Sí, por supuesto que había oído hablar del asesinato de Amy Mills, también había leído acerca de ello en el periódico. De hecho, en todo Scarborough no se había hablado de otra cosa en todo el verano. Terrible, una historia espantosa. ¡Que alguien fuera capaz de hacer algo así…! Naturalmente que le había afectado. Amy significaba mucho para él, a pesar de que no hubiera conseguido nunca reunir el valor suficiente para dirigirle la palabra. ¿Que a Valerie no le parecía que fuera un hombre tímido con las mujeres? ¡Que no se equivocara al respecto! Él nunca había llegado a tener ningún tipo de contacto personal con Amy.
Sí, el telescopio. ¡Las fotos! Por supuesto que sabía que lo que había estado haciendo no era normal. Pero tampoco es que estuviera prohibido, ¿no? Le parecía muy guapa. ¿Que cuándo la había visto por primera vez? Que lo dejara pensar, que debió de haber sido en enero. Con la única intención de pasar el rato se había dedicado a espiar un poco los apartamentos de los alrededores, y la había descubierto en casa de Linda Gardner mientras se ocupaba de la hija de esta. El pelo ondulado de la chica le había parecido una especie de aureola. Entonces empezó a interesarse por ella, sí, pero ¿quién podía reprochárselo?
¿Obsesionado? Él no lo veía de ese modo. De acuerdo, la había seguido en secreto a menudo, durante el escaso tiempo libre del que disponía. Amy solía salir a dar largos paseos en soledad. Le había parecido una chica solitaria. Pocas veces la había visto tomando un café o charlando con sus compañeras de clase, muy pocas veces. Por lo general estaba sola.
¿Si se le había acercado? ¿Si había sufrido un rechazo por parte de ella? ¿Si se había enfurecido por ello? No, no, en eso estaba totalmente equivocada, inspectora Almond. Nunca llegó a dirigirle la palabra, ya se lo había dicho. Y por tanto tampoco pudo ser víctima de un rechazo por parte de ella. Por lo demás, era capaz de lidiar con esas situaciones. No le pasaba por la cabeza matar a golpes a las mujeres que le daban calabazas. Y por cierto, tenía que decirle al respecto que hasta entonces jamás le habían dado calabazas. ¡Jamás! No tenía dificultades con las mujeres. Sobre todo, no tenía dificultades para conquistarlas. O sea, que, para ser franco, no sabía qué se sentía ante un rechazo.
Y así había sido todo el tiempo. Sin dejar de sonreír. Pero todos los sentidos, la intuición, la experiencia, las tripas, hasta el más mínimo estímulo indicaban a Valerie que el autor había sido él. Que la muerte de Amy Mills pesaba sobre la conciencia del tipo que tenía delante y que no hacía más que sonreír irónicamente.
Mientras esperaba a que saliera el café, Valerie se preguntó qué había conseguido en realidad.
Nada, para ser sincera.
Nada, a excepción de los indicios que los habían puesto sobre la pista de Gibson; a excepción de su intuición, que le decía que el asesino era él; a excepción de una vaga esperanza, la de poder avanzar a partir de lo de Gibson.
El café estaba preparado. Se lo tomó a pequeños sorbos mientras miraba por la ventana. Aún estaba demasiado oscuro para poder afirmarlo, pero le pareció que ya no llovía. La niebla tampoco había vuelto a aparecer.
Gibson podía presentarse ante todo el mundo como un joven amable, simpático y sonriente que a primera vista habría colmado los sueños de cualquier suegra. A Valerie, sin embargo, no había podido engañarla ni por un momento. En la sonrisa de Gibson, en esos ojos de demente, había visto al instante que era un enfermo patológico. Sabía que tenía un problema enorme y, a pesar de no saber exactamente cuál era y de no conocer sus antecedentes, tenía claro que las mujeres, su relación con las mujeres en concreto constituía el catalizador que podía convertir su problema en una escena horrorosa, cargada de odio, de ansias de revancha, de una ira asesina y una brutalidad desenfrenadas. El cadáver de Amy Mills había dado fe de ello.
En su opinión, ese problema era el rechazo. Durante su declaración, Gibson había insistido mucho en el hecho de que ninguna mujer lo había rechazado jamás. Había hecho mucho hincapié en ello, y cada una de las veces Valerie se había fijado en la expresión de los ojos de él. Sospechaba que ese era el motivo por el que Amy Mills había sido asesinada con una violencia tan extraordinaria. Gibson se había obsesionado literalmente con ella, lo demostraban el gran número de fotografías que le había hecho, pero ella, cabía suponer, no había querido saber nada de él. En cierto momento, ya fuera unos días antes del asesinato o, como máximo, durante aquella noche en el parque, ella había expresado a Gibson su rechazo. Valerie estaba convencida de que Gibson no soportaba sentirse rechazado por las mujeres.
Sabía lo que diría el sargento Reek al respecto:
—Hechos, inspectora, ¡hechos! No se deje llevar por la ira solo porque se vea obligada a encontrar al autor enseguida, porque quiera resolver el caso a toda costa. ¡Cíñase a los hechos!
¿O acaso no era eso lo que habría dicho el sargento Reek? ¿Era su propia opinión la que la hacía pensar de ese modo?
La noche anterior se había despertado varias veces y se había dedicado a pensar cómo habían podido encontrar todas esas evidencias con tanta facilidad. Durante meses, no habían conseguido ni la más mínima pista, ni el menor indicio, nada. Y de repente aparece una tal Ena Witty, muerta de miedo, les cuenta un par de hechos extraños relacionados con su novio y pasan a tener un sospechoso: alguien con unas fotos que dan fe de una obsesión enfermiza por la chica asesinada y con un telescopio que apuntaba al apartamento del que salió la víctima justo antes de morir.
En el silencio y la oscuridad de la noche Valerie había tenido la impresión de que le habían servido al sospechoso en una bandeja de plata. Como si el autor del crimen hubiera aparecido como un as sacado de la manga, como si las cosas no pudieran ser tan sencillas: sin comerlo ni beberlo, se había cruzado en su camino el presunto asesino de Amy Mills. En la vida, y más concretamente en su trabajo, las soluciones no solían presentarse de ese modo.
Sin embargo, a primera hora de la mañana, Valerie se dio cuenta de cuál era la respuesta a todas las preguntas que se había estado planteando con escepticismo: el autor del crimen había aparecido de manera tan repentina por decisión propia. Justo entonces, en ese preciso momento. Stan Gibson había entrado en escena porque así lo había querido. El registro policial de su apartamento, el interrogatorio, las preguntas que sin duda había previsto que le harían, esa sonrisa perenne con la que demostraba saber hasta qué punto le estaba destrozando los nervios a la inspectora que se encargaba de investigar el caso. Había querido que sucediera todo, por eso había contado lo del telescopio a Ena. Por eso había dejado las fotos en un lugar en el que pudiera encontrarlas con facilidad si se ponía a curiosear un poco. Tenía muy claro que Ena se alarmaría en el momento en que las descubriera y no tardaría demasiado en acudir a la policía o en contárselo a alguna amiga, como fue el caso.
Stan Gibson había planeado su entrada en escena, y todo había salido tal como lo había previsto.
Valerie se dio cuenta además de otra cosa: Gibson se había ocupado de que no pudieran demostrar nada. No se había mostrado sorprendido por la marcha de las investigaciones; así pues, lo había planificado todo al detalle. No habría dejado que los indicios que apuntaban hacia él llegaran a la policía por medio de Ena si estos hubieran supuesto un peligro para él. Era astuto y racional. Valerie podría poner el mundo entero patas arriba y no encontraría pruebas con las que meter a Gibson entre rejas.
No había ni una.
De haberlas habido, Gibson no se habría expuesto de ese modo. Habría renunciado al numerito de la sonrisa irónica en comisaría.
Valerie se sirvió una segunda taza de café y se la bebió rápidamente, como si ese líquido le ayudara a tragarse la amargura y la frustración que habían crecido en su interior.
Y a pesar de todo albergaba una esperanza. Solo era un atisbo de una esperanza macabra, casi cínica, cuyo origen se hallaba en el placer que pudo percibir durante la conversación con Gibson el día anterior. El tipo había disfrutado sobremanera con la situación, era lo máximo para él, lo llenaba de una euforia a la que ya no podría renunciar. Estaba enganchado. Eso es lo que Valerie había logrado el día anterior, engancharlo, y con ello había conseguido una pequeña ventaja de la que él todavía no era consciente. Además se había dado cuenta de dos cosas de una importancia inestimable: una, que el tipo era realmente un enfermo; y la otra, que querría repetir. Las dos cosas. El crimen, sí, pero también ese juego del gato y el ratón con la policía.
Estaba tan segura de ello que habría sido capaz de jurarlo.
Vertió el resto del café por el desagüe. No lo necesitaba, lo que debía hacer era afrontar el día que tenía por delante. Todavía tenía que verificar lo que Dave Tanner le había dicho, y tenía esperanzas de que Reek conseguiría contactar con Karen Ward cuanto antes. Hablaría de nuevo con Ena Witty, esperaba que entretanto se hubiera tranquilizado y que tal vez hubiera recordado algún detalle importante de la breve relación que había mantenido con Stan Gibson. No algo que pudiera servir para inculparlo, en ese sentido Valerie no se hacía ilusiones. Pero tenía que hacer su trabajo, por rutinario que pudiera parecerle, tenía que hacerlo tal como lo había aprendido. Y por encima de todo se trataba de aproximarse a Gibson. Descubrir cuanto pudiera descubrirse acerca de él.
Un perro de presa te está pisando los talones, Gibson, pensó Valerie furiosa. ¡Llegará el momento en que se te congelará esa sonrisa en el rostro y te darás cuenta de que estás bien hundido en la mierda!
Cogió el bolso y la llave del coche, se colgó el abrigo en el brazo y salió de casa.
Querido Chad:
El último capítulo de nuestra historia te lo escribo en forma de carta. Porque lo más esencial ya lo he contado y solo me queda explicarte por qué he tenido la necesidad de escribir nuestra historia.
Sé que eres pragmático y parco en palabras, que solo crees importante decir lo que es imprescindible y útil sin más interpretaciones. Y sé lo que piensas después de haber leído lo que he escrito sobre nosotros: «¡Palabrería! Nuestra historia, sí, ¿y qué? ¡Como si no la conociera lo suficiente!».
¿Por qué he escrito todo esto?
Nuestra historia siempre me ha entristecido mucho, Chad. Por más de un motivo. Sobre todo, claro está, por Brian Somerville. Probablemente yo estuve más apegada a él que tú, a pesar de que hubiera vivido durante años en tu casa, parte de los cuales yo no estuve allí, y a pesar de que tú hayas pasado mucho más tiempo con él.
Pero fue a mí a quien encomendaron a ese pequeño huérfano. Era a mí a quien buscaba a todas horas cuando estaba en Scarborough. Yo era la única persona a la que llamaba por su nombre. Jamás se dirigía directamente a nadie aparte de a mí, ¿te habías dado cuenta de eso? Ni siquiera a Emma, que lo había querido más que nadie en el mundo. De hecho fue la única que lo amó. Pero él me había elegido a mí, desde el primer momento, en mitad de una mañana de noviembre en un Londres bombardeado, frente a los escombros aún humeantes de lo que había sido la casa de sus padres. Y a pesar de que nunca llegué a corresponderle el afecto y la confianza que me demostraba, se mantuvo fiel a mí. A veces pienso que nunca más en la vida encontraré una lealtad tan férrea como la que me demostró Brian Somerville.
El segundo motivo por el que no puedo dejar de atormentarme acerca de nosotros de un modo casi melancólico es la manera en la que transcurrieron nuestras vidas, es decir, que no siguieron el mismo camino que yo había soñado. Sigo convencida de que estábamos destinados a pasar la vida juntos. Yo no fui feliz con el hombre con el que después me casé, del mismo modo que tú tampoco lo fuiste con la mujer por la que al final te decidiste a una edad bastante avanzada. Estoy convencida de que nuestras respectivas relaciones no marcharon bien simplemente porque no se correspondían con nuestro destino. Por eso no hemos recibido más que desengaños con nuestras hijas: en tu caso, con Gwen, que se ha convertido en una solterona que vive ajena al mundo, que ha tardado hasta ahora en verse correspondida y solo por un encantador farsante que apuesto que lo único que pretende con ese matrimonio es quedarse con tus propiedades. Y mi hija… Bueno, ya sabes cómo le fue.
Comunas hippies, hachís y LSD, no tuvo ni oficio ni beneficio y se acostaba con todo lo que encontraba. Y lo que me pareció peor fue el modo tan irresponsable de criar a su hija. No me extrañó que acabara muriendo por una sobredosis de drogas y de alcohol; de hecho, incluso esperaba que ocurriera. Aunque por supuesto me habría gustado que hubiera llevado otro tipo de vida.
Brian Somerville y el hecho de que nosotros no hayamos podido compartir la vida son dos circunstancias que sin duda alguna están relacionadas. Sin que pudiéramos darnos cuenta en el momento en que ocurrió, nuestra historia se decidió ese día de agosto del año 1946, cuando cogí la bicicleta de tu madre y me acerqué, sin aire en los neumáticos, a la inquietante soledad de la granja de Gordon McBright, ese día descubrí que allí ocurría algo terrible y supe que era necesario que interviniéramos. Ese mismo día por la noche, supongo que lo recuerdas, te hablé de ello. Abajo, en nuestra cala.
Pero no con aquel romanticismo de la noche anterior, que tan llena de luz y de felicidad había estado cuando nos reencontramos, mientras nos amábamos y veíamos el futuro que teníamos ante nosotros como un camino claro y resplandeciente. Esa segunda vez acabamos peleándonos. Yo te conté la excursión que había emprendido y tú te tomaste a mal que hubiera ido. Me gritaste mucho y te comportaste de un modo tan agresivo que me hiciste llorar. En esos momentos no comprendí qué te había irritado tanto. Hoy en día tengo claro que fue el miedo. El miedo a que pudiera hacer algo que acabara causándote esos problemas que tanto temías. Reaccionaste con aire burlón y despectivo cuando quise explicarte hasta qué punto me había parecido palpable el mal, el horror, el crimen en aquel lugar. Me atreví incluso a contarte que había oído los gritos de Brian dentro de mi cabeza.
Tú no quisiste aceptarlo. En tus ojos vi algo muy próximo al odio; me veías como a una enemiga. Como una amenaza.
Me hiciste saber que no volverías a dirigirme la palabra si seguía mencionando la historia de Somerville, que de hacerlo las puertas de la granja de los Beckett quedarían cerradas para mí. En resumen, que habría terminado todo, para siempre. Sería el fin de nuestro amor y de nuestra amistad. A partir de entonces no querrías saber nada más de mí.