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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (3 page)

BOOK: El bastión del espino
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Con los brazos balanceándose a los costados, recorrió todo el trayecto con los tres duergars persiguiéndola encolerizados, hasta que apareció el túnel diminuto. Se puso de rodillas y avanzó en cuclillas los últimos metros. Luego, se tumbó sobre su estómago y reptó por el interior del pequeño orificio, agitando los pies con movimientos frenéticos por miedo a que alguno de sus perseguidores pudiese agarrarla por los tobillos y arrastrarla hacia fuera.

Casi había pasado. Casi estaba a salvo.

Algo chocó contra sus pies y el sobresalto le hizo levantar de sopetón la cabeza y topar dolorosamente contra el techo de piedra. De repente, se dio cuenta de por qué los duergars habían traído con ellos a aquel joven escuálido. Ella no había sido la única en explorar con anterioridad la caverna. Debían de haber supuesto que huiría por esa ruta..., y habían decidido llevar consigo a un duergar lo suficientemente pequeño para poder perseguirla a través del túnel.

Sin saber por qué, darse cuenta de eso le provocó más cólera que miedo. El joven duergar ya estaba herido, y aquello estaba durando demasiado. Si tenía que hacerlo, lo mataría, y seguramente los mayores también eran conscientes de eso.

Bronwyn salió reptando del túnel y corrió en dirección al precipicio mientras se mentalizaba para el salto que tenía que efectuar. Cogió la soga y trepó hacia el punto estipulado. Una vez allí, sujetó firmemente la cuerda con una mano y empezó a serrar la cuerda a su espalda con un cuchillo. Cuando la cuerda estaba ya prácticamente deshilachada, oyó el grito de terror del duergar. El alarido fue haciéndose más agudo a medida que se alejaba en la distancia, hasta que finalizó con un ruidoso chapoteo.

Bronwyn soltó un juramento por lo bajo. El joven duergar, medio cegado y sin duda tambaleante por el dolor que le producía su herida, había trastabillado y caído al río.

Los gritos de los otros dos duergar de mayor edad, junto con el retumbo de sus zancadas, produjeron en Bronwyn una curiosa sensación de alivio. Habían encontrado otro camino de acceso a la caverna y sin duda podrían salvar al más joven antes de que fuera arrastrado corriente abajo.

De improviso, la cuerda dio una brusca sacudida. La mujer soltó el cuchillo y se agarró con ambas manos al cabo mientras contemplaba, incrédula, cómo los duergars concentraban su atención en perseguirla, y no en su compañero caído al río.

Una oleada de rabia inundó a Bronwyn y apartó de su interior el terror paralizante que le producía la corriente de agua a sus pies. Profirió un insulto enano, uno que tenía todas las garantías de provocar jarana en una taberna, un asesinato retribuido o un combate.

Una vez más volvieron a sacudir la cuerda, esta vez con más fuerza. La soga cedió y Bronwyn salió disparada por encima del precipicio. Se obligó a mantener los ojos bien abiertos para fijarse en la pared de roca que se acercaba con rapidez. En cuanto sobrevoló el borde del barranco, soltó la cuerda y se dispuso a rodar de costado por el suelo.

La maniobra absorbió parte del impacto, pero aun así topó contra el suelo de piedra con una fuerza capaz de provocarle numerosas magulladuras y dejarle los músculos entumecidos. Dio varias vueltas sobre sí misma y fue a topar contra la pared con tanto impulso que se quedó aturdida y paralizada.

Otro chillido resonó a través del precipicio.

—¡Hiciste un trato! —aulló el cabecilla—. ¡El oro y el hacha!

Bronwyn se puso dolorosamente en pie y contempló a través del barranco cómo los duergars brincaban y chillaban. Después de todo lo ocurrido, todavía tenían la desfachatez de acusarla de no cumplir un trato...

Y, sin embargo, tenían parte de razón. Ella tenía el collar, y a cambio les había prometido un hacha. Se acercó al lugar donde había escondido la delicada arma y rebuscó entre la pila de escombros. Luego, levantó el hacha reluciente por encima de su cabeza y la lanzó a través del precipicio.

El hacha salió disparada hacia la otra orilla, justo en dirección a los encolerizados duergars. Ambos soltaron un chillido y corrieron a cobijarse tras un montón de rocas.

Después de oír el golpe sordo de metal contra piedra, unos metros por debajo de su posición, se atrevieron a salir y asomarse al borde del precipicio. El hacha había quedado apoyada en una repisa situada unos diez metros por debajo del camino.

—¡Qué lástima! —comentó Bronwyn con indiferencia.

Tras dejar que los dos duergars se decidieran entre recuperar el hacha o intentar salvar a su joven compañero, se volvió de espaldas e inició el ascenso hacia la superficie. Tenía pocas dudas de qué era lo que aquel par consideraría más importante.

Dag Zoreth había olvidado el sonido que producía el río cuando discurría libre en primavera. El Dessarin emitía en la distancia un canto débil y dulce, a la vez impaciente y risueño, y su voz le resultaba tan familiar como una nana. Una oleada de vividos y punzantes recuerdos lo asaltó, unos recuerdos que parecían lo suficientemente poderosos para borrar los gritos y el terrible retumbo de los cascos de los caballos.

Respiró hondo para relajarse y centrarse en el presente.

—Esperad ahí —ordenó, escueto, a los hombres que iban con él.

Los demás no esperaban aquella orden y, aunque intentaron disimular su sorpresa, no pasó inadvertida a Dag. No solía perderse detalle y no solía revelar ninguno, motivo por el cual ahora era él quien daba las órdenes.

Dag comprendía demasiado bien la reacción de sus hombres. Sabía qué veían cuando lo contemplaban: a un hombre pequeño, una cabeza más bajo que la mayoría de los hombres que estaban a sus órdenes; a un hombre que tenía poca experiencia con la espada corta, de pedrería, que llevaba colgada del cinto; a un hombre de piel excesivamente pálida debido a los muchos años que había pasado encerrado entre muros; en definitiva, no el tipo de hombre que osaría aventurarse solo en un paraje salvaje. Por regla general, Dag Zoreth no perdía demasiado tiempo en esas cosas, pero ahora, en aquel lugar, los recuerdos de su infancia eran intensos, lo suficientemente intensos para despojarlo del poder que tanto le había costado ganarse y hacerlo sentir pequeño y débil, y volvía a ser aquel chiquillo que se desesperaba por no alcanzar los objetivos que le habían marcado.

Volvía a sentir aquella desesperanza, una sombra en el recuerdo de la voz cantarina y profunda de su padre: «Cuando oigas que el Dessarin canta de esta forma, es hora de alejarse del camino».

Dag Zoreth tiró de las riendas de su caballo con tanta brusquedad para poner rumbo al sur, que la bestia relinchó en señal de dolor y protesta, aunque obedeció sus órdenes, como estaban haciendo los hombres profusamente armados que esperaban, obedientes, en la carretera oriental que conducía a Tribor.

Cabalgó durante varios minutos hasta que consiguió orientarse. El viejo sendero seguía todavía ahí, delimitado no por el paso de caballos y personas, sino por la esbelta hilera de árboles que crecía en el espacio antaño despejado.

—Qué rápido pueden crecer los árboles —musitó Dag Zoreth— en cuanto se les saca del sombrío amparo del bosque centenario.

Su mente evocó sin previo aviso una canción, una canción de caminante, un antiguo himno de alabanza a Tyr, el dios de la justicia, que solía cantarle su padre mientras caminaban hacia el poblado. Siempre le decía que el recorrido del camino y la longitud de la canción eran parejos y Dag Zoreth sabía que, antes de que hubiese acabado el estribillo final, el bosque daría paso a un terreno despejado y ante él se desplegaría la aldea.

Una sonrisa fugaz y cínica le curvó los labios al pensar en poner voz de verdad a la canción. Dudaba que su propio dios, Cyric el Loco, tuviera oído para la música.

Pero la costumbre demostró ser más fuerte que la prudencia. Mientras cabalgaba, Dag recordó la letra y fue marcando el ritmo de la tonada en su mente. Cuando la canción llegó a su fin, Dag Zoreth se volvió a encontrar en el claro que esperaba, en cuyos márgenes los árboles jóvenes intentaban con gran empeño confundirse con el bosque.

Dag Zoreth desmontó con lentitud. No estaba acostumbrado a ir a caballo y el trayecto lo había hecho descubrir gran cantidad de músculos de su cuerpo cuya existencia desconocía. Aunque el recorrido desde su hogar en Fuerte Tenebroso había sido largo y duro, su cuerpo había rehusado enfrentarse a su fortaleza y sus músculos.

Y, sin embargo, su voluntad era tan férrea que apartó el lacerante dolor del mismo modo que otro hombre habría apartado una mosca molesta. Dejó que su montura pastara y empezó a circundar el calvero.

El lugar le resultaba familiar y extraño a la vez. Por supuesto, las edificaciones habían desaparecido, habían sido incendiadas en aquella terrible incursión lanzada más de veinte años atrás. Por doquier se veían restos de madera quemada, y piedras que habían constituido los cimientos sobresalían bajo una maraña de zarzas de frambuesas primaverales, pero era indudable que la aldea que lo había visto nacer había desaparecido, y con ella había desaparecido la herencia que Dag Zoreth había acudido a reclamar.

Con gran frustración, echó una ojeada a su alrededor en busca de algo, cualquier cosa que le sirviera de indicativo. Los años le habían cambiado más a él de lo que habían alterado el bosque, y ya no veía el mundo con los ojos de un muchacho que todavía tiene que vivir su séptimo invierno. En aquel momento, su mundo entero se había visto reducido a aquel diminuto pueblo situado al pie del monte Jundar; ahora su mundo era mucho más amplio y sumamente distinto a lo que había podido imaginar durante los años en que había permanecido en aquel cobijado enclave..., muy diferente a todo salvo a la incursión que había puesto punto final a su niñez.

Dag Zoreth volvió a respirar hondo y se masajeó las sienes mientras rebuscaba en su memoria. Una imagen súbita y punzante se apareció en su recuerdo: una hoja rojiza de contorno rasgado que caía lenta y perezosa para ir a desaparecer entre el pecho ensangrentado y destrozado de su hermano.

Pegó un brinco, como haría quien intenta alejarse de un horror que apenas ha atisbado. Echó la cabeza atrás para contemplar las copas de los árboles. Había un roble cerca del lugar donde había muerto su hermano. Allí se veían muchos, pero ninguno de ellos le resultaba familiar. Quizá debería haber venido en otoño, cuando las hojas cambiaban de color. Sonrió fugazmente al pensar en una tontería semejante y la alejó de su mente con la misma rapidez con la que había aparecido. Tenía el poder de reclamar lo que le pertenecía, y la voluntad de utilizarlo. ¿A qué tenía que esperar?

Pero los años habían alterado y tamizado sus recuerdos, del mismo modo que el bosque se había ceñido alrededor de su hogar infantil. No existía ningún modo mortal de que Dag Zoreth pudiese recuperar lo que estaba perdido. Por fortuna, los dioses estaban menos ocupados por temas relacionados con el tiempo y la mortalidad, y en ocasiones se mostraban dispuestos a compartir su perspicacia, aunque fuera sólo un breve instante cada vez, con sus mortales seguidores.

Aunque sentía temor por la tarea que tenía frente a él, las manos del joven sacerdote se mantuvieron inalterables mientras extraía el medallón que lucía el símbolo sagrado de Cyric de debajo de su casaca púrpura y negra. Dag Zoreth se vestía en todo momento con los colores de su dios, aunque era lo suficientemente inteligente para no ir por el mundo luciendo las vestimentas y los símbolos de Cyric. En opinión de Dag Zoreth, basada en su propia experiencia y ambiciones, aquella gente que aseguraba no tener motivos para temer y para odiar al sacerdocio de Cyric, simplemente no habían vivido el tiempo suficiente para encontrar una.

El joven sacerdote cerró los ojos y apretó entre sus dedos el medallón mientras sus labios pronunciaban una queda oración para obtener apoyo divino.

La respuesta apareció de repente, con una fuerza tan cruel que puso a Dag Zoreth de rodillas y lo hundió en el pasado.

—El himno —musitó con los labios contraídos por el dolor—. Cyric debe de haber oído el himno.

Al instante, el pensamiento desapareció, barrido por el paso de más de veinte años.

Dag Zoreth volvía a ser un niño y estaba arrodillado, no en un bosque de reciente creación, sino en un rincón de una vivienda repleta de humo. Sus brazos, pequeños y escuálidos, apretaban con fuerza una mantequera y tenía los ojos negros abiertos de par en par por el terror mientras contemplaba cómo la barra de la puerta estallaba en pedazos y cedía. Tres hombres irrumpieron en el interior, con un brillo en los ojos que a la vez repelía y fascinaba al encogido chiquillo.

Uno de ellos soltó un revés contra la madre de Dag, que había saltado en defensa de su prole con la única arma que le había quedado a mano, una cacerola de hierro de mango largo. El arma ridícula se deslizó entre sus manos y cayó con estrépito en el hogar. El hombre volvió a golpear y la cabeza de su madre se inclinó hacia atrás y cayó al suelo para golpear contra la piedra de la chimenea con un crujido audible. La sangre destacaba en su rostro demasiado pálido como si se tratara de una obscena flor carmesí, pero sin saber cómo consiguió reunir el coraje necesario para incorporarse y adelantar al hombre que se acercaba con inequívoco propósito a la amplia cuna situada en el otro extremo de la estancia. Allí estaban las dos hermanas mellizas de Dag, que chillaban de terror y rabia, y batían el aire con sus diminutos puños rosados. Su madre se abalanzó sobre la cuna y cubrió a las dos niñas con sus brazos para protegerlas con su propio cuerpo mientras musitaba una oración a Tyr.

El hombre desenvainó una espada y la sostuvo en alto. Por fortuna, la mantequera obstaculizaba la visión de Dag y de hecho no llegó a ver cómo descargaba el golpe, pero enseguida comprendió lo que significaba aquel súbito silencio, y leyó su propio destino en aquel repentino cambio.

Se echó hacia atrás para chafar su propio cuerpo contra el hueco que su traviesa hermana había horadado en el grueso muro de argamasa. Era un lugar ideal para ocultar sus tesoros: guijarros lisos o brillantes, una hoja de pájaro o cualquier otra cosa maravillosa que descubriera en los alrededores del pueblo. Dag deseó con fervor que su hermana hubiese excavado hasta una profundidad mayor y que hubiese convertido su escondite en una puerta que le permitiese huir. Contuvo el aliento e hizo todo lo posible para fundirse en el hueco, el humo y las sombras.

Los hombres escudriñaron a fondo la vivienda y destrozaron los cajones y las camas en su afán por encontrar al chico antes de que los ahogara el humo que despedía el techo de paja, pero no movieron la mantequera, probablemente porque en apariencia no había ningún hueco detrás donde un chiquillo pudiese ocultarse. Al final, abandonaron la búsqueda, tras llegar a la conclusión de que Dag se había escapado, como había hecho su hermana.

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