Después de asegurarse de que Brian no chismorrearía sobre lo que pudiera decir, mamá por fin nos contó el que seguramente era el verdadero motivo por el que había emprendido aquel viaje hacia el norte.
—Es posible que no siga viviendo más tiempo en casa de tía Edith —dijo.
—¿Van a reconstruir nuestra casa? —pregunté.
—No. Eso todavía tardará un tiempo. Quitan los escombros de las calles, pero no vale la pena empezar con las reconstrucciones mientras los alemanes sigan atacándonos.
—Entonces ¿dónde vas a vivir?
Se anduvo con bastantes rodeos, hasta que al cabo desembuchó, en voz baja y con precipitación.
—He conocido a alguien…
Tardé todavía un poco en entenderlo.
—¿Sí?
—Se llama Harold Kane. Trabaja… en el astillero de Londres. ¡Como capataz!
—¿Un hombre? —pregunté, incrédula.
—Sí, naturalmente que es un hombre —replicó mamá algo molesta—. ¿Qué quieres que sea, si no?
Fue como si me hubieran dado un golpe en la cabeza. No hacía ni cuatro meses que me había separado de ella y mi madre ya había salido a cazar hombres. Al fin y al cabo, yo ya era lo suficientemente mayor para poder sumar dos más dos. Si me contaba que había conocido a un hombre justo después de decirme que no seguiría viviendo en casa de tía Edith, eso significaba que se había enamorado de ese tal Harold Kane y que en breve se trasladaría a vivir con él. ¿Cómo podían ir tan rápidas las cosas? Papá había muerto, Inglaterra estaba en guerra, Hitler se preparaba para conquistar el mundo, a mí habían tenido que evacuarme, y entre todo eso mi madre no tenía nada mejor que hacer que buscarse otro hombre. Me pareció penoso, casi diría que incluso un poco indigno.
Además, me di cuenta de que también le tenía algo de envidia. Todavía no había confesado a Chad que estaba enamorada de él, por lo que nuestra relación no había avanzado. Mamá, en cambio, en un santiamén había atrapado a un tipo que probablemente estaba dispuesto a casarse con ella. Me tocaba a mí. Era yo, la joven. Mamá, que con treinta y dos años me parecía en ese tiempo más vieja que Matusalén, ya había vivido la parte más importante de su vida.
—¿Cómo es que sigue trabajando en el astillero? —pregunté con un retintín mordaz en la voz—. ¿Por qué no está luchando en el frente?
Mamá suspiró. Había captado la provocación y presentía ya las dificultades a las que tendría que enfrentarse.
—Está exento —explicó— porque desempeña un trabajo importante para la guerra.
Me habría gustado murmurar algo como «cobardica», pero ni siquiera consideré la posibilidad de hacerlo. Tuve el presentimiento de que mamá había reaccionado airadamente. Además, con toda probabilidad no era justo. Arvid Beckett también estaba exento porque tenía que encargarse de la granja, y jamás se me habría ocurrido la posibilidad de condenarlo por ello. No habría tenido nada en contra de la posibilidad de que ningún hombre fuera obligado a ir al frente. Con Emma compartía mi honda preocupación de que Chad tuviera que alistarse si la guerra no acababa pronto. Sin duda mamá habría tenido el mismo temor respecto a su Harold y estaría contenta de que él siguiera en Londres.
—Bueno, entonces supongo que ahora ya no cuento para nada en tu vida, ¿no? —le espeté con voz sombría.
Mamá, como es lógico, reaccionó protestando enérgicamente.
—¡Eres mi hija! —gritó mientras me abrazaba—. ¡No ha cambiado nada entre nosotras!
Estoy segura de que lo pensaba de veras. Pero a pesar de mi manifiesta falta de experiencia, mi instinto me decía que algo cambiaría, seguro. Siempre que llegaba un nuevo miembro a una familia cambiaba algo. Y ¿quién sabía cómo se comportaría ese tal Harold conmigo? No podía imaginar que le entusiasmara en absoluto la idea de que su novia aportara una hija de doce años a la relación.
A la mañana siguiente, cuando acompañé a mamá por el largo camino que llevaba hasta la carretera principal, por donde pasaba una vez al día el autobús hacia Scarborough, deseé fervientemente que mi estancia en la granja de los Beckett se dilatara tanto como fuera posible, quería quedarme mucho más tiempo. No sentía ninguna necesidad en absoluto de volver a Londres. La paradoja estaba en que la duración de mi estancia en Yorkshire dependía de lo que durara la guerra, y nadie en su sano juicio podía esperar que la guerra durara mucho más. Más todavía si tenemos en cuenta que Chad cumplía dieciséis años en abril y la situación empezaría a ser algo crítica para él.
Al borde de la carretera, mientras decía adiós a mi madre, que se marchaba hacia la estación, llegaron las lágrimas. Tuve la sensación de que mi vida era confusa y difícil. De repente parecía mucho más tenebrosa e inquietante. Sentía que no tenía a nadie en el mundo en quien pudiera confiar realmente. Como mínimo, sabía que en mi madre seguro que no.
Y durante el verano siguiente llegó el momento. Pocos días después de mi duodécimo cumpleaños, a principios de agosto, recibí un telegrama de mamá en el que me contaba que Harold y ella se habían casado.
Fue un día caluroso, seco, con un cielo azul cristalino, uno de esos típicos días de agosto. Las manzanas maduraban en los árboles. En el viento se mezclaba el aroma del mar con el de la hierba recién segada. El día lo tenía todo. Vacaciones. Libertad. Podría habérmelo pasado entero tendida bajo un árbol leyendo, soñando, siguiendo con la mirada las nubes que pasaban lentamente por encima de mí.
En lugar de eso, me senté en una roca de la playa, ensimismada. En una mano tenía el telegrama que me comunicaba con escasas palabras que desde hacía un día ya tenía padrastro. ¡Padrastro! Yo sabía lo que era una madrastra por los cuentos. Un padrastro no podía ser mucho mejor.
Me desahogué llorando desconsoladamente.
De algún modo sabía que acabaría sucediendo, pero para mi sorpresa mi reacción fue la de una impresión fortísima. Me sentía traicionada, arrollada. Mamá tendría que haber hablado conmigo primero, en lugar de contarme los hechos consumados por telegrama. Tendría que haberme presentado a Harold, para saber si también se llevaba bien conmigo, si era amable o si nos entendíamos. ¿Qué pasaría, si me odiaba a primera vista, o yo a él? ¿Y si le daba por incordiarme, por hacerme la vida imposible, por chillarme? Entonces ¿qué? ¿Se divorciaría? Tal vez a mi madre le daba igual. Tal vez se le caía tanto la baba con su nueva conquista que ya no se preocupaba por si su hija estaba bien o no.
Y con el término «hija» me sobrevino otra idea terrible: ¿qué sucedería si mamá y Harold tenían hijos en común? Probablemente mamá aún no era demasiado vieja para ello, de lo contrario lo más probable era que Harold no hubiera querido casarse con ella. Entonces sí que me dejarían completamente al margen. Mamá solo se preocuparía por los berreos de su bebé, Harold adoraría a su retoño y yo no sería más que un estorbo para ellos. Al final me meterían en un orfanato junto con Brian. No tenía ninguna duda de que Harold intentaría persuadir a mamá hasta conseguirlo.
Estaba tan absorta en mis sombrías cavilaciones y tan ocupada llorando y lamentándome por mi destino que tardé en darme cuenta de que alguien se me acercaba. De repente vi por el rabillo del ojo que algo se movía a mi lado y me volví a mirarlo, sobresaltada.
Era Chad. Estaba a un par de pasos de mí y no parecía en absoluto contento de verme.
—¿Qué haces aquí? —dijo algo estirado—. Creí que aquí podría estar solo.
—Vengo a menudo —repliqué.
Afortunadamente, no parecía enfadado.
—Ya veo. Es un buen lugar para venir a llorar, ¿verdad?
Busqué mi pañuelo y me soné la nariz, aunque sabía mejor que él que tenía los ojos hinchados y enrojecidos, la cara congestionada y que probablemente estaba más fea que nunca.
—Mi madre se casa de nuevo —le dije mientras le mostraba el telegrama que acababa de recibir.
—Ya veo —volvió a decir Chad. Entonces miró receloso a su alrededor—. ¿No hay nadie más por aquí?
¡Se había dado cuenta de que me faltaba algo!
—Me he librado de él. No te preocupes, no se atreverá a venir solo hasta aquí.
Chad dio un par de pasos titubeantes hacia mí. Sin duda habría preferido estar solo, pero por algún motivo se abstuvo de echarme de allí como si fuera una mosca inoportuna. Porque eso es lo que habría hecho al principio. Pero entonces yo ya tenía doce años. A una chica de doce años ya no la podía tratar con tanta descortesía y condescendencia. Al darme cuenta de ello empecé a sentirme algo mejor.
—¿Es muy asqueroso el tipo ese? —preguntó Chad mientras señalaba el telegrama.
Trague saliva para no echarme a llorar de nuevo.
—No lo conozco de nada —tuve que admitir—, mamá lo conoció cuando yo ya estaba aquí con vosotros. Y desde entonces no he vuelto a Londres.
—Debería haber venido con él cuando te visitó, si ya lo sabía entonces.
—No tenía tiempo. Su trabajo es importante para la guerra —expliqué, pensando que, al menos, había algo de lo que podía sentirme un poco orgullosa respecto a Harold.
Al parecer, Chad no consideraba que trabajar en algo importante para la guerra fuera ningún mérito, porque hinchó las mejillas y soltó un resoplido de desdén.
—¡Igual que mi padre! ¡Con la maldita granja! Un trabajo importante para la guerra! ¡En una guerra solo hay un lugar para un hombre, y es el frente!
Un escalofrío me recorrió la espalda al oír esas palabras, pero al mismo tiempo quedé bastante impresionada. ¡Lo dijo con tanta valentía, con tanta decisión…! Chad había terminado la escuela ese verano y tenía que empezar a ayudar todavía más a su padre con el trabajo de la granja, una actividad que no le gustaba en especial y por la que siempre estaba discutiendo con Arvid. Cuatro semanas antes, yo había escuchado a escondidas una conversación entre Arvid y Emma. A Emma le habría gustado que Chad hubiera ido a la escuela superior y, más adelante, incluso a la universidad.
—¡Puede conseguirlo! —había repetido encarecidamente—. Su profesor opina lo mismo. Saca buenas notas.
Arvid, no obstante, no estaba dispuesto a aceptar.
—¡La escuela superior! ¡La universidad! Pero ¿para qué? El chico heredará la granja, y para llevarla no necesita estudiar el bachillerato. Lo que tiene que hacer es acostumbrarse al trabajo, y algún día será él quien se encargue de todo esto. Puede sentirse afortunado. ¿Quién puede decir que ha conseguido una propiedad como esta prácticamente como si le hubiera caído del cielo?
En efecto, en ese momento tuve la impresión de que Chad no tenía muchos números de ir a la escuela secundaria. Su destino era otro, por lo que la situación me pareció inquietante.
—Ya he hablado con mis padres —dijo Chad. Tenía las mejillas rojas y lo más probable era que no fuera a causa del trecho que había tenido que recorrer por el barranco—. ¡Tengo dieciséis años, podría alistarme si papá me lo permitiera! ¡No entiendo por qué se niega! —Dicho esto se sentó en la roca junto a mí, cogió un par de guijarros del suelo y los arrojó rabioso al mar.
—¿Alistarte? ¿Quieres decir…?
—Para luchar en el frente, por supuesto. Me gustaría combatir. ¡Igual que los otros!
—No es que haya muchos chicos de dieciséis años movilizados —le dije.
—Pero algunos sí —insistió él, y se puso a lanzar piedras de nuevo. Creo que jamás lo había visto tan furioso.
—Tu padre te necesita aquí, en la granja.
—Mi país me necesita todavía más, en el frente. ¡Hay gente muriendo por Inglaterra! Y mientras tanto yo me quedaré aquí esquilando ovejas. ¿Te imaginas lo que eso significa para mí?
Se volvió para mirarme. En sus ojos me pareció ver que no solo estaba furioso. También estaba triste. Casi desesperado.
A buen seguro en ese momento no sentía algo tan distinto de lo que sentía yo.
—¿Sabes realmente qué tipo de persona es Hitler? —preguntó.
Yo no tenía más que una idea aproximada.
—No muy bueno…
—Es un loco —afirmó Chad—, un demente. Quiere conquistar el mundo entero. Es capaz de atacar cualquier país. Ahora incluso la ha tomado con Rusia. ¡Eso solo se le puede ocurrir a un enajenado!
—Pero seguro que no conseguirá conquistar Rusia —dije yo, tímidamente.
Yo sabía que Hitler había atacado Rusia ese verano, pero apenas había pensado en ello. Tan solo esperaba que Chad no me considerara una estúpida.
—Imagina que los alemanes invadieran Inglaterra —dijo Chad—, no que se limitaran a lanzarnos un par de bombas, que ya es en sí algo terrible. Imagina que de repente los tuviéramos aquí. ¡Que de repente tuviéramos a los alemanes aquí!
A pesar de que yo no creía que una ocupación alemana pudiera empeorar mi situación en ese momento y de que ni siquiera Hitler me parecía una figura tan terrorífica como el fantasma de Harold Kane, no podía admitirlo, claro.
—Eso sería malo —me limité a decir dócilmente.
—Sería una catástrofe —dijo Chad con énfasis antes de sumirse en un silencio sombrío—. Principalmente es mamá quien lo impide —dijo él un rato después—, creo que a papá podría hacerle cambiar de opinión. ¡Pero ella se pondría histérica si le sugiriera que me gustaría ir a la guerra!
—Se preocupa por ti.
—¡Que se preocupa por mí! Soy casi un adulto. Ya va siendo hora de que deje de preocuparse tanto por mí. Puede guardarse todos los abrazos, los besos y las atenciones para Nobody. Yo ya no los necesito. Debo seguir mi propio camino. ¡Debo seguir mis propias convicciones!
A mí me pareció que lo que decía sonaba muy bien. Como siempre, me impresionó enormemente. Sin embargo, yo tampoco quería que fuera a la guerra. Por supuesto que no, de ninguna manera, aunque me guardé muy mucho de decirlo. Quería que viera en mí a una aliada, no a una versión más joven de su preocupada madre.
—A veces —dije yo— la vida no va como más nos gustaría.
No es que pretendiera decir nada especialmente profundo con ello, tan solo me pareció que era la pura verdad.
Chad me miró.
—Pero uno no puede resignarse ante eso —replicó él.
—A veces sí —dije mientras agitaba el telegrama que tenía en la mano.
—A veces uno está completamente desamparado.
Chad no apartaba la vista de mí. De algún modo había cambiado. Me miraba de una manera distinta… Me… sí, me contemplaba como si me estuviera viendo por primera vez.
—Tienes unos ojos muy bonitos —dijo él, y con ese comentario sonó casi sorprendido—. De verdad, son especiales. Tienen motitas doradas.