—La Cruz Roja pronto se encargará de Brian —le decía Emma a menudo cuando Arvid empezaba a quejarse porque todavía había un cubierto de más en la mesa.
Sin embargo en realidad ni la Cruz Roja ni nadie se interesó por él, lo que supongo que fue un alivio para Emma. No quería ver a Brian en un orfanato. Por propia iniciativa, ella no pensaba hacer al respecto nada que pudiera alejarlo de la granja de los Beckett.
A mí me gustaba vivir en aquella granja. Era imposible imaginar un contraste más espectacular respecto a cómo había vivido en Londres. Aquella soledad aparentemente interminable. La extensión de los prados, separados por muros de piedra, salpicados por cientos de ovejas paciendo. El olor del mar. Me encantaba bajar a la cala que estaba dentro de la propiedad de la granja, aquel camino lleno de aventuras y secretos que transcurría a través de un profundo barranco, por un sendero casi invisible que parecía una selva virgen a los pies de aquellas escarpadas paredes de roca. Me abría paso a través de la hierba y de los helechos, sumida en la oscuridad en invierno, bañada en una extraña luz verdosa cuando el sol brillaba en verano. Solía imaginar que era uno de aquellos grandes descubridores de los que había oído hablar en la escuela: Cristóbal Colón o Vasco da Gama. A mi alrededor, acechaban por todas partes los indígenas antropófagos, en cuyas manos no podía caer bajo ningún concepto. Agarraba un trozo de madera y lo llevaba entre los dientes; ese era mi cuchillo, mi única arma. Cada vez que oía un crujido en algún matorral, cada vez que llegaba hasta mis oídos el grito estridente de un pájaro, me sobresaltaba y se me ponía la piel de gallina. Lo único que me faltaba en aquellos momentos era la compañía de otros niños. En la calle en la que había vivido en Londres, en el entramado de patios traseros, siempre éramos una verdadera horda de diez niños, en ocasiones incluso quince o veinte. En la granja estaba completamente sola. Sin embargo, acudía a la escuela en Burniston y tenía buena relación con mis compañeros de clase, que me veían bastante exótica. Aunque por desgracia todos ellos vivían demasiado lejos como para poder encontrarnos fuera de la escuela. Durante varios kilómetros no había más que prados para ovejas y, de vez en cuando, alguna que otra granja aislada. Podías tardar varias horas en recorrer la distancia entre unos y otros.
Yo era una niña a la que le gustaba jugar, disfrutar de la libertad y de las incontables posibilidades que ofrecía la vida en el campo, pero también una chiquilla que empezaba a dar los primeros pasos hacia la pubertad. Mamá siempre me había dicho que era muy precoz. Tal vez fuera cierto, al menos respecto al tiempo que me había tocado vivir, los años cuarenta.
En el armario ropero de mi habitación encontré un par de novelas sobre el tema que devoré llena de entusiasmo. Eran libros viejos y estaban muy ajados; me preguntaba si Emma se habría enzarzado a leerlos con la misma pasión con la que lo hice yo. Era precisamente «pasión» la palabra que mejor describía el contenido de aquellas lecturas. No trataban de otra cosa. Mujeres hermosas, hombres fuertes. Y lo que hacían juntos conseguía que me sonrojara. No había nada que deseara con más ganas que hacerme mayor con rapidez y vivir todas aquellas cosas que acababa de descubrir en esos libros. Fue inevitable que acabara viendo al hombre que tenía a mi lado, Chad Beckett, como el fuerte y atractivo héroe de mi propia historia.
Lo admiraba profundamente. Creo que incluso me enamoré de él. Por desgracia, él no veía en mí más que a una mocosa poco interesante de la que su madre se había librado y que él esperaba que se esfumara pronto. Me trataba casi del mismo modo que solía hacerlo su padre.
La única persona masculina a la que siempre tenía cerca, dondequiera que fuera, era Brian. «Dondequiera que fuera» significa «siempre que no conseguía librarme de él». Con el tiempo llegué a desarrollar métodos bastante refinados para conseguir poner los pies en polvorosa. Entonces él erraba como una oveja perdida, según me contaba luego Emma en un tono de ligero reproche.
Yo, para defenderme, le confesaba que Brian me sacaba de quicio.
—Es mucho más pequeño que yo —le decía—. ¡Y no sabe leer! ¿Qué quieres que haga con él?
Era cierto, ni siquiera hablaba. Emma siempre me preguntaba si había hablado alguna vez antes de que llegáramos a la granja. Pensaba que yo tenía que saberlo solo porque habíamos vivido en el mismo barrio.
En realidad, por más que me esforzaba no conseguía recordarlo. ¿Quién se había fijado en el pequeño Brian? Lo único que podía decir a Emma era que siempre lo había visto por la calle y que todos los niños de los Somerville se caracterizaban por tener pocas luces, una expresión que hacía enfurecer a Emma. De hecho, la primera vez que la vi montar en cólera fue por eso.
—¿Cómo puedes decir algo así? —gritó—. ¿Cómo criticas a unos niños que ya no pueden defenderse? ¿Cómo puede juzgarse a alguien de ese modo, tan a la ligera?
Yo no quería excitarla más, pero me habría gustado hacerle ver que, al menos en el caso de Brian, la expresión era adecuada. ¿Un niño de ocho años, tal vez incluso nueve, porque al fin y al cabo nadie sabía cuándo había nacido, que no hablaba? No era normal. Los niños de mi escuela también lo habían dicho cuando Emma vino un día en bicicleta para traerme el desayuno que me había olvidado. Brian iba sentado en el portabultos. Ya era la hora del recreo cuando él, emitiendo unos ruidos indefinibles, saltó de la bicicleta y acudió hacia mí corriendo, radiante de alegría. Balbuceó algo que nadie acertó a comprender.
—A tu hermano le falta un hervor —me dijo la delegada de clase más tarde.
—¡No es mi hermano! —chillé, y a juzgar por la manera como retrocedió, debí de lanzarle una mirada realmente airada.
—Vale, de acuerdo —replicó ella para suavizar las cosas como si se dirigiera a un perro rabioso.
Para mí lo más importante era que nadie creyera que aquel imbécil y yo éramos parientes. Así es como solía llamarlo en la intimidad, cuando nadie me oía: «pequeño imbécil». En cualquier caso, por nada del mundo se me habría ocurrido decirlo en voz alta en presencia de Emma.
Todo esto suena muy frío, muy duro. Y tal vez pueda atribuírseme eso: lo cierto es que no fui jamás especialmente amable con aquel chiquillo trastornado. Pero hay que tener en cuenta la situación en la que me encontraba durante los dos primeros años de la década de 1940: era una niña ávida de aventuras y, a la vez, era una chiquilla que leía novelas románticas y se había enamorado de un joven de quince años. De la noche a la mañana había perdido el entorno en el que tanto confiaba, Londres, y había ido a parar a una granja de ganado lanar de Yorkshire. Mi padre estaba muerto y mi madre demasiado lejos. Había estado refugiada en el sótano de mi casa cuando una bomba alemana había acertado de lleno en ella y la había derribado sobre nuestras cabezas. Hoy en día me doy cuenta de lo mucho que tuve que aguantar.
Aunque por aquel entonces no lo tenía tan claro. Solo me daba cuenta de lo mucho que me agobiaba el apego y el afecto que Brian me demostraba continuamente. De lo harta hasta la saciedad que estaba de él. De lo mucho que pesaba en mí la presencia constante de aquel mocoso mudo y traumatizado. Yo me rebelaba contra aquella situación con bastante ira. Tal vez no fuera una reacción tan anormal, si tenemos en cuenta mi edad por aquel entonces.
Sin embargo, seguro que habría sido normal si Emma hubiera llevado a Brian a la consulta de un médico. Era evidente que el pequeño necesitaba ayuda, ya fuera médica o psicológica. Y probablemente también Emma era consciente de ello. Nunca tuve la oportunidad de hablarlo con ella, pero creo que lo que Emma temía era abrir la caja de los truenos si en algún momento llegaba a presentarse en unas dependencias oficiales con el chico. No había vuelto a recibir noticias de Londres. Sin duda Brian se había perdido en algún lugar de la cadena, entre la enfermera que había anotado su nombre en aquella oscura tarde de noviembre tras nuestra llegada a Staintondale y las autoridades que tenían que hacerse cargo de él en Londres. Emma estaba convencida de que si lo trasladaban a un orfanato acabaría muriendo, por lo que la alegraba que, al parecer, nadie se acordara de él. Por eso hacía todo lo posible para que siguiera siendo invisible. No lo llevaba nunca al médico y no le pesaba en la conciencia en absoluto el hecho de no haberlo mandado a la escuela. Porque al ver a Brian te dabas cuenta enseguida de que habría sido incapaz de seguir el ritmo de los niños de su misma edad. Ni siquiera el ritmo de otros niños más pequeños.
Puesto que toda esa historia sacaba de quicio a Arvid, el marido de Emma, y que a este le tenía sin cuidado el bienestar de Brian, dejó que su esposa hiciera lo que quisiera con él, sin entrometerse. Chad decidió quedarse al margen del asunto. A su edad, tenía un montón de cosas más de las que preocuparse. Por otra parte, yo solo tenía ojos para Chad, y Brian solo me interesaba en la medida de que me pasaba el día tramando lo que fuera necesario para deshacerme de él.
Con la única excepción de Emma, para el resto del mundo se había convertido en una especie de «nadie». Así es como pasó a llamarlo Chad poco después:
Nobody
.
Nadie.
En febrero de 1941 mamá vino a visitarme a Staintondale. Ya había pretendido venir anteriormente, en Navidad de hecho, pero la familia para la que trabajaba limpiando y haciendo todo tipo de tareas domésticas la requirió y ella no quiso renunciar a aquel dinero extra. A mí no me había parecido mal del todo. La fiesta de Navidad en la granja de los Beckett estuvo muy bien, incluso nevó un poco. Durante las se manas anteriores me había aplicado con diligencia a ayudar en las tareas de la granja o de la casa siempre que había podido, con lo que había reunido algo de dinero. Con él le compré a Chad un cuchillo de excursionista porque sabía que soñaba con tenerlo desde hacía tiempo. Cuando lo desenvolvió se le iluminaron los ojos, y cuando me dio las gracias, noté algo distinto en la expresión de su rostro mientras me miraba. Fue como si ya no me viera como a esa chiquilla tonta de Londres que lo ponía de los nervios, sino como a esa persona cada vez más seria en la que estaba en camino de convertirme. Esa mirada y su sonrisa fueron para mí lo más bonito de aquellas Navidades. Y también lo fue el libro que él me regaló:
Mujercitas
, de Louisa May Alcott.
—Ya que te gusta tanto leer —me dijo, algo cortado.
Me habría encantado abrazarlo, pero por aquel entonces no nos teníamos tanta confianza. Me limité a agarrar el libro muy fuerte contra mi pecho.
—Gracias —le dije en voz baja, y me juré a mí misma que jamás me desprendería de aquel libro. Y así ha sido. Todavía lo conservo.
Durante la Navidad fuimos a la iglesia, cantamos y comimos bien. Recibí también la larga carta en la que mi madre, consciente de su culpabilidad, me explicaba que no podría acudir y se justificaba aludiendo que la requerían en la casa en la que trabajaba. Puede parecer una paradoja, pero lo que consiguió con ello fue pasarme a mí su sentimiento de culpa. Al parecer, mamá creía que la echaba muchísimo de menos y sin duda eso habría sido lo más normal. Por mi parte, yo me preguntaba por qué prácticamente no sentía ningún tipo de añoranza y en cambio me había acostumbrado tan bien a vivir en la granja de los Beckett al cabo de pocas semanas. Hoy en día creo saber la respuesta a esa pregunta. No se trataba de que me hubiera enamorado de Chad Beckett. Ni tampoco de que con anterioridad hubiéramos reñido a menudo con mi madre y me pareciera más fácil entenderme con Emma, que tenía un carácter más amable. Creo que lo que sucedió en realidad es que allí, en la costa este de Yorkshire, encontré mi verdadero hogar. No soy una urbanita. A pesar de haber nacido en Londres y de haber pasado en la capital mis primeros once años de vida, no consideraba que mi patria fueran aquellas calles tan llenas de gente, con aquellos edificios tan altos. En cambio, rodeada de las praderas de Yorkshire, que se extendían interminablemente por las colinas, rodeada de esos pueblecitos idílicos, del encuentro entre el cielo y la tierra en un horizonte lejano, de la proximidad del mar, de los animales y del aire puro, me sentía como en casa. Estaba en el lugar al que pertenecía. A pesar de que entonces ni siquiera era consciente de ello.
En cualquier caso, mi madre pudo constatar que yo estaba bien cuando por fin vino a visitarme durante un fin de semana a mediados de febrero. Yorkshire no ofrecía entonces su mejor cara, pero ¿qué paisaje luce en febrero? El tiempo era frío, gris, sumido en una llovizna constante. El patio estaba embarrado y la cima de la loma que había detrás de la granja quedaba oculta tras las densas nubes bajas. A mí me habría gustado poder enseñarle a mamá el puente, el barranco, la arena, pero ella se negó a seguirme porque no quería salir a pasear.
—Hace demasiado frío —dijo mientras se frotaba los brazos, tiritando a pesar de que estaba sentada muy cerca de la chimenea, en el salón—. Y hay demasiada humedad. No me hagas trepar por las rocas. Lo siento, cariño. Al final, seguro que me acabaría rompiendo un tobillo.
Tuve la impresión de que la granja de los Beckett no le gustaba especialmente, que ella no habría aguantado allí ni media semana, pero era evidente que eso seguía siendo mejor que las bombas de Londres.
—Los alemanes continúan lanzando ataques aéreos —explicó—, aunque tampoco es tan terrible como al principio. De todos modos, estoy contenta de que te encuentres aquí. Segura. Desde que viniste, mucha más gente ha mandado a sus hijos al campo.
Ella seguía viviendo en casa de tía Edith y, según me contó, era horrible.
—Es que hay demasiada gente y muy poco espacio. Y ya conoces a Edith. Lo demuestra enseguida, cuando alguien la pone de los nervios. A mí me trata como a una mendiga. Pero ¡sigo siendo la esposa de su difunto hermano! ¡No soy una cualquiera!
Su mirada recayó en Brian que, como siempre, iba pegado a mí. Estaba sentado a nuestros pies y empujaba adelante y atrás un pequeño coche de madera que había sido de Chad. Como de costumbre, no jugaba a nada que tuviera un sentido reconocible.
—¿Nos entiende? —preguntó mi madre.
—Creo que no —respondí mientras negaba con la cabeza—, apenas sabe hablar.
Y efectivamente así era. Desde que Brian estaba allí, a principios de enero había intentado por primera vez proferir algo parecido a una palabra. Emma había reaccionado con verdadera euforia, pero a mí me pareció que en realidad había sido un éxito más que limitado. La única palabra que muy a mi pesar conseguía articular con bastante claridad era «Fiona». Además, sabía pronunciar algo que sonaba parecido a «¡ven!» y «bebé». Emma especulaba sobre lo que quería decir con esta última. Chad y yo estábamos seguros de que en realidad intentaba decir Nobody, el nombre con el que nos dirigíamos a él cuando estábamos a solas. Sin embargo, nos cuidamos mucho de decirlo, porque teníamos muy claro que Emma se habría enfurecido bastante.