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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (48 page)

Me propuse ir a verlo como fuera a su nuevo hogar. A pesar del miedo que habían despertado en mí las advertencias de Chad, me convencí de que no era posible que Gordon McBright disparara a los inofensivos excursionistas que llegaban hasta su granja, que de haberlo hecho ya estaría en la cárcel.

—Estoy cansado —dijo Chad— y mañana tengo que levantarme muy temprano. Creo que me voy a dormir.

Esperaba que me pidiera que lo acompañara hasta su habitación. Creí que pasaríamos la noche abrazados, pero no dijo nada más y se limitó a abandonar la cocina. Poco después oí sus pasos mientras subía por la escalera.

Bebí un poco de agua, apagué la luz y fui también al piso de arriba. En mi antigua habitación no había cambiado nada, a juzgar por la gruesa capa de polvo que cubría todos los muebles. La ropa de cama era la misma que había utilizado durante mi última estancia en 1943, era evidente que desde entonces nadie la había cambiado ni lavado porque olía a moho. Abrí enseguida la ventana para dejar entrar el aire fresco de la noche, me llevé las manos a la cara y noté que estaba ardiendo.

Todo aquello había sido demasiado. Primero las horas de ensueño en la playa y luego el súbito cambio de humor de Chad en cuanto habíamos empezado a hablar de Nobody. Desde entonces se había abierto una dolorosa brecha entre nosotros, tan dolorosa como la decadencia en la que había caído la granja de los Beckett, donde reinaban la suciedad y el abandono.

Y me di cuenta de algo más: Chad me había decepcionado, y eso fue lo que más me dolió. Yo siempre se lo había perdonado todo: el desprecio con el que me había tratado al principio, el hecho de que no me hubiera informado acerca de la muerte de su madre y de su incorporación al frente, que apenas hubiera respondido a alguna de mis cartas, que me hubiera dejado en la incertidumbre sobre si había sobrevivido a la guerra o no. Todas esas cosas no me ofendieron. Ya le conocía, sabía que a Chad no le gustaba comunicarse y que nunca le gustaría. Pero yo podía vivir con ello. Sin embargo, la manera como se había desembarazado de Nobody me horrorizó, a pesar de que esa misma noche no fui capaz de reconocer la magnitud de ese horror. Se había confundido con lo que sentíamos el uno por el otro, aunque siguió actuando lentamente. Chad había expuesto sus motivos y yo los había comprendido. Pude hacerme cargo de ello. De todos modos no me parecieron suficientes para haberse portado de aquel modo con Nobody.

Me consolé pensando que tal vez todo me parecía peor de lo que en realidad era. Pero también cabía la posibilidad de que al final todo resultara siendo peor aún de lo que había imaginado.

Esa noche no pude dormir. No hacía más que darle vueltas. Estaba triste.

14

Al día siguiente me puse en camino hacia Ravenscar muy pronto. Retrasé voluntariamente la hora de levantarme mientras oía que Chad merodeaba por la cocina muy temprano. No quería que me preguntara qué tenía previsto hacer ese día porque me habría visto obligada a mentirle. De manera que me quedé en la cama un rato más, a pesar de lo desvelada y lo nerviosa que estaba, y no me levanté hasta que dejé de oír ruido en la casa.

En efecto, Chad ya se había marchado. Además se había llevado el jeep que siempre aparcaba en el patio, lo que me hizo pensar que debía de haberse alejado un buen trecho de la granja y que no regresaría pronto. A Arvid no lo vi por ninguna parte. A buen seguro todavía dormía.

No me entretuve desayunando, lo que hice fue bajar sin perder un segundo al cobertizo en el que Emma solía guardar su bicicleta, que seguía apoyada en la pared como siempre. Incluso tenía la cesta en la que la madre de Chad llevaba la compra, sujeta tras el sillín.

Los ojos se me humedecieron. De repente eché mucho de menos a Emma.

Los neumáticos estaban medio deshinchados, pero tenía la esperanza de que me permitirían ir y volver de Ravenscar. No encontré ninguna bomba de aire por ninguna parte y tampoco quería perder el tiempo buscando una. Al final temía que Chad pudiera aparecer en cualquier momento.

El día estaba nublado, por la noche se había levantado viento del norte y el aire era frío y seco. Perfecto para una excursión en bicicleta. Los caminos vecinales resultaron un poco arduos para mí, pero en cuanto llegué a la estrecha carretera empecé a avanzar más ágilmente. Mi madre me había metido chocolate en la mochila y yo ni siquiera lo había tocado. Me lo llevé en la cesta para dárselo a Nobody. Se alegraría de verme y yo le prometería que iría a visitarlo a menudo y que siempre le llevaría algo bueno. Eso lo alegraría si lo encontraba deprimido, aunque quizá me toparía con un joven de lo más contento.

Con la luz del día recuperé la esperanza. Si bien por la noche no había podido imaginar el destino de Nobody más que de un modo sombrío, por la mañana la situación dejó de parecerme tan crítica. Al final igual resultaba que a Nobody le iba aún mejor con Gordon McBright que con Arvid, quien al parecer lo tenía cada vez más desatendido, y con Chad, que no disponía ni de un solo segundo del día para dedicarle. En la granja de McBright al menos estaría ocupado, y aunque Gordon fuera un tipo tosco como la mayoría de los granjeros del norte, eso no significaba que lo tratara de forma inhumana o cruel necesariamente.

Ravenscar consta solo de un bonito y reducido grupo de casas en lo alto de un cerro que ha crecido poco desde aquellos tiempos y que goza de unas vistas espectaculares sobre la siguiente cala y sobre una gran extensión de tierras de pastos y de colinas. De vez en cuando se veía alguna granja en medio de aquellas extensiones verdes. Yo no tenía ni idea de cuál era la de McBright, pero estaba decidida a encontrarla a fuerza de preguntar.

Alguien sabría decirme cómo llegar.

—¿McBright? —repitió la mujer que atendía el mostrador de una pequeña verdulería al borde de la calle y que vendía lechugas y judías verdes de su propio huerto—. ¿Qué quiere de ese hombre?

—Me gustaría visitar a alguien —respondí, fiel a la verdad.

La señora me miró como si yo hubiera perdido el juicio.

—¿Dice que quiere visitar a Gordon McBright? Dios mío, no se lo aconsejo para nada. Ese tipo está… —Se dio golpecitos con un dedo en la frente.

Esa respuesta no me pareció en absoluto alentadora, pero de todos modos conseguí que me describiera el camino para llegar a la granja. Me perdí de nuevo y me vi obligada a preguntar otra vez en otra granja. También allí obtuve una respuesta parecida; el hombre me escudriñó mientras negaba con la cabeza.

—Ya son ganas —dijo el granjero mientras me miraba, asombrado.

—Solo quiero visitar a un viejo amigo —murmuré antes de darme la vuelta y subir de nuevo a la bici.

Por dentro tenía la esperanza de que alguien mencionaría a Nobody. Al fin y al cabo, hacía casi medio año que vivía con McBright, por lo que alguien debía de haberse enterado de su existencia. Habría sentido un gran alivio si al anunciar que quería «visitar a un viejo amigo», alguien hubiera replicado: «¡Ah, sin duda debe ser ese joven tan simpático que vive en la granja de Gordon! Es un poco memo, el chaval, pero no le va mal. Ayuda mucho en la granja. ¡Para Gordon ya es casi como un hijo!».

¡Qué ingenua había sido al esperar una respuesta como esa! ¡Cuánto me había engañado a mí misma para sobrellevarlo mejor! Nobody no era «un poco memo». Era completamente memo, a tal punto que no podías encargarle ningún tipo de trabajo, ni siquiera los que solo requerían fuerza física. En esencia porque para ello era necesario que comprendiera algo, que al menos entendiera lo que tenía que hacer, lo que se le pedía. Y yo ya sabía que no habría otra manera de ponerlo a trabajar que mediante la violencia física, el único modo de vencer la resistencia que oponía su cerebro enajenado. Pero, como es natural, eso no quería ni imaginármelo.

Y encima… «¿Qué fuera como un hijo para Gordon?» A juzgar por las reacciones de los habitantes de Ravenscar, ese tal Gordon McBright era el diablo en persona. Nadie mantenía contacto con él, nadie parecía comprender que yo quisiera ir a verle.

¿Y se suponía que Nobody podría haberle ablandado el corazón?

Me entraron ganas de echarme atrás. Tenía miedo de Gordon McBright, pero también de las condiciones en las que encontraría a Nobody. ¿Qué sucedería si salía de allí convencida de que tenía que acudir a la policía? Yo amaba a Chad, quería casarme con él. Si me decidía por salvar a Nobody, nuestro amor no superaría esa decisión. Chad jamás me perdonaría que lo metiera en problemas relacionados con aquel asunto. Lo había visto muy agotado, atribulado. Luchaba por mantener la propiedad de sus padres y era evidente que se sentía con el agua hasta el cuello.

«Lo último que necesito son más problemas», me había dicho la noche anterior en la mugrienta cocina de la granja, y me había parecido verlo realmente desesperado.

¿Era necesario procurar a Chad esos problemas que tanto temía?

No obstante, seguí adelante, pedaleando con todas mis fuerzas sobre aquella bicicleta vieja, cada vez con menos aire en los neumáticos, por lo que se me hacía más y más difícil avanzar. Intentaba utilizar el esfuerzo físico para mitigar los tortuosos pensamientos que me venían a la cabeza. Por primera vez en mi vida me enfrentaba a una cuestión de conciencia seria de verdad. De repente deseé no haber vuelto a Yorkshire.

Vi la granja desde lejos. Estaba algo apartada de Ravenscar y bastante alejada del mar, más bien hacia el interior. Los edificios se encontraban sobre un pequeño cerro, por encima de unas arboledas. Por los alrededores no se veía ninguna construcción más. En ese lugar reinaban la soledad y el aislamiento.

El día no era soleado. Solo de vez en cuando asomaba un fragmento de cielo azul entre las nubes. Pero a pesar de todo, era un claro día de agosto, un precioso día. El viento mecía la hierba alta y barría los muros de piedra. Olía a mar y a verano. Ese lugar tan inhóspito habría podido parecerme bonito, tenía algo de salvaje y de genuinamente romántico, pero la impresión que me llevé no fue esa. La finca parecía tenebrosa y sombría, aunque no habría sabido decir por qué. Incluso desde lejos; parecía abandonada y, a pesar de que no estaba tan descuidada como la granja de los Beckett, la atmósfera que allí se respiraba era fría e irradiaba cierto horror que me produjo escalofríos. ¿O es que llegué condicionada por todo lo que la gente me había dicho acerca del lugar?

Titubeando, decidí acercarme un poco. El camino que llevaba hasta la granja era pedregoso y estaba invadido por los cardos, y cada vez me costaba más mantener el equilibrio. Finalmente, mientras subía a la colina, tuve que bajarme de la bicicleta y empujarla. Me detuve varias veces. Tenía calor, notaba que tenía el cuerpo cubierto de sudor.

Llegué sin contratiempos hasta la puerta que daba acceso a la granja. Los establos y los cobertizos estaban dispuestos en un semicírculo respecto a la casa, de manera que formaban una especie de muralla que rodeaba la granja como si de una fortaleza se tratara. Los cardos y las ortigas crecían entre las herramientas oxidadas que estaban esparcidas por todas partes. Había un coche aparcado justo delante de la puerta de la casa. Era evidente que era lo único que se movía de vez en cuando allí, porque no estaba rodeado de malas hierbas.

Todo eso pude verlo porque me puse de puntillas para poder espiar por encima de la puerta de madera. Había dejado caer la bicicleta sobre la hierba. Oía cómo el corazón me latía velozmente y con fuerza. Aparte de eso, no oí nada.

No puedo decir que hubiera ocurrido nada.

Nada dramático o terrible, al menos. No vino a mi encuentro ningún perro mostrándome los dientes, como tampoco apareció Gordon McBright escopeta en mano. Nadie me insultó ni intento ahuyentarme. Mientras miraba por encima de la puerta, no sucedió nada de nada.

Y sin embargo, por algún motivo difícil de describir, ese nada de nada fue peor que ver a un McBright furioso. De haber aparecido en persona, habría podido enfrentarme a él, podría haberme hecho una idea de cómo era para, llegado el caso, plantarle cara. Pero de ese modo no era más que un fantasma.

Y lo que aún era más inquietante: presentí que estaba allí. Podía notar que había gente en aquella granja tan desolada y dejada de la mano de Dios. Y tenía un indicio para pensar de ese modo: las roderas del coche, que cruzaban el patio y trazaban un recorrido marcado por la hierba aplastada, que todavía no había tenido tiempo de enderezarse de nuevo. Supuse que ese coche llevaba como máximo una hora aparcado allí. ¿Y adónde podría haberse ido alguien sin coche desde aquel lugar?

Sin embargo, aun sin aquella evidencia lo habría sabido: no estaba sola. Notaba las miradas tras los cristales de las ventanas. Sentía que el silencio que allí reinaba no era el silencio del abandono. Sino el del horror, el del terror. El silencio del mal. Incluso la naturaleza parecía contener el aliento.

Años atrás, había leído en un libro una expresión: «Un lugar dejado de la mano de Dios».

En ese momento comprendí lo que el autor había querido decir.

Y rodeada de ese funesto y terrible silencio, oí los gritos de Nobody. No los percibí con los oídos, puesto que todo estaba en silencio. Pero llegaron hasta mí por el resto de mis sentidos, lo juro. Oí cómo gritaba pidiendo ayuda. Oí que me llamaba a mí. Oí su desesperación y su miedo a morir. Eran los gritos de un niño abandonado, atormentado, gritos llenos de dolor.

Recogí la bicicleta, salté sobre el sillín y huí tan rápido como pude, colina abajo. Estuve a punto de caerme un par de veces, puesto que ya prácticamente rodaba sobre las llantas. Quería alejarme de aquel lugar, de los gritos que parecían seguirme. En ese momento me di cuenta de que Nobody había ido a parar a un infierno. Fuera lo que fuese lo que debía de estar sufriendo en aquella granja, tenía que ser un tormento casi mortal. Estaba desamparado; si Gordon McBright llegaba a matarlo, nadie se daría cuenta. Podía enterrar el cadáver en un campo y nadie lo encontraría jamás. De un modo terrible, el nombre con el que Chad y yo lo habíamos bautizado con tanta frivolidad y tanto desprecio cobraba más sentido que nunca: Nobody. Ese chico no existía. Una concatenación de circunstancias adversas durante los confusos años que duró la guerra había borrado su rastro administrativo. Se había convertido en nadie. Estaba absolutamente desprotegido, y debido a su retraso mental tampoco era capaz de protegerse a sí mismo. Lo que pudiera pasarle dependería de con quién estuviera.

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