Tengo los ojos verdes con un toque de marrón en la parte de dentro. Marrón, no dorado.
Tal vez la luz había variado la tonalidad, o tal vez Chad vio lo que quería ver, no lo sé. En cualquier caso, para mí fue como si el mundo entero se hubiera parado de golpe, como si las olas se hubieran detenido, como si las gaviotas se hubieran callado de repente, como si hubiera desaparecido súbitamente la suave brisa veraniega. Noté que tenía la boca seca y tuve que tragar saliva. En un momento, el telegrama y la noticia tan impactante que me comunicaba me traían sin cuidado.
—Yo… —balbuceé finalmente, aunque en realidad no tenía ni la más mínima idea de cómo continuar—. Gracias —conseguí decir, y pensé que en el fondo no tenía ni idea de la vida. ¿Qué se decía en momentos como esos? «Gracias», esa respuesta era de colegiala, pero es que por más que lo deseara no se me ocurrió nada mejor.
Creerá que soy idiota, pensé con abatimiento, y ese momento especial en el que el mundo entero había contenido el aliento desapareció tan rápido como había llegado. Solo era una chica que había perdido el habla porque un muchacho le había dicho algo bonito.
Pero él siguió mirándome con aquella expresión nueva. Había algo en su mirada que me transmitió esperanzas de que quizá Chad había dejado de verme como una simple colegiala.
Alargó la mano hacia el telegrama.
—Déjamelo —dijo.
Con un par de dobleces rápidos, convirtió el papel en un avión y se puso de pie.
—Ven —me dijo—. ¡Vamos a mandarlo bien lejos!
Yo también me puse de pie. Chad se fijó en la dirección del viento y lanzó el avión hacia arriba, de manera que las térmicas lo atraparan y se lo llevaran. Voló un buen trecho antes de caer en el mar. Durante un rato estuvimos observando cómo se balanceaba sobre las suaves olas hasta que al final desapareció de nuestra vista.
—Ya está —dijo Chad—, no pienses más en ello.
No pude evitar sonreír. Así de simple. Mi madre de repente estaba muy lejos. Y Harold Kane, lo mismo. Mi futuro y las preguntas acerca de cómo sería dejaron de interesarme súbitamente. En realidad solo existía el presente, la playa, el mar, el cielo. Y Chad, que en ese momento me tomó de la mano con toda naturalidad.
—Ven —volvió a decir—. Regresemos a casa.
Recuerdo que durante el camino de vuelta pensé que aquella sería la hora más feliz de mi vida. Que nunca volvería a ser más feliz, que la vida jamás sería tan perfecta otra vez. Incluso hoy en día, más de medio siglo después, me doy cuenta de lo especial que fue esa tarde. Quizá existan en todas las vidas esos momentos en los que nos sentimos hechizados, momentos a los que siempre queremos regresar con el recuerdo, sin importarnos lo lejanos que se encuentren en el tiempo, sin importarnos cómo ha acabado siendo nuestra vida. Creo que lo más importante de esa tarde fue el hecho de que aquello había sido prácticamente una declaración de amor. Así fue como interpreté yo el comentario de Chad acerca de mis ojos y, de hecho, en lo sucesivo quedaría demostrado que al final se correspondía con los sentimientos que durante tanto tiempo yo había albergado en silencio. Mucho después, sin embargo, sé que fue más que eso, mucho más que un encuentro romántico entre un joven y una chiquilla en la playa. Aunque por aquel entonces yo no podía saberlo, fue uno de los pocos momentos intensos que compartiríamos Chad Beckett y yo de un modo inocente. Literalmente. Aún no sabíamos lo que era el sentimiento de culpa.
Aquello cambiaría, acabaríamos sabiendo lo que era y, en la actualidad, estoy segura de que nuestra historia de amor terminó por fracasar precisamente por ese motivo.
Por nuestra culpa.
Leslie se despertó porque oyó sonar el despertador, y aún necesitó un par de segundos para darse cuenta de que no podía ser, de que no estaba en su piso de Londres sino en Scarborough y de que allí no tenía despertador. Debía de haber soñado algo, o se lo había imaginado. Especialmente porque todo estaba en silencio.
Se incorporó en la cama para ver que fuera el día ya despuntaba y que tras la ventana había una espesa niebla. Los profetas del tiempo no se habían equivocado: había empezado el otoño.
Le habría gustado volver a hundir la cabeza en la almohada, pero entonces aquel timbre sonó de nuevo y concluyó que en realidad alguien debía de estar llamando a la puerta de abajo. Buscó a tientas el reloj. Eran casi las nueve. No solía dormir hasta tan tarde. Con un leve sentimiento de culpa pensó en el whisky que había comprado el día anterior y que había estado bebiendo por la noche en el salón de Fiona. Probablemente había sido porque se había ido a la cama borracha por completo por lo que había dormido tanto.
Se hizo el propósito de no beber más que té a la noche siguiente, aunque un segundo después tuvo el amargo presentimiento de que no conseguiría cumplirlo.
Se levantó y anduvo a tientas por el piso. Al pasar junto al salón, por la puerta abierta vio sobre la mesa el montón de papeles que Colin le había dado y que se había pasado buena parte de la noche leyendo.
El otro chico.doc.
Junto a los papeles vio el vaso y la botella de whisky. La lámpara de pie seguía encendida, había olvidado apagarla.
Presionó el botón para abrir la puerta de la calle y un minuto más tarde subía Stephen por la escalera. Se lo veía trasnochado, llevaba una bolsa de viaje en la mano y vestía zapatillas de deporte.
—¿Te he despertado? —preguntó.
Leslie se quedó absolutamente perpleja.
—Sí. No. Bueno, en realidad sí, pero no importa. —Dio un paso atrás—. ¿Quieres entrar?
Stephen cruzó el umbral y se sacudió un poco como un perro mojado.
Llevaba puesto un anorak que brillaba debido a la humedad.
—Hacía mucho tiempo que no venía por aquí y he aparcado demasiado lejos —dijo a modo de disculpa—. Abajo, en el balneario. He tenido que subir por el parque… ¡Dios, menudas cuestas hay por aquí! ¡Y encima no se ve tres en un burro!
Leslie seguía intentando despertarse del todo.
—¿De dónde vienes?
—De Londres. He salido pronto, a eso de las cuatro.
—Y eso ¿por qué?
—Tenía vacaciones pendientes —dijo mientras se quitaba el anorak mojado—. Y he pensado…
—¿Qué?
—He pensado que tal vez me necesitarías. Bueno, me imagino que debes de sentirte fatal…
Leslie cruzó los brazos frente al pecho en un gesto de rechazo.
—Ya te dije que no quería que vinieras.
—Y no obstante —replicó Stephen—, me llamaste por teléfono.
—Lo siento. Fue un error.
Parecía dolido.
—Leslie, tal vez podrías…
—¡No podría nada! —gruñó ella.
No quería mostrarse débil. No quería que se le notara que estaba sensible. Piensa en lo que te hizo, se dijo. El daño que te hizo cuando te contó su desliz. Cómo te sentiste después. El miedo que tenías a que lo hiciera de nuevo. La desconfianza de si todo había quedado en una noche. Miedo y desconfianza. Leslie se había liberado, había sido como si finalmente hubiera encontrado las fuerzas necesarias para poner el punto final a su relación.
Stephen continuó sin hacer caso a la objeción.
—¿Podrías pensar al menos que hemos estado quince años juntos, diez de ellos casados? ¿Que tu abuela también ha sido parte de mi familia? Para mí también supone una pérdida. Tengo derecho a llorar su muerte. Y a saber qué ha sucedido.
—De acuerdo. Respecto a este último punto: lo que ha pasado aún no lo sabe nadie. Si has venido por eso, siento decirte que te vas a llevar una decepción. No se sabe nada nuevo. Y respecto al primer punto: sí, tienes derecho a llorar su muerte. Pero hazlo solo, por favor. Sin mí.
Se quedaron uno frente al otro. Leslie reparó en que estaba respirando de forma rápida y agitada. Intentó tranquilizarse.
¡No dejes que te haga enfadar!, se dijo.
Stephen la miró, pensativo. Luego cogió el anorak, que había dejado sobre el respaldo de una silla.
—Ha quedado claro. Veré si encuentro algún lugar para desayunar y…
Avergonzada de repente, Leslie se apartó el pelo de la cara con un gesto turbado.
—Puedes desayunar aquí, de acuerdo. Lo siento si te he…
Stephen sonrió con alivio. Leslie se encerró en el baño y pudo oír como él entraba en la cocina. Tiempo atrás habían pasado las vacaciones en casa de Fiona varias veces, por lo que Stephen conocía bien el piso. Mientras contemplaba el reflejo de su rostro hinchado en el espejo, pensó que casi era un alivio no estar sola. Tal vez la muerte de Fiona sería el inicio de otra fase: una nueva en la que Leslie podría dejar de sentirse herida y de mostrarse hostil. Al final, sería posible mantener una relación amistosa con Stephen.
Se duchó, se secó el pelo y finalmente entró en el salón vestida con unos vaqueros y una sudadera. Olía a café. Stephen había puesto la mesa que estaba junto a la ventana, pero el resultado era más bien desolador. Un trozo grande de queso cheddar en un plato en el centro de la mesa y un cuenco al lado, repleto de galletas saladas. Stephen, que estaba contemplando la densa niebla a través de la ventana, se volvió hacia ella.
—¿De qué vives? —preguntó—. La nevera está vacía. ¡Lo único abundante que he encontrado en esta cocina han sido café y cigarrillos!
—Exacto. Ya tienes la respuesta a tu pregunta —dijo Leslie—. Café y cigarrillos. A base de eso vivo.
—No es que sea muy sano.
—Yo también soy médico. —Se sentó, se sirvió una taza de café y tomó el primer sorbo con fruición—. ¡Esto sí que sienta bien! Poco a poco voy volviendo a la vida.
Durante el desayuno, si es que aquello tan lamentable podía llamarse de ese modo, Leslie puso al día a Stephen. Le contó que, según le había comunicado la policía, las indagaciones habían llegado a un punto muerto. Le habló también acerca de la funesta noche de la fiesta de compromiso, acerca de Colin y de Jennifer Brankley, los huéspedes que pasaban las vacaciones en la granja, de la discusión que mantuvieron Dave Tanner y Fiona. Y acerca de la fatal decisión de Fiona de volver a pie de noche.
—En algún lugar de esa carretera solitaria —dijo ella—, debió de toparse con su asesino.
—Ese Dave Tanner probablemente es el principal sospechoso —dijo Stephen—. Pudo quedarse cerca de la granja. Tal como lo explicas, ese tipo debió de salir con ganas de matar a alguien.
El uso de aquella expresión había sido casual, pero Leslie no lo pasó por alto.
—Matar a alguien. Por algún motivo, no me encaja en absoluto. Estaba furioso, sí. Pero tanto como para asesinarla… No consigo imaginarlo.
—¿Qué clase de persona es?
—Impenetrable. Pero no tanto para considerarlo capaz de cometer un crimen. Creo que es más bien como Fiona había supuesto. Parece probable que esté jugando de forma desleal con Gwen. Es atractivo, de ese tipo de hombres que tienen jovencitas a puñados. Y vive con lo mínimo, se limita a ir tirando como puede. Gwen, o mejor dicho, la granja de los Beckett, supone una verdadera oportunidad para él.
—Un hombre que quiera casarse y tener hijos con ella también es una verdadera oportunidad para Gwen —dijo Stephen, pensativo—. Quiero decir, que tal vez no sea la clásica historia de amor, pero de todos modos el enlace podría beneficiarlos a los dos.
—Eso en caso de que él renunciara a la tentación que suponen las jovencitas —dijo Leslie, y se apresuró a rematar el argumento con agudeza—: Y tanto tú como yo sabemos bien lo mucho que os cuesta eso a los hombres a veces.
Stephen parecía dispuesto a replicar algo, pero al final prefirió no hacerlo.
Un rato después, él señaló hacia la mesilla sobre la que estaban las hojas impresas, el vaso y la botella de whisky, una imagen que revelaba con claridad a qué había dedicado Leslie la noche anterior.
—¿Es interesante lo que estás leyendo? —preguntó.
—Es la autobiografía de Fiona. O al menos una parte, al parecer. La escribió para Chad y se la mandó por correo electrónico. En principio solo estaba destinada a él, pero Gwen descifró la contraseña y lo imprimió todo. Me lo ha pasado Colin Brankley y se mostró muy misterioso al respecto, pero hasta el momento no comprendo el motivo. Fiona describe su evacuación de Londres durante la guerra, su vida en la granja de los Beckett. Todo eso ya me lo había contado varias veces. La única novedad es que realmente estuvo enamorada de Chad, pero de todos modos era algo que ya suponía. Eso y que entre ellos hubo algún tipo de relación. Todavía no he pasado de ahí.
Leslie se encogió de hombros.
—Sin duda ya debes de haberte dado cuenta de que anoche ahogué las penas en alcohol. Llegó un momento en que ya no me estaba enterando de lo que leía.
Se detuvo a reflexionar un momento. De repente surgió algo que se había perdido en la espesura de los recuerdos enturbiados por el alcohol, una idea…
—Un sentimiento de culpa —dijo ella—. En algún momento se insinúa que Chad y ella acarreaban cierto sentimiento de culpa. Pero todavía no he leído nada sobre eso.
—¿Qué tipo de culpa podría ser? ¿Tienes alguna sospecha?
—De hecho, no. Lo único que podía imaginar era que Fiona y Chad hubieran mantenido una relación al margen de sus respectivos matrimonios. Sin embargo… escribe que el amor entre Chad y ella se vio obstaculizado por un sentimiento de culpa. Eso significa que no debía de tener nada que ver con las parejas que tanto mi abuela como Chad tendrían más adelante en sus vidas. —Leslie frunció la frente—. ¿Te he contado alguna vez que Fiona recibía llamadas anónimas desde hace un tiempo?
—No. ¿De qué tipo?
—Silencio. Una respiración. Y nada más. No se lo dijo a nadie, solo a Chad. En la noche de su muerte. Esas llamadas debieron de atormentarla bastante.
—¿Y no le dijo a Chad si sospechaba de alguien?
—No. Al parecer no tenía ni la más remota idea.
Stephen dejó la taza de café sobre la mesa, inclinó la cabeza y miró a Leslie muy serio.
—Leslie, creo que esa historia —dijo mientras señalaba con la barbilla la mesilla con los folios impresos— debería leerla la policía. Podría esconder un indicio decisivo, una información clave.
—Hasta ahora no es más que una biografía. Una autobiografía.
—Escrita motivada por un sentimiento de culpa.
—Pero…
—No le quites importancia. Lo escribió motivada por un sentimiento de culpa, recibía llamadas anónimas y acabó muriendo víctima de un asesinato. Todo lo que de algún modo pueda arrojar algo de luz sobre la vida de Fiona debería poder leerlo la policía, sin reservas.