marca sobre vos. Con el tiempo, quizá pueda persuadiros de que llevéis la mía. ¡Apresadla! —gritó.

Bronwyn abrió los ojos de par en par y luego desvió la vista hacia la puerta. La primera patada sobre la madera resonó en mitad de la habitación e hizo crujir el cerrojo que ella había corrido.

Con un ágil movimiento, salió del baño y se precipitó hacia la ventana. El chapoteo que oyó a su espalda, apenas audible por el retumbo que sonaba en la puerta, le indicó que Malchior acudía en su persecución. Se movía rápido, teniendo en cuenta que era un hombre obeso. El clérigo la atrapó por detrás y la rodeó con uno de sus rollizos brazos la cintura y con el otro el cuello. También era fuerte. Bronwyn forcejeaba como una trucha, pero no conseguía liberarse.

—¡Vamos, deprisa! —seguía chillando él—. ¡No podré aguantarla siempre!

Bronwyn se llevó una mano a la cabeza y extrajo el estilete que había ocultado entre su espeso cabello. El arma había sido diseñada para llevar a cabo un ataque preciso y cuidadoso, pero no disponía de tiempo. Echó el brazo hacia atrás por encima del hombro y topó con carne fresca.

Sin embargo, el fino cuchillo no golpeaba ni con fuerza ni con profundidad.

Malchior soltó una exclamación y sujetó con más fuerza su presa. Ella volvió a atacar, esta vez apuntando a sus nudillos, y tras mover el filo hacia un lado y otro, golpeó por tercera vez.

Al final, la soltó en el preciso instante en que la puerta se abría de par en par envuelta en una explosión de astillas. Bronwyn echó un vistazo rápido a sus espaldas y vio que tres hombres se precipitaban en la estancia envuelta en vapor. Tenía poco tiempo para escapar, pero la rabia la impulsó a volverse hacia el clérigo y hundir la punta del estilete en su protuberante papada.

Luego, salió huyendo hacia la ventana, apartó de un tirón la cortina y soltó un puntapié contra los postigos. El pestillo cedió y ella se lanzó de cabeza hacia la calle.

El tiempo se detuvo mientras Bronwyn caía, pero apenas pasó un instante antes de que topara contra el toldo acolchado que su ayudante había extendido entre los dos edificios, dos pisos por debajo de la estancia que alojaba el baño privado. Rebotó ligeramente y palpó a su alrededor en busca de la túnica que se suponía que tenía que haberle dejado allí. Tras encontrarla, se la deslizó por la cabeza y bajó rodando hasta el borde del toldo, para descolgarse desde allí hasta la calle y salir a la carrera en busca de la seguridad de su establecimiento.

Para su tranquilidad, no salieron en su persecución, cosa que no dejó de sorprenderla. Quizá Malchior había decidido no arriesgarse. Al fin y al cabo, los clérigos zhentarim no podían permitirse el lujo de mostrar públicamente su presencia, ni siquiera en una ciudad tan tolerante como Aguas Profundas. Tenía el collar, y lo había conseguido a un precio ridículo. No cabía duda de que consideraba que el trato había valido la pena.

Entonces, ¿por qué había llamado a sus hombres? Aquel ataque no tenía sentido.

Además, ella había recibido también el pago, por lo que seguro que no intentaba estafarla. Tal vez había descubierto que era Arpista, razón de peso para intentar matarla.

Pero a juzgar por sus palabras se diría que intentaba retenerla, no matarla. ¿Acaso podía tener esperanzas de convertirla en un agente secreto al servicio de los zhentarim?

Bronwyn sopesó aquella posibilidad mientras regresaba siguiendo un complejo camino que la condujo a través de callejuelas hasta la sala trasera de una tienda de tabaco cuyo propietario confraternizaba con los Arpistas y sus pequeñas intrigas. Salió de la tienda con el calzado que se había dejado preparado allí, la túnica cubierta decentemente por una falda de lino y el pelo húmedo y recogido en una sola trenza. Con aquel atavío, podía moverse sin destacar entre la elegante zona comercial como si fuese una mujer de negocios cumpliendo algún recado o una sirviente ocupada con la compra de algún capricho para su señora.

Al final, giró por la calle de las Sedas y se maravilló una vez más por la buena fortuna que le había permitido arrendar un local en aquel distrito tan selecto. Contigua a la zona del Mercado y al opulento distrito del Mar, la calle era una avenida amplia y prolongada en la que se agrupaban tiendas y tabernas que abastecían a los habitantes ricos de Aguas Profundas. En aquella calle sólo podían encontrarse los géneros de mayor calidad y las obras de los mejores artesanos. Las mismas tiendas eran un fiel reflejo de aquel estatus: edificios altos, construidos con madera de buena calidad y argamasa, o incluso con mampostería de piedra, se veían adornados con símbolos de madera esculpidos o pintados, estandartes brillantes e incluso diminutos lechos de flores. Las farolas de la calle lucían toda su brillantez y derramaban una luz dorada sobre la gente que, elegantemente vestida, circulaba por las calles adoquinadas.

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