No pretendo cargarte con la culpa de la suerte que corrió Brian Somerville en base a lo que recuerdo de esa noche. Incluso teniendo en cuenta que no tenía más que diecisiete años, que estaba enamorada, desesperada, que carecía de experiencia y que me sobrepasaba por completo la situación para ignorar las consecuencias que amenazaban la conducta ejemplar que me dictaba la conciencia. Sería más adelante, durante todos los años que viví en el campo, cuando realmente tuve la posibilidad de comportarme con valentía. De empezar a indagar, de hacer algo. No me quedé en los diecisiete años, no podía seguir escudándome tras mi juventud y mi consecuente desorientación.
En algún momento mi conciencia debería haber sido más fuerte que… sí, más fuerte que ¿qué? He pensado mucho en ello, Chad, en qué fue lo que siguió bloqueándome. ¿Me preocupaba perder tu amistad? Creo que por muy importante que fueras para mí, por muy importante que sigas siendo, debería haber llegado un momento en que ese temor no bastara para acallar la voz que tan a menudo me exigía que hiciera algo por Brian. No creo que pueda justificar mi silencio solo por el hecho de que estuviera enamorada. Ni siquiera por el hecho de que es posible que te haya amado toda mi vida.
No, la explicación es mucho más banal y se rige más bien por una ley más natural: cuanto más tiempo pasaba, más difícil me parecía y más terribles prometían ser las consecuencias. Siempre llega un punto en el que gritamos «¡no!» y podemos negar lo que viene a continuación. Una vez superado ese punto, a medida que pasa el tiempo, la situación se complica cada vez más y sentimos la necesidad imperiosa de explicarnos porque no lo hemos hecho antes… Y en algún momento dejamos de sopesar la posibilidad de atrevernos. Hemos llegado tan lejos que resulta imposible volver atrás. Al menos de forma honrosa. Entonces es cuando apretamos los dientes y seguimos adelante, silbando y tarareando, atribulados con otras cosas, preocupándonos tan solo de no oír la voz de nuestra conciencia. Así es como yo he vivido.
Y puede que tú también, no lo sé. A veces casi temía que a pesar de todo la tragedia de Somerville no te hubiera atormentado la conciencia ni la mitad que a mí. Eso nunca llegué a aclararlo. En todos estos años, las pocas veces que he intentado hablar contigo acerca de Brian y de nuestro papel en ese drama han sido en vano. ¡Nunca has querido hablar de ello! Y punto. Final.
Ese mismo verano, pocos días después de mi llegada a Yorkshire, decidí volver a Londres. Todo había cambiado. No soportaba verte tan distante, tan frío. El hecho de que me hubieras evitado constantemente me dio a entender que no deseabas tener contacto alguno conmigo. Se acabaron los atardeceres en la cala. Las conversaciones. Y también el cariño. Brian Somerville y la amenaza que representaba para ti se interpusieron entre nosotros. Ya no podías acercarte a mí. Creo que debiste de sentir un gran alivio cuando por fin cogí la mochila y abandoné la granja.
No tengo ni idea de lo que dije a mi madre, que se sorprendió al verme de vuelta, ni a Harold, que se quedó estupefacto. Cualquier cosa. Supongo que cada uno se imaginó algo distinto. Nunca había hablado de lo que sentía por ti, pero no tengo ninguna duda de que al menos mamá había sospechado algo en ese sentido, por lo que en esos momentos supuso que la relación había fracasado. Que había decidido marcharme de Scarborough de golpe y porrazo a causa de un mal de amores, de un desengaño. Muy desencaminada no iba, aunque en realidad desconocía lo complicado que había sido todo cuanto había desembocado en esa situación.
A finales de septiembre acudí a la oficina de empadronamiento de Londres para informarme acerca de la familia Somerville. Les indiqué la dirección en la que habían vivido y les dije que se trataba de unos conocidos, que quería saber qué había sido de ellos. Ese tipo de consultas eran de lo más habituales en aquel tiempo, apenas un año y medio después del fin de la guerra. Hombres que no habían vuelto del frente, familias que habían sido evacuadas de las grandes ciudades a causa de los bombardeos y que posteriormente habían desaparecido. Todavía había niños que seguían buscando a sus padres y padres que buscaban a sus niños; mujeres que buscaban a sus maridos o prometidos, hombres que buscaban a sus mujeres. La Cruz Roja colgaba largas listas con consultas de búsquedas, y de vez en cuando se reencontraban personas que ya habían abandonado toda esperanza de conseguirlo.
Todavía se notaba el rastro que había dejado la guerra.
Respecto a los Somerville, tal como esperaba, me dijeron que la familia entera había muerto en el mes de noviembre de 1940 durante un ataque aéreo.
—¿Todos? —pregunté a la joven que me atendía al otro lado de la ventanilla y que había estado buscando los expedientes para mí.
La mujer adoptó un gesto compasivo.
—Lamentablemente sí, todos. El señor y la señora Somerville y sus seis hijos. La casa se derrumbó y no pudieron salir del refugio antiaéreo.
—¿Los encontraron entre los escombros? —seguí insistiendo.
—Sí. Siento mucho no poder decirle algo más agradable.
—Gracias —murmuré.
Por aquel entonces, medio Londres había quedado calcinado, en todas partes se encontraban heridos y muertos entre los escombros. No era extraño que, siendo el de los Sommerville un bloque de viviendas cuyos habitantes estaban refugiados en el sótano, no pudiera determinarse con exactitud si realmente los seis hijos estaban con sus padres en el momento del ataque. Aún recuerdo bien las palabras de la pobre señora Taylor esa mañana de noviembre:
—Los han enterrado… bueno, lo que quedaba de ellos.
Tal vez habían encontrado aquí una pierna, allí un brazo… En esa época en la que los aviones bombardeaban la ciudad noche sí, noche también, ¿quién habría tenido el tiempo y la ocasión de emprender amplias indagaciones forenses?
En ese momento, pues, supe que oficialmente Brian Somerville había muerto casi seis años atrás. Nobody se había convertido en Nobody. Ya no existía. En el cuaderno de una enfermera de la Cruz Roja se había escrito años atrás una anotación acerca de él, pero era evidente que se había traspapelado entre las instancias de la organización. Por eso no se había presentado nadie preguntando por Brian. Y nadie llegaría a hacerlo jamás. Había sucedido algo que hoy en día, en este mundo controlado por los ordenadores y perfectamente interconectado, sería impensable: una persona se había extraviado de todo sistema. Existía pero no de manera oficial. No llegaría a la edad escolar, ni tendría que pagar impuestos jamás. No tendría seguro de enfermedad, ni constaría en los censos electorales, como tampoco disfrutaría de la más mínima protección que las sociedades civilizadas ofrecen a los ciudadanos.
Volví a casa y te escribí una carta en la que te contaba lo que había descubierto. No sé si todavía la recuerdas, pero en cualquier caso fue una de las pocas veces en las que me contestaste, incluso con bastante rapidez. Supongo que te sentiste muy aliviado al enterarte de la «defunción» oficial de Brian, porque gracias a eso podías estar seguro de que las autoridades jamás llegarían a preguntar por él. Siempre y cuando yo mantuviera la boca cerrada, no tenías nada que temer.
Me agradecías que te hubiera escrito y me pedías que no me preocupara. Me decías que, al fin y al cabo, no sabía si las cosas le iban tan mal a Brian como yo había creído en ese «primer momento de exaltación» (¡recuerdo la expresión perfectamente!). Y que imaginara la alternativa: un psiquiátrico, para no entrar siquiera a considerar otras opciones. Alegabas que no habría sido un lugar agradable para un chico como Nobody, que a los pacientes solían encadenarlos a la cama y los dejaban ahí vegetando, desamparados, con sus propias heces, y que los rociaban con agua fría para lavarlos… Que no eran poco frecuentes los casos de maltratos y de fallecimientos inexplicados.
Ni Charles Dickens habría sabido describirme una imagen tan sórdida. Pero todavía en la actualidad, cuando miro atrás debo darte la razón: con toda probabilidad no ibas desencaminado al pintarme esas imágenes. Los hospitales para enfermos mentales en los años cuarenta del siglo pasado no eran comparables a los que tenemos hoy en día, e incluso en nuestro tiempo de vez en cuando algún periodista descubre un escándalo relacionado con centros para ancianos o para enfermos.
Y aun así… Tengo casi ochenta años, Chad, estoy cada vez más cerca de la muerte, no puede tardar mucho en llegar. No quiero seguir mintiendo ni engañándome a mí misma y a los demás.
Lo que hicimos no estuvo bien. Y desde el escándalo que Semira Newton desencadenó a principios de los años setenta, no puedes seguir convenciéndote de que el camino que elegimos fue tan solo un pequeño desvío respecto al que era correcto.
Fue un camino marcado por la crueldad, la irresponsabilidad, la inconsciencia. Lleno de egoísmo y de cobardía. Sí, tal vez sea esa la palabra que nos describe mejor, porque fuimos cobardes.
No fuimos más que unos cobardes.
¿Y luego qué? Yo hice justo lo que con anterioridad había rechazado: fui a la escuela de comercio, aprendí mecanografía y taquigrafía, y más adelante trabajé en varias oficinas en Londres. Por cierto que, durante ese tiempo, acabo de recordar que mi madre me preguntó una vez por Brian de forma completamente inesperada, a la hora de desayunar, un domingo por la mañana.
—¿Qué fue del otro niño? —quiso saber. Yo me atraganté del susto con el té que estaba tomando—. Ya sabes, el pequeño… ¿Cómo se llamaba esa gente? Somerville, si mal no recuerdo. El chico que te llevaste contigo…
—Hace tiempo que ingresó en un psiquiátrico, mamá, hace varios años —respondí mientras me secaba con la servilleta el té que me había derramado sobre el jersey—. Ya sabes que estaba un poco… —dije mientras me daba unos golpecitos en la frente con la punta de un dedo.
—Ah, sí —se limitó a decir mamá.
Nunca más volvió a mencionar a Brian. Para ella, el tema había quedado resuelto, no había sido más que una simple pregunta que le había pasado por la cabeza. Tampoco es que le interesara la respuesta.
En el mes de agosto de 1949 me casé con el primer novio que tuve después de ti, Oliver Barnes, un simpático estudiante de historia que se encontraba en el último semestre mientras yo trabajaba temporalmente en la biblioteca de la universidad, que fue donde lo conocí. Creo que incluso llegué a enamorarme un poco de él, pero no fue un amor verdadero, de eso estoy segura. Tal vez a los veinte años todavía no se ha madurado lo suficiente para saber distinguirlo. Me casé con él porque lo encontré simpático y porque me adoraba. Él todavía vivía con sus padres en una casa muy espaciosa, pero tenia su propio espacio en el sótano y nos mudamos allí. De esa forma conseguí huir por fin de la estrechez del piso de mi madre y de Harold. En cualquier caso, la mejora social fue para mí impresionante, y eso le impuso mucho respeto a mi madre. A ella le gustaba Oliver, y hasta el fin de sus días vivió convencida que había encontrado en él al amor de mi vida. Y yo dejé que lo creyera, ¿Qué habría conseguido dándole un disgusto?
Yo acababa de cumplir veintiuno cuando nació mi hija, Alicia. Y tenía ya veintiocho cuando a mi marido, que trabajaba como asistente de un profesor de historia, le ofrecieron un puesto justamente en la Universidad de Hull.
¿Fue una casualidad o fue cosa del destino? Fuera como fuese, aquello me devolvía de nuevo a Yorkshire.
No quiero aburrirte con la descripción de los años siguientes.
Era evidente que nuestras vidas se habían convertido en un verdadero fiasco: ante aquella encrucijada decisiva cada uno tomó un camino distinto, y no hay nada que hacer al respecto. A mí me pareció trágico, y todavía me lo parece hoy en día. No sé si tú lo percibes del mismo modo, jamás quieres hablar conmigo de ese tipo de cosas. Con el paso de los años te volviste cada vez más solitario, cada vez más retraído. He sido yo la que ha mantenido el contacto, la que siempre a ido a verte, la que intenta continuamente sacarte de la burbuja. Incluso cuando, a la edad de cuarenta y cinco años, al final decidiste casarte con una mujer veinte años más joven que tú que poco a poco sucumbió a tu incapacidad para entablar cualquier tipo de diálogo. No me sorprendió que, a pesar de ser mucho más joven que tú, muriera mucho antes. Siempre me recordó a una flor sin agua. Fue marchitándose despacito hasta ajarse por completo.
Gwen también ha tenido que sufrir tu manera de ser, pero ella es tu hija, te conoce desde el primer día, desde que vino al mundo, y no ha conocido a otro padre que ese que prácticamente no habla jamás, que vive retraído respecto a su familia, que está pero a la vez no está. Ella pudo desarrollar los mecanismos que le han permitido sobrevivir a ese desierto. Tu mujer, en cambio, a pesar de su juventud, ya era demasiado vieja para ello. Acabó muriendo víctima de la pena y de la frustración. El tumor que le creció en el pecho solo fue una expresión física de su infelicidad.
¿Por qué soy tan dura contigo y te cuento todo esto? Porque en este sentido yo también he sido muy dura conmigo misma. ¿Hasta qué punto tengo yo la culpa de que te interesaras tan poco por tu propia familia, de que ejercieras formalmente como el marido y el padre que eras pero nunca llegaras a comportarte como tal en realidad?
Ya he dicho antes que nosotros vivíamos en Scarborough, a pesar de que para Oliver habría sido más oportuno vivir en Hull, pero como siempre él quiso cumplir mis deseos. Por aquel entonces todavía no vivíamos en Prince of Wales Terrace, sino que teníamos una casa realmente espectacular más arriba, en Sea Cliff Road, una calle que parecía perderse en el mar, con árboles, casas enormes y jardines preciosos. Podríamos haber sido una familia feliz, intacta, y yo podría haberme dejado absorber por la vida que llevábamos allí. Sin embargo, en lugar de eso no hacía más que volver una y otra vez a la granja de los Beckett. Durante mucho tiempo ni siquiera fui consciente del tiempo que llegaba a pasar allí, hasta que protagonizamos una escena muy desagradable con mi hija Alicia. Ella tenía veinte o veintiún años, ya era madre de la pequeña Leslie pero seguía viviendo sin rumbo fijo, de un modo desestructurado, y yo le reproché que no fuera capaz de ganarse la vida.
—¡Siempre lo has tenido todo! —le grité—. No te ha faltado nada de lo que han carecido muchos jóvenes que, sin embargo, han sabido imponerse. ¿A qué has tenido que renunciar tú?
En esa época ya tenía la piel de un insano color amarillento debido a los continuos problemas de hígado y de vesícula que le provocaban el consumo de drogas y una alimentación inaceptable. Recuerdo que ese color enfermizo de su piel se volvió más intenso mientras me replicaba, enfurecida: