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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino

 

Algo no va bien en la Ciudad del Esplendor. Una nueva amenaza acecha en las sombras de Aguas Profundas. El archimago Khelben Arunsun decide enviar a la astuta Arpista Bronwyn en una misión que le permitirá reencontrarse con su padre cuya pista había perdido hacía tiempo y recuperar una peligrosa herencia. Bronwyn desvelará un secreto de familia que amenaza con destruirla, no sólo a ella, sino a todos los Arpistas.

Elaine Cunningham

El bastión del espino

Los Arpistas IV

ePUB v1.1

Garland
16.10.11

A mi padre que, a diferencia de Hronulf

Dag y Khelben, siempre estaba allí.

Preludio

27 de Tarsakh, 927 CV

Dos jóvenes hechiceros permanecían de pie en la cima de una montaña contemplando con respeto el devastador resultado de la fuerza combinada de su magia.

Ante ellos se desplegaba una amplia superficie cubierta de hierba y flores silvestres, en el mismo lugar donde en el instante anterior se erguía un
alcázar
antiguo y asediado. La fortaleza había desaparecido, y con ella las poderosas criaturas que habían tomado refugio en su interior. También se habían esfumado todos los supervivientes..., como sacrificio a la guerra contra los seres diabólicos que habían emergido de las profundidades del cercano Ascalcorno. Esfumados, sin dejar más huella que un remoto recuerdo en la memoria de los dos hombres que habían invocado semejante destrucción.

Ambos eran jóvenes, pero ésa era su única similitud. Renwick Manto de Nieve Caradoon era de baja estatura y complexión ligera, con rasgos delicados y un rostro enjuto y pálido. Iba vestido de blanco de pies a cabeza y la vaporosa capa que llevaba lucía ricos bordados de hilo de seda blanco e iba ribeteada de nívea piel de armiño.

Tenía el pelo prematuramente cano y en el centro de la frente se le ondulaba en un remolino. Su porte traducía orgullo y ambición, y contemplaba el resultado del hechizo conjunto con satisfacción.

Su compañero era una cabeza más alto que él y ancho de espaldas y de pecho.

Tenía los ojos negros y el semblante tostado por el sol a pesar de lo incipiente del año.

Cualquiera que lo contemplase podría confundirlo con un montaraz o un leñador, salvo por la inequívoca áurea de magia que todavía flotaba a su alrededor. Contemplaba con ojos llenos de terror lo que acababan de hacer.

Una profunda hendidura en la montaña o la estructura chamuscada de una fortaleza..., todo habría sido más fácil de aceptar para el mago que aquel sereno olvido.

Nunca había oído un silencio tan absoluto, tan profundo y acusador. Le daba la impresión de que las montañas que lo rodeaban, y todo lo que sobre su superficie vivía, se había quedado perplejo como testigos silenciosos de la fuerza increíble de la magia que había sido capaz de hacer desaparecer una antigua morada y a todos aquellos que vivían en su interior.

De algún punto de la arboleda que tenían a sus pies, un pájaro emitió un titubeante gorjeo de llamada, y el sonido hizo añicos el silencio sobrenatural así como la aureola que mantenía inmóviles en su abrazo a los dos brujos. Siguiendo un tácito acuerdo, ambos dieron media vuelta y echaron a andar colina abajo. El recuerdo de lo que acababan de hacer pendía pesado entre ellos.

Sin embargo, el mago no se contentaba con dejar así aquel asunto, por lo que se volvió hacia su compañero; pero la expresión que lucía el rostro de Renwick lo hizo detenerse a media zancada. Renwick parecía satisfecho, casi exultante. Sus sueños de inmortalidad y de poder, que había comentado a menudo, parecían brillar con luz propia en sus ojos.

Como si de repente necesitara un báculo donde sostenerse, el compañero de Renwick apoyó una mano en un corpulento roble.

—Esos anillos que utilizaste en el hechizo, ¿qué más pueden hacer? —preguntó.

El hechicero de menor edad le dedicó una sonrisa desdeñosa.

1

5 de Mirtul, 13DR

La joven que, según todos los indicios, parecía un pirata atrapado en circunstancias desafortunadas, se detuvo al pie de la colina. Había poco cobijo tan cerca del mar y el aire que le arremolinaba la capa por debajo de los hombros evocaba el recuerdo de un invierno recién acabado. La mujer echó una ojeada a sus espaldas para asegurarse de que el camino que había dejado atrás seguía despejado y, una vez convencida, apartó un manojo de ramas secas que ocultaban la diminuta abertura de una cueva marina.

Un murciélago solitario emergió de la oscuridad y ella lo esquivó instintivamente con un ágil y rápido movimiento que hizo saltar la trenza castaña con la que se recogía el cabello hasta hacerla caer por encima del hombro. Con un ademán, se la echó atrás y luego sacó una antorcha de su bolsa. Tras rascar varias veces el filo del cuchillo contra el pedernal, consiguió producir unas chispas y, luego, llama. Al instante, pareció estallar una actividad frenética en el suelo de piedra de la cueva: las ratas prorrumpieron en chillidos de alarma y los cangrejos salieron huyendo ante el súbito estallido de luz.

—Aguas Profundas, la Ciudad del Esplendor —murmuró Bronwyn con los labios en un gesto de cariñosa ironía. Desde que se había instalado en la ciudad cuatro años atrás, había pasado más tiempo haciendo negocios en lugares como aquél que en las tiendas de lujo de la calle de la Plata.

Había poco esplendor en los montes que se extendían al sur de la ciudad portuaria.

El sabor del mar flotaba pesado sobre el aire inmóvil, mezclado con el hedor de pescado muerto y el no menos nauseabundo olor de las cercanas colinas de la Rata, una extensión de costa que servía de vertedero para los escombros que generaba la ciudad.

Se introdujo en la pequeña abertura y se quedó allí de pie para poder percibir todo lo que la rodeaba. La caverna era fría y se veía agua por doquier: formaba charcos en el suelo, rezumaba del musgo y del liquen que cubría las paredes y goteaba de las protuberancias en forma de colmillo que colgaban del techo. Cuando se levantara la marea, todavía entraría más agua.

Ese pensamiento incitó a Bronwyn a caminar más deprisa por un sendero escarpado y desigual. Mientras avanzaba, se iba apoyando en el húmedo muro para mantener el equilibrio y se mantenía ojo avizor sobre las sombras que había más allá del círculo de luz de su antorcha. Los murciélagos, las ratas y los cangrejos representaban la elite de la sociedad de las cavernas y estaba casi segura de encontrarse con cosas peores.

Vadeó con cautela un ancho charco que abarcaba casi por completo la repisa de piedra. Bronwyn odiaba el agua, cosa que no dejaba de añadir un toque de ironía a su disfraz de marinera.

Se llevó una mano a la cabeza para comprobar que el pañuelo escarlata seguía en su lugar y que las argollas de bronce características de los piratas de Las Nelanthers seguían en sus orejas. Se encontraba en las cuevas de los contrabandistas y conocía el refrán: «Si estás en el bosque helado, estremécete». Tras muchos años de esclavitud había aprendido que para sobrevivir había que adaptarse.

El camino viraba de repente frente a ella y, tras caminar varios pasos más, desembocó en una cueva. Por lo alto entraba un retazo de luz a través de una hendidura.

Bronwyn echó un vistazo al barranco que había aparecido de pronto junto al sendero y que asemejaba una herida ancha y profunda en el corazón de piedra de la montaña. Al pie del barranco corría rápido, profundo y extrañamente silencioso, un río subterráneo.

Bronwyn sofocó un estremecimiento y se dispuso a trabajar.

Se descolgó la bolsa del hombro y extrajo de su interior un trapo de grandes proporciones, así como un hacha diminuta forjada de mithral y caoba. El constante aprecio que había sentido durante toda su vida por los objetos de categoría la impulsó a envolver el hacha con sumo cuidado antes de situarla detrás de una roca y ocultarla a la vista tras un puñado de guijarros.

Después, se tumbó sobre su estómago en el borde del precipicio, con medio cuerpo hacia fuera, y palpó con los dedos la escarpada pared de rocas hasta encontrar la cuerda que había atado allí hacía varios días, cuando había decidido preparar el terreno para el lugar de reunión. La cuerda era prácticamente invisible, pero lo suficientemente larga para cubrir cualquiera de las dos paredes del precipicio. La mitad de ella quedaba sumergida bajo el agua por el flujo del torrente. Sacar a la superficie la cuerda era un trabajo duro y, cuando acabó, tenía los guantes de piel empapados y las palmas de las manos llenas de rozaduras.

Bronwyn se quedó un instante quieta para recuperar el aliento y, después de sacarse los maltrechos guantes, volvió a colocarse la bolsa a la espalda y se ató un cabo de la cuerda en el cinturón. Trepó con dificultad por una cuesta tortuosa hasta un punto que sobresalía por encima del camino, un punto que había elegido por el hueco cóncavo que quedaba debajo, entre su posición y el camino. De esa forma, si se le acababa la suerte y se veía obligada a utilizar la cuerda para salvar el barranco, no se quedaría aplastada como una manzana madura contra el escarpado muro de piedra.

Una vez que tuvo bien afianzada la cuerda y comprobó que pendía formando una curva holgada, Bronwyn sacó de su bolsa un pedazo de hierro de forma extraña que semejaba el contorno de una caldera con el cuello estrecho y sendos amplios asideros curvos a cada lado. Le dio la vuelta y, tras situarlo encima de la cuerda, se agarró firmemente en ambas asas. Tras cerrar los ojos, se dejó caer por el barranco.

Bronwyn se deslizaba por la cuerda hacia el extremo más alejado, primero con rapidez pero luego con más calma a medida que alcanzaba el punto más lejano. Cuando se detuvo, a pocos metros de distancia de la pared opuesta, levantó las piernas y entrelazó los tobillos, por si acaso. Soltó un asa y alargó una mano hacia la cuerda. Los dedos se ciñeron alrededor de ella y, tras exhalar un suspiro de alivio, salvó el resto del camino trepando por la cuerda hasta alcanzar el borde sólido de piedra.

Dejó la cuerda donde estaba y se apresuró a avanzar por el remate del precipicio.

Tras caminar un centenar de pasos, encontró lo que buscaba: una diminuta abertura en la base del muro de piedra que, aunque resultaba ridículo pensarlo, semejaba una guarida de ratones de grandes proporciones.

Bronwyn se agachó y avanzó en cuclillas por un breve pasaje que conducía a otra red de túneles. No era la ruta más corta para llegar al punto de reunión, ni mucho menos, y era el acceso más tortuoso, pero precisamente ése era el objetivo. Bronwyn podía colarse por el diminuto túnel, pero aquellos con los que estaba a punto de tratar no serían capaces de hacerlo.

Emergió del túnel y encendió otra antorcha. Un centenar de pasos más la condujeron hasta la entrada del punto de reunión, una diminuta y húmeda antecámara excavada en la piedra por eones de gotas de agua.

La escena que se sucedía en el interior era todo menos atrayente. Un pedazo de roca más o menos plana había sido apuntalada sobre varias piedras para ser utilizada como mesa y en ella había desperdigados los restos de un ágape poco apetitoso: pan seco, oloroso queso azul verdoso y jarras de cerveza del color del barro elaborada a partir de setas y musgo. Aquel ágape acababa de ser consumido por los tres enanos más feos que Bronwyn había visto jamás.

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