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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (57 page)

No sin dificultad, se concentró en la conversación que tenía lugar en el estudio de Piergeiron.

—Los Caballeros de Samular han mandado en El Bastión del Espino durante casi quinientos años —comentaba con entusiasmo el Primer Señor—. Se les necesita en ese lugar.

—Aprecio vuestros sentimientos en ese asunto —respondió Danilo con más diplomacia de la que habría sido capaz de expresar Khelben—, pero debemos ceñirnos a los hechos. La fortaleza pertenece a la familia Caradoon y Bronwyn ha decidido conservarla para transmitirla en herencia a su sobrina.

—Dos mujeres jóvenes no pueden mantener una fortaleza —señaló Piergeiron.

—Pero los enanos, sí. Hay quien podría decir que el clan Lanzadepiedra tiene derecho a ello. Pensad que han vivido debajo de esas montañas durante más siglos de los que los caballeros han vivido en la superficie.

Piergeiron suspiró.

—Habéis mostrado gran pasión en la defensa de esa mujer. Sí, es cierto que ella recuperó los anillos de Samular, pero considerad esto: ¡sólo uno de los tres anillos se encuentra en las manos apropiadas!

—Desperdigar los anillos en diferentes poderes puede resultar una sabia medida de precaución, aunque no se haya hecho intencionadamente —apuntó Khelben—. La posibilidad de que alguien pueda combinar el poder de los anillos para provocar una fuerza única de gran poder devastador disminuye considerablemente.

—No puedo estar de acuerdo con eso. Son objetos sagrados para Tyr. ¡Y, sin embargo, me han dicho que la niña mantiene lazos con su padre, que es de los zhentarim, y un sacerdote de Cyric!

—Sí, eso es cierto. Bronwyn devolvió uno de los anillos a los paladines de la orden y dejó otro en manos de los Arpistas. Está equilibrado, Piergeiron. Dejémoslo así.

El Primer Señor sacudió la cabeza con pesar.

—¿Cómo podría dejarlo? Verdaderamente, Khelben, ¿cómo puedes decir que los Arpistas son un punto de apoyo para el equilibrio cuando hay tanto tumulto entre las filas de Arpistas? Antes o después, se producirá una escisión y algún Arpista puede sentirse tentado a buscarse compromisos y apoyos donde los encuentre. Luego, está el asunto de Cara Doon. La muchacha debería regresar a la Orden para que pudiese recibir un buen entrenamiento y una buena guía.

—Con los debidos respetos, Cara fue devuelta a la Orden —intervino Danilo—, y acabó con los zhentarim en El Bastión del Espino.

Piergeiron pareció sentirse embarazado. Cogió un pergamino de la mesa y se lo tendió a Khelben.

—Esta carta puede arrojar cierta luz sobre ese desafortunado incidente.

El archimago desplegó el pergamino y examinó la adornada y antigua escritura.

Era una carta de sir Gareth Cormaeril. Tras los saludos habituales y las frases de agradecimiento por la hospitalidad recibida, el anciano caballero pasaba a informar de la perfidia de Algorind. Parecía que había cometido gran número de crímenes, entre ellos colaborar tanto con los zhentarim como con los Arpistas, a quienes había vendido una descendiente directa de Samular. Al final, había desertado de la Orden a la que había jurado fidelidad, pero no sin antes colaborar con Bronwyn y luchar a su lado, primero en Gladestone y luego en El Bastión del Espino.

—No puedo justificar todos los crímenes de los que ese joven ha sido acusado de cometer, pero al menos uno de sus pecados se describe aquí con más detalles de los que se merece —apuntó Khelben.

—Sir Gareth es un hombre prudente y cuidadoso con sus palabras —repuso Piergeiron, tozudo.

—¿Tú crees? A juzgar por sus «prudentes palabras», tu amigo parece creer que los Arpistas y los zhents son prácticamente lo mismo —comentó, secamente, Khelben.

—Perdóname, pero me inclino a pensar lo mismo que él —replicó el Primer Señor.

Un prolongado silencio siguió a las palabras del paladín. Al ver que era fútil discutir aquel asunto, Khelben hizo un gesto hacia su sobrino. Danilo colocó una diminuta caja en la mesa, junto a la bandeja con quesos y fruta, y levantó con cuidado la tapadera.

—Aquí hay una prueba de que Algorind no desertó de la orden. En cuanto a sus demás presuntos crímenes, dejemos que sea juzgado por ellos, cuando sea lo suficientemente grande para presentarse a juicio.

Danilo extrajo con cuidado de la caja una figura diminuta, un hombre del tamaño de su mano, y lo colocó en la mesa. El hombre se mantenía firme, pero su rostro mostraba más abatimiento del que Khelben habría creído posible en un rostro tan diminuto.

El Primer Señor se acercó a la figura, la observó detenidamente y, de repente, se echó hacia atrás y soltó una bocanada de aire.

—¡Es Algorind! ¿Qué le ha sucedido?

—Me inclinaría a decir que lo adaptaron a su justa medida, pero sería poco correcto por mi parte —comentó Danilo—. Ocurrió durante la batalla de El Bastión del Espino. Se volvió contra Bronwyn e intentó apartar a Cara de ella por tercera vez.

Bronwyn lo redujo a este tamaño y lo confió a Khelben. Un noble gesto propio de la verdadera hija de un paladín.

Piergeiron no hizo comentario alguno a aquella afirmación. Se volvió hacia el archimago.

—¿Puedes devolverlo a su tamaño natural?

—No fue mi magia quien hizo esto —señaló Khelben, no sin cierta satisfacción—. Es una magia antigua, sagrada para los Caballeros de Samular. ¿Sería justo negárselo?

—Está recobrando con rapidez su tamaño —comentó Danilo amablemente—.

Tras unos pocos ciclos lunares, recobrará su medida normal. Pero esto me temo que se quedará tal como lo veis.

Cogió del cuello de su camisa lo que parecía un reluciente broche de plata. En verdad era la espada de un paladín, la de Algorind, convertida en una miniatura perfecta. Danilo pinchó un pedazo de queso con ella y la dejó vuelta hacia arriba sobre la bandeja. Una oleada de desolación asoló el diminuto rostro del paladín al contemplar aquella indignidad.

—Debería ser retornado a sus hermanos, pero en semejante estado...

—Será mejor que lo hagáis —corroboró Danilo—. Con los debidos respetos, señor, tengo poco interés en criar a un paladín, y no tengo destreza para semejantes menesteres.

El Primer Señor suspiró.

—Así lo haremos.

—En cuanto a Bronwyn... —empezó Danilo.

Piergeiron lo interrumpió con un gesto de la mano.

—Accederé a olvidarme del asunto de El Bastión del Espino, pero debes tener en cuenta, Khelben, que la Sagrada Orden de los Caballeros de Samular, y muchas de sus hermandades de paladines, tiene motivos para desconfiar de los Arpistas.

Otro silencio siguió a la afirmación de Piergeiron. Durante ese lapso, Khelben oyó cómo se pasaba página en el libro de costumbres de los Arpistas. Era un libro muy largo, en efecto, y sus páginas habían sido escritas durante muchos años; en ocasiones acababa, o se interrumpía, y luego volvía a renacer. Pero, a fin de cuentas, ¿no era siempre así la historia? La ironía de aquel pensamiento le hizo brotar una fugaz sonrisa en los labios.

—No pretendo que consideres esto un insulto personal —comentó Piergeiron en tono serio, mal interpretando la sonrisa resignada del archimago—. Hemos sido amigos durante muchos años. Nadie, y yo menos que nadie, puede dudar de la devoción que sientes por nuestra ciudad o desestimar todas las cosas buenas que has llevado a cabo, muchas de las cuales has podido cumplirlas a través de las actividades de los Arpistas que tú has dirigido. Eso no puedo negarlo.

—¿Pero?

Piergeiron mantuvo la vista fija en el rostro del archimago.

—Todavía confío en ti, Khelben, pero me temo que los hombres de buena voluntad ya no pueden depositar su confianza en tus Arpistas.

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