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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (4 page)

BOOK: El bastión del espino
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La muchacha había salido mucho antes de que se iniciara el fuego porque su carácter siempre curioso le había impulsado a investigar el ruido que producía la avalancha de hombres que se aproximaba. Se había escabullido de entre las manos de su madre, que intentaba retenerla frenéticamente, y se había colado por la única ventana que había quedado entreabierta. El camisón se le había quedado enganchado en el cerrojo de la ventana y se había desgarrado un poco. De forma instintiva, la muchacha había intentado taparse la diminuta marca de nacimiento color carmesí que lucía en la cadera, en un gesto defensivo que habían ocasionado las frecuentes burlas de Dag.

Luego, brillaron un instante las plantas de sus pies desnudos, antes de desaparecer lanzándose con la cabeza por delante por el hueco de la ventana. Dag no sabía qué le había sucedido.

Esperó hasta que los hombres abandonaran la casa antes de salir de su escondite y trepar a una ventana. Dejó a su madre y a sus hermanas pequeñas sin siquiera mirar atrás, odiándose en todo momento por su cobardía. Aunque no era más que un chiquillo, era el hijo de un gran paladín, y su obligación era haber luchado y haber encontrado un modo de salvar a su familia.

Sus dedos escuálidos temblaron mientras intentaba abrir el pestillo que mantenía cerradas las contraventanas. Durante un instante terrible temió no ser capaz de abrir la ventana y tener que elegir entre el dilema de morir en la vivienda repleta de humo o lanzarse en brazos de aquellos hombres que habían venido a matarlo, pero el terror le proporcionó fuerza y siguió tirando del pestillo hasta que le sangraron los dedos.

La barra de metal cedió de improviso, las contraventanas se abrieron hacia fuera y Dag salió tambaleante por el alféizar, y cayó sobre el jardín de hierbas aromáticas que rodeaba un flanco de la casa. Se quedó tumbado donde estaba, envuelto por la fragancia de las plantas, hasta que se convenció de que su precipitada salida no había atraído la atención de nadie. Al cabo de un instante, alzó con cautela la cabeza y, con los ojos bien abiertos, echó un vistazo por el claro.

Lo que contempló fue una escena propia de las capas más bajas del Abismo, un marco de horror que ningún guerrero sagrado de Tyr debería haber tenido que soportar.

Hombres a caballo rodeaban el poblado con las espadas desenvainadas para cortar el paso a todo aquel que intentaba escapar. El retumbo de los cascos de sus caballos se mezclaba con un infernal coro de voces: los gritos de los invasores, los alaridos de los moribundos, el llanto penetrante de los que seguían con vida. Y, por encima de todo, el fragor y la crepitación de hambrientas lenguas de fuego. La mayoría de casas del poblado estaban envueltas en llamas, que destacaban inquietas y oscilantes contra el cielo nocturno.

Cerca de donde estaba cedió un techo de madera y, al derrumbarse, lanzó una andanada de chispas al claro repleto de humo. La súbita luz iluminó todavía más horrores: por el suelo había desparramados cuerpos encogidos y ensangrentados, que parecían más ánsares recién sacrificados que las personas que Dag había conocido. No era posible que aquel de allí fuera Jerenith el trampero, destripado como un ciervo con su propio cuchillo, que yacía ensangrentado a sus pies. Y aquella mujer joven, colgada sobre el círculo de piedra del pozo del pueblo, inexplicablemente desnuda y con la piel salpicada de negro y púrpura por el hollín y por terribles moretones, no podía ser la hermosa Peg Yarlsdotter. ¿Acaso no le había dado a Dag aquella misma mañana un pastel de miel y le había asegurado con palabras cariñosas que su padre regresaría al pueblo antes de que cayeran las primeras nieves?

Una voz familiar, transformada en sollozo, captó la atención del muchacho mientras lo invadía una oleada de alivio y regocijo. Su padre, el más valiente y más temido Caballero de Tyr de todo el territorio, ¡había regresado por fin! El terror del chiquillo se esfumó, y con él desapareció el dolor de todos aquellos días que había pasado a la espera de ver el caballo de su padre, envidiando a los demás chiquillos cuyos padres permanecían en la aldea para dedicarse a tareas menos elevadas.

Sintiéndose súbitamente valiente, Dag se puso en pie de un brinco sobre el jardín aromático y se dispuso a echar a correr hacia su padre. No existía un lugar mejor ni más seguro en todo Faerûn que el ancho lomo del caballo de batalla del paladín, cobijado por el fuerte brazo de su padre y su implacable determinación.

Corrió tres zancadas antes de darse cuenta de su error. La voz que había oído no era la de su padre, sino la de Byorn, su hermano mayor, que estaba luchando, como habría hecho su padre y como él mismo, Dag, debería estar haciendo.

Sin haber cumplido aún los catorce años ni ser todavía un hombre hecho y derecho, Byorn había tenido el valor suficiente para coger una espada y enfrentarse a aquellos hombres que habían irrumpido en el poblado cargados con frío acero y antorchas ardientes. Y su voz, cuando elevó su invocación a Tyr para que impusiera su fuerza y su justicia, prometía alcanzar la sonora y profunda inflexión del tono de voz de su padre.

La admiración por un héroe se mezclaba con el terror en los ojos oscuros de Dag mientras contemplaba cómo su hermano se defendía con un arma teñida de sangre. Era evidente hasta para Dag que Byorn carecía de la destreza y la fuerza necesarias, pero el joven luchaba con tanto fervor que conseguía mantener a raya a dos espadachines de mayor edad y salir casi ileso. A su espalda yacía tumbado en el suelo un tercer hombre, con la cabeza colgando hacia un lado por la incisión que le había desgarrado la garganta y los ojos todavía abiertos como si los mantuviera así la sorpresa de haber descubierto que la Muerte podía lucir un rostro todavía imberbe.

No cabía duda de que era Byorn quien llevaba el anillo familiar, pensó Dag con más admiración que envidia. Su padre le había regalado a Byorn el anillo no sólo porque era el mayor de sus cinco hijos, sino porque era quien más se lo merecía.

El anillo.

Una vez más, el temor desapareció de la mente de Dag, reemplazado esta vez por la firmeza de su propósito. Apenas tenía siete años, pero percibía en sus huesos y en su sangre la importancia de aquel anillo. Creía que habría actuado igual aunque nunca hubiese oído los relatos al lado del hogar que desgranaban las hazañas del gran Samular, un noble Caballero de Tyr y antecesor lejano de él. El anillo debía mantenerse a salvo, aunque los hijos de Samular no lo estuvieran. A aquellas alturas, Dag comprendía con gélida certidumbre que no habría ningún lugar seguro ni ninguna esperanza para ellos.

Reptó por la parte trasera de la casa hacia el amparo que proporcionaban los restos del huerto de un vecino. Apoyándose en las manos y las rodillas, se escabulló entre las filas de vides marchitas hacia el lugar donde su hermano seguía en pie luchando como un verdadero hijo de Samular. Cuando estaba llegando al claro vio cómo Byorn resbalaba y caía. Oyó el grito de triunfo de su contrincante y contempló cómo descendía la estocada mortal.

Respirando a trompicones el aire repleto de humo, Dag inhaló una profunda bocanada para soltar un grito de rabia, terror y protesta, pero todo lo que salió de sus labios fue un quejido ahogado. Aun así, siguió avanzando sin pausa hasta situarse junto a su hermano.

Éste yacía inmóvil, terriblemente inmóvil, en un silencioso pedazo de tierra empapada de sangre. Ninguno de los asesinos prestaba ahora la más mínima atención a Byorn porque ya no les presentaba batalla, y de inmediato se habían concentrado en el saqueo de los pocos edificios que quedaban. Dag lo comprendió todo: estaban buscando a los descendientes de Samular. Era todo el tesoro que tenía para ofrecer aquel remoto pueblo escondido. Había oído a los hombres en su propia casa, los había oído regañar al soldado que había matado a dos valiosas niñas con una embestida cuyo único objetivo había sido su madre. La muerte de Byorn también debía de haber sido un error. Los hombres habían venido a buscar a los niños y, ante los ojos aduladores de Dag, Byorn era ya un hombre hecho y derecho. Con una espada en la mano y una invocación de guerra a Tyr en los labios, debía de haber engañado también a los invasores.

Dag cogió la mano fláccida de su hermano entre sus dedos y tiró del anillo familiar, temiendo en todo momento que el puño de Byorn se cerrase para proteger y conservar, a pesar de la muerte, lo que por derecho le correspondía. Pero el esforzado Byorn se había esfumado de verdad, dejando la batalla en manos de su hermano menor, un chiquillo listo, sin duda, pero a quien por desgracia se le había concedido un cuerpo demasiado delgado y frágil para soportar el peso y la gloria de ponerse al servicio de Tyr.

No obstante, como había sido agraciado con una mente despierta, la utilizaría como habría usado cualquier guerrero su arma. Era una determinación tal vez sencilla, pero golpeó a Dag con el peso y la fuerza de una profecía. Durante un breve instante, los años olvidados se alzaron delante de él. Dag comprendió lo que tan sólo había percibido durante aquella primera fase de la incursión: aquella perspicacia daría forma y definiría su vida entera. De repente, los años retrocedieron y el adulto desapareció, pero la determinación pareció tranquilizar al chiquillo y apaciguarlo.

Dag volvió a tirar del anillo, que finalmente salió del dedo de Byorn. El primer pensamiento de Dag fue salir huyendo hacia el bosque con él, pero supo instintivamente que semejante movimiento súbito y evidente atraería sobre él la atención. No podía enfrentarse a los hombres y a sus caballos, ni tampoco se atrevía a conservar el anillo porque lo más probable era que tarde o temprano lo atrapasen. ¿Qué otra cosa podía hacer?

La respuesta acudió a su mente en la forma de una única hoja carmesí que bajó flotando con tanta suavidad como si fuera un alma recién liberada para posarse sobre la casaca destrozada de Byorn. Dag tragó saliva al contemplar la terrible herida, y alzó la vista en dirección al lugar de donde procedía la hoja.

Había un hueco en el árbol, un orificio pequeño pero que servía a su propósito.

Dag se puso lentamente de pie, sin apenas atreverse a respirar.

—¡Hay otro! ¡Y tiene pinta de paladín, también!

Dag tardó un breve instante en darse cuenta de que el hombre estaba hablando de él. En su día, hacía mucho tiempo, ayer, o aquella mañana, ¡apenas una hora antes!, se habría sentido emocionado hasta la médula de que alguien lo comparara con su famoso padre, pero ahora todo lo que las palabras de aquel hombre inspiraron en él fue una terrible y lacerante rabia.

Su madre y dos de sus hermanas habían muerto. Byorn estaba muerto, y Dag se había quedado solo para llevar a cabo una tarea que nunca tenía que haber recaído en ninguno de ellos. Su padre tenía que haber estado allí. Pero no estaba. No estaba. ¿Qué cosas buenas podía haber en un hombre que nunca estaba allí, que no estaba ni siquiera cuando sus propios hijos corrían un grave peligro?

Dag oyó cómo aumentaba la intensidad de pasos que corrían a sus espaldas, y reaccionó de inmediato siguiendo una inspiración que lo asaltó con la velocidad de un relámpago. Se lanzó sobre el árbol y lanzó el anillo en el hueco que formaba el nudo.

No se apartó, sino que se quedó abrazado al árbol como si se tratara de su madre. Se vio asaltado por una sucesión de sollozos, aunque tenía los ojos secos y el miedo se había visto completamente superado por el ingenio.

Dejaría que los hombres pensaran que se había vuelto loco, abrumado por la pena y el terror. Su opinión no iba a alterar su destino. Lo secuestrarían, pero al menos el anillo quedaría a salvo.

El anillo.

Dag Zoreth regresó de improviso al presente, tan veloz como si se hubiera despertado de repente de una pesadilla en la que se viera envuelto en una caída prolongada y terrorífica.

Sentía un dolor punzante en cada músculo de su cuerpo, pero apenas percibía la agonía física porque se veía sobrepasada por la tortura fresca del pesar rememorado.

Pasaron varios minutos antes de que se diera cuenta de que le sangraban las manos y de que tenía las finas ropas enfangadas y desgarradas. Debía de haberse movido por todo el poblado al compás del sueño de Cyric, tirando de dios sabía qué mientras intentaba abrir el pestillo de la ventana y reptando por la maleza que en su día debía de haber formado un jardín en su desesperado intento de alcanzar a su hermano muerto.

—Me moví durante el sueño —musitó Dag, comprendiendo las implicaciones prácticas de aquello. Alzó la vista al cielo, esperando encontrar la bóveda primaveral que formasen las hojas verdes y doradas de un roble.

Pero no había ningún roble, sino las hojas plateadas de un par de álamos que se agitaban con nerviosismo al compás de una brisa cada vez más intensa.

Una brisa intensa. Dag respiró hondo y analizó el aroma sutil y acre que le portaba el viento. Sí, iba a llover pronto, descargaría una de esas tormentas rápidas y violentas que tanto le agradaban cuando era niño. Incluso entonces, Dag había percibido el poder y el dolor que acarreaban aquel tipo de tormentas y no le importaba pensar en la destrucción que a menudo dejaban a sus espaldas.

¡Una tormenta! La inspiración volvió a asaltarlo y Dag empezó a destrozar las vides y las zarzas que tenía frente a él. Al cabo de unos instantes, dejó al descubierto un tocón marchito y ennegrecido. Alrededor se veían desparramados trozos de un árbol centenario y setas de formas curiosas crecían en racimo bajo el polvo negro en que se habían convertido los pedazos putrefactos. Era el viejo roble que buscaba, derribado por un rayo muchos años atrás y quemado prácticamente hasta la raíz.

No fue fácil encontrar el anillo entre las ruinas del árbol. Mientras buscaba, la inminente tormenta engulló el sol e intensificó las sombras que se ceñían sobre el calvero. El caballo de Dag relinchó, presa del nerviosismo. El sacerdote hizo caso omiso de aquellas advertencias, pero la lluvia empezó a caer mientras sus manos buscaban afanosas entre los escombros. Pronto el bosque que lo rodeaba se vio inmerso en la fuerza y la cólera de la tormenta. Otro hombre no habría sido capaz de encontrar el anillo, pero éste parecía llamar en silencio a Dag y lo urgía a seguir buscando.

Cogió un pedazo de barro y lo aplastó con los dedos. Sintió el tacto de algo duro, y atisbó un destello de oro. Ansioso, rebuscó el odre que llevaba colgado del cinto y vació su contenido sobre el aro con incrustaciones, sin apenas sentir la punzada de dolor que le provocaba el vino sobre su piel llena de rasguños. Frotó el anillo para acabarlo de pulir con su desgarrada túnica y se puso de pie, sujetando en un puño cerrado, triunfante y sangrante, aquel preciado tesoro familiar.

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