—Lo que explica es muy personal, Stephen. Incluso yo, que soy su nieta, no me siento cómoda leyéndolo. Hay recuerdos que solo quiso compartir con Chad. Ahora ya los conocen Gwen, Jennifer y Colin, y también yo me enteraré de ellos. Para ser sincera, estoy algo enfadada con Gwen por haber divulgado todo esto. En especial porque se lo pasó a Jennifer y a Colin, que ni siquiera son de la familia; ellos no deberían haber tenido acceso al texto. ¿Qué derecho tenían a saber qué pensaba y qué sentía Fiona cuando era niña, cuando no era más que una chiquilla?
—Probablemente haya cosas con las que Gwen no fue capaz de lidiar sola. Leslie…
Impaciente, ella cogió su cajetilla de cigarrillos y se encendió uno.
—Vale. Muy bien. Yo lo leeré. Y si hay algo ahí que puede ser relevante, informaré a la policía, por supuesto.
—Espero que seas capaz de valorar lo que es relevante —dijo Stephen—. Y, Leslie, ya sabes que no puedes ocultarles nada. Incluso si lees algo que…
—¿Sí?
—Si lees algo que tal vez no deje en buen lugar a tu abuela. Lo importante es que encuentren al asesino. Eso es lo importante en realidad.
—Stephen, lo que aún no sabes es que aquí, en Scarborough, en el mes de julio asesinaron a una joven. De un modo parecido a como asesinaron a Fiona. Aunque también es posible que los dos crímenes no guarden relación y que, simplemente, mi abuela tuviera la mala suerte de toparse con un psicópata que estuviera rondando por aquí para matar a golpes.
—Es posible. Todo es posible.
Leslie se puso de pie. De repente notó que Stephen estaba demasiado cerca. La habitación era demasiado pequeña. Y encima, el café estaba frío.
—¿Sabes? —dijo ella—. Creo que tengo hambre y este desayuno no me apetece en absoluto. ¿Por qué no vamos a la ciudad y vemos si podemos almorzar como es debido? Luego podemos hacer la compra. Podríamos hacer… ¡algo normal!
Leslie miró a Stephen y pudo ver con claridad lo que estaba pensando: que su vida tardaría mucho en recuperar algo parecido a la normalidad.
Que la idea de salir con aquella niebla solo le permitiría guardar las distancias un momento, pero no más.
La mañana había tenido cosas buenas y cosas menos buenas para Valerie Almond, pero decidió sentirse optimista y valorarla positivamente.
Con Jennifer Brankley había acertado de lleno. Valerie se sintió orgullosa de su buena memoria. Si bien no había conseguido recordar los detalles exactos, al oír el nombre de Jennifer como mínimo había tenido claro que le sonaba. Lo había consultado en el ordenador y sus sospechas se confirmaron. Brankley se había visto envuelta en un escándalo siete años atrás.
Profesora en una escuela de Leeds. Sumamente popular entre los alumnos, respetada por sus colegas y apreciada por los padres. Jennifer era conocida por su relación directa y continua con los jóvenes a los que daba clase. Su definición de la profesión de maestra no se había limitado a proporcionar conocimientos y a conseguir que los alumnos obtuvieran buenas notas. Se había propuesto ser para ellos una compañera, una confidente, una figura de referencia. Realmente había querido ser todo eso para ellos y, según parecía, lo había conseguido. Jennifer Brankley había sido elegida varias veces como la maestra más querida del curso y en toda la escuela no había nadie que no tuviera una opinión positiva acerca de ella. En cualquier caso, antes de aquella historia.
—Es evidente que ha ido demasiado lejos —opinó un colega que no quiso revelar su nombre en la edición electrónica de un periódico—. Por muy solícita que fuera con los estudiantes, ¡eso no tendría que haberlo hecho!
«Eso» fue la administración de fuertes sedantes a una alumna de diecisiete años y no de forma puntual, sino durante varios meses. La chica había sufrido siempre un miedo atroz a los exámenes y ante la inminencia de los exámenes finales parecía que la cosa iba de mal en peor. Sufría estados de ansiedad y ataques de pánico y, cada vez más desesperada, decidió confiárselo a su profesora, Jennifer Brankley. Jennifer la había ayudado con tranquilizantes justo antes de un examen ante el que la situación se había vuelto especialmente crítica para la alumna, y de esta manera la chica afrontó la prueba sin presión ni agobios. Puesto que los exámenes se prolongaban a lo largo de casi cuatro meses, la entusiasmada jovencita, que bajo el efecto de las pastillas se vio capaz de conseguir unos resultados extraordinarios, ya no quiso renunciar a esa ayuda farmacológica. Según relataban los periódicos, Jennifer Brankley más adelante había declarado que era absolutamente consciente de que eso la situaba en la cuerda floja y de que iba en contra de la ley. Sin embargo, había sido incapaz de negarse ante las insistentes súplicas de su alumna.
La catástrofe se había desatado después de que la chica hubiera contado lo de las pastillas a una amiga y la información acabara llegando a los padres de esta, quienes lo contaron todo de inmediato a los progenitores de la alumna en cuestión. El director de la escuela y la policía acabaron interviniendo, y la prensa se enteró del asunto. De la noche a la mañana, Jennifer Brankley se encontró en el ojo del huracán y, desconcertada, se vio envuelta en una espiral de malicia, desprecio y rabia que le llegaba de todos lados. En particular de los periódicos, incapaces de contenerse ante la posibilidad de sacar jugo a la historia por todos los medios.
Valerie había encontrado los titulares en el archivo, entre ellos: «Una maestra arrastra conscientemente a una de sus alumnas a la drogadicción». Y también: «Dependencia: ¿era ese el objetivo del pérfido juego de la profesora Jennifer B.?». Y no fueron ni mucho menos los peores titulares.
En algún momento también había trascendido que Jennifer Brankley en ocasiones recurría ella misma a las pastillas para superar el día a día, una circunstancia que en condiciones normales no habría interesado a nadie, puesto que el rendimiento en el desempeño de su profesión era excelente, nunca había mostrado signos de desfallecimiento y de ningún modo se había vuelto adicta a fármaco alguno. Sin embargo, una vez envuelta en aquel torbellino de sospechas, de hostilidad y de ansias de sensacionalismo, todo pareció volverse en su contra. Naturalmente, en primer lugar estaba el consumo de fármacos, que había aumentado con rapidez hasta convertirse en una peligrosa adicción a las pastillas, pero sin duda los periodistas no habrían dudado en diseccionar su matrimonio o sus antecedentes en busca de un titular espectacular. Por lo menos en la región de Leeds y en Bradford, los medios de comunicación se habían cebado con Jennifer.
Al final Jennifer Brankley se había visto obligada a apartarse del ejercicio de la profesión y a abandonar la docencia.
Valerie se levantó de su mesa y cogió la chaqueta.
El sargento Reek, que estaba sentado frente a ella en otra mesa, alzó la mirada.
—¿Inspectora?
—Voy a ver a Paula Foster —dijo Valerie—. Aunque no creo que tenga ninguna relación con el asesinato de Fiona Barnes, me gustaría salir de dudas. Y tal vez me acerque también un momento a la granja de los Beckett.
Mientras bajaba hacia el aparcamiento, pensó en las pocas noticias positivas de aquella mañana. Habían llegado los informes con las conclusiones de los forenses y la evaluación de las pruebas encontradas, pero no habían aportado nada que pudiera contribuir al avance de la investigación. Parecía como si Fiona Barnes se hubiera topado con su asesino en la carretera de noche y, huyendo de este u obligada por él, hubiera emprendido el estrecho camino que pasaba por la propiedad de los Trevor. El autor del crimen le había golpeado la cabeza varias veces desde atrás con una piedra grande. Y de un modo especialmente enérgico y brutal. Como ya había supuesto el forense en el lugar de los hechos, Fiona Barnes todavía no había muerto cuando el asesino había abandonado la escena del crimen. En realidad la anciana había muerto a primera hora de la mañana del domingo víctima de una hemorragia, como consecuencia de un traumatismo craneal. El ataque debió de haber tenido lugar entre las once y las once y media de la noche.
Con toda probabilidad, ya con el primer golpe Fiona había perdido el conocimiento, o al menos la capacidad de moverse, porque no había nada que indicara ni la más mínima resistencia ante la agresión. Tampoco se habían encontrado partículas de piel ni cabellos de otra persona bajo las uñas de la víctima.
Sin embargo, el arma del crimen, a pesar de la meticulosa búsqueda que se llevó a cabo por los alrededores del lugar en el que estaba el cadáver, no ha sido encontrada. Había un montón de piedras por esa zona. Eso, reflexionó Valerie, nos lleva a la conclusión de que el autor del crimen no iba armado cuando encontró a su víctima. Seleccionó el arma sobre la marcha. Y luego fue lo suficientemente listo para llevarse la piedra o bien para dejarla lejos del lugar de los hechos. Hay muchos arroyuelos por esa zona, se recordó la inspectora. Si la echó dentro de uno de ellos, sería de lo más improbable que pudiéramos llegar a encontrarla.
Por otra parte, esa circunstancia guarda una clara similitud con el caso de Amy Mills, pensó Valerie mientras subía al coche; el autor de su homicidio tampoco iba armado. Lo que hizo fue utilizar el muro para matar a su víctima. O bien conocía muy bien el lugar o bien simplemente había pensado que en el momento adecuado ya se le ocurriría algo. Tanto en un caso como en el otro, por lo menos a ese respecto parecía que no había existido mucha planificación. Sin embargo, pensó Valerie, es posible que eligiera cuidadosamente el lugar en el que interceptar a la víctima, que ese detalle hubiera sido deliberado. En el caso de Mills, además, el autor del crimen llevaba guantes. Mills pasaba habitualmente los miércoles por la noche por los Esplanade Gardens. El hecho de que la verja de la obra bloqueara el lugar por el que la chica solía pasar aún está por explicarse, por lo que es posible que formara parte del plan que el asesino había urdido.
En cambio, que Fiona Barnes emprendiera a pie el solitario camino de vuelta a su casa a pie tan tarde por la noche era algo difícilmente predecible. Hasta el momento en que decidió a bote pronto ir a buscar el taxi a pie ni siquiera ella sabía que iba a hacerlo. Lo más normal habría sido que hubiera vuelto a casa con su nieta en el coche de esta.
Lo más normal…
Valerie salió lentamente del aparcamiento de la comisaría de policía.
La niebla era ya tan espesa que la vista no le alcanzaba más de un par de pasos por delante. Encendió los faros antiniebla y recordó lo soleado que había sido el día anterior, cuando se había levantado con ganas de ir a trabajar. Esa mañana de niebla, en cambio, el mundo entero parecía moverse de forma pesada y plomiza, como si estuviera atrapado dentro de una crisálida que se tragaba los ruidos y desdibujaba las formas.
Un día de mierda, pensó Valerie mientras avanzaba despacio por la calle.
Todas las circunstancias que rodeaban el asesinato de Fiona Barnes sugerían como conclusión que el asesino debía de ser una persona de su entorno, alguno de los asistentes a aquella fiesta de compromiso que tan mal había acabado. El problema de Valerie era que no tenía claro cuál era el móvil. Pensándolo bien, solo Tanner, y tal vez también Gwen, habrían tenido motivos para hacerlo, pero no le parecía que estos fueran suficientes para cometer un asesinato tan brutal.
Se había pasado el día anterior hablando con el forense.
—¿Ha sido un hombre o una mujer? ¿Qué cree?
El médico había dudado.
—Es difícil precisarlo. Lo que sí me parece seguro es que el autor del crimen estaba realmente furioso. O furiosa. Cayó en una espiral de violencia. Para asestar el golpe del que con posterioridad moriría Fiona Barnes, hizo falta aplicar cierta fuerza.
—¿Más fuerza de la que por lo general se le supondría a una mujer?
—No necesariamente. Lo más importante es la presencia del odio. El odio multiplica las fuerzas. No, yo no excluiría la posibilidad de que fuera una mujer. De lo que no hay duda es que el asesino era diestro.
Genial, pensó Valerie con sarcasmo; por supuesto eso restringe increíblemente el abanico de posibilidades. Diestro. Como, digamos, por lo menos tres cuartas partes de la gente, se dijo. Y además podría ser tanto un hombre como una mujer. Hemos avanzado una barbaridad.
Notó una presión en el pecho que le resultaba familiar. Sabía que tenía que presentar pronto una pista, o mejor aún la resolución del caso. De lo contrario el asunto pasaría a instancias superiores. Si eso llegaba a ocurrir, saldría por la ventana, la apartarían de la investigación y fracasaría de manera estrepitosa en el intento de resolver el crimen. Si se confirmaba la sospecha de que había implicado un asesino en serie al que una agente relativamente joven no lograba descubrir, le mandarían a alguien del Scotland Yard. Necesitaba urgentemente encontrar una pista.
Jennifer Brankley. Esa mujer había despertado su curiosidad desde el primer momento. Y no solo porque pasara las vacaciones en aquella granja desoladora y anduviera siempre acompañada de sus dos gigantescos perros. Valerie había notado algo más y, después de haber leído aquellos viejos informes de prensa, la inspectora sabía también lo que era: Jennifer Brankley era una mujer profundamente amargada que tenía la sensación de que la vida, el destino, la gente la trataban mal y de manera injusta. No había llegado a superar que la apartaran de la docencia. Aquella historia la corroía por dentro, incluso tantos años después.
¿Qué diría su estudio psicológico?
Tiene la manía obsesiva de querer ayudar siempre, pensó Valerie, y mientras tanto se mueve a tientas envuelta en una espesa niebla que apenas le permite vislumbrar la encrucijada en la que se encuentra, puesto que el disparate que había cometido con la alumna no era normal. Podría haber hecho cualquier cosa por aquella chica: hablar con los padres, con un médico, buscar la ayuda de un psicólogo, lo que fuera. Pero había querido ayudarla por sus propios medios, de forma espontánea y directa, y había decidido arriesgarlo todo. Su trabajo, su carrera. Aquel asunto podría haberle costado incluso el matrimonio. Por culpa de las miserias que airean los periódicos se rompía más de una relación. Colin Brankley trabajaba en un banco. Sus superiores no debían de estar precisamente entusiasmados con el tema. Con toda seguridad el señor Brankley se habría enfadado por el asunto. Eso Jennifer también debió tenerlo en cuenta. Parecía, en cambio, como si no hubiera visto nada más que el mal trago de su alumna. Como si el resto le diera igual.