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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (18 page)

Leslie tragó saliva.

—Es usted quien me ha pedido que pasara por alto la cortesía, señor Tanner.

—Sí. Para que de ese modo pudiera comprenderme mejor.

Leslie estaba furiosa, aunque no sabía exactamente por qué. Se sentía como si Tanner la hubiera reprendido, como si la hubiera tratado igual que a una colegiala, pero al mismo tiempo era consciente de que tenía razón. Tanto Fiona como ella misma se estaban entrometiendo en algo que no les incumbía. Trataban a Gwen como si fuera una chiquilla y a Dave como a un estafador matrimonial. Y con ello, hasta el momento solo habían conseguido crear confusión y desdicha: Dave se había marchado antes de que acabara la celebración de su compromiso, Gwen se había quedado en casa llorando a moco tendido y a Fiona se la había tragado la tierra. El balance global de ese fin de semana era bastante desolador.

Al pensar en Fiona, Leslie se dio cuenta de que debía volver al problema realmente urgente. Vació enseguida su taza de café, en cuyo fondo había quedado un montoncito de azúcar mezclado con leche en polvo que no se había disuelto, y se levantó.

—No pretendía ofenderle —dijo—. Y le agradezco el café. Pero será mejor que me ponga a buscar a mi abuela de nuevo. Me temo que si esta noche no ha vuelto a casa tendré que ir a la policía a denunciar su desaparición.

Dave también se levantó.

—No es mala idea —dijo—, aunque tal vez ya la esté esperando allí.

Leslie lo ponía en duda. Bajó a tientas aquella oscura y empinada escalera y vio que la casera estaba en el pasillo, limpiando el marco de un espejo con un paño. Era evidente que había hecho cuanto había podido por cazar cada una de sus palabras.

¿Cómo puede soportar Dave todo esto?, pensó Leslie. Enseguida obtuvo la respuesta: es que no lo soporta más. Es un hombre profundamente infeliz.

Dave la acompañó hasta el coche.

—Hágame el favor de llamar a Gwen, se lo ruego —le dijo Leslie mientras entraba en el coche—. Ella no tiene nada que ver con lo que ocurrió ayer, pero no intento entrometerme más. Solo se lo pido porque soy amiga de Gwen.

—Ya veremos —dijo él con vaguedad.

Al marcharse, Leslie miró por el retrovisor y constató que él no la seguía con la mirada. Se había dado la vuelta y había entrado en la casa enseguida. Con un leve estremecimiento, Leslie pensó que dentro de esa triste habitación los domingos debían de hacerse muy largos y aburridos. No le gustaría estar en el lugar de Tanner.

El piso de Fiona estaba tan vacío como por la mañana. Tampoco había ni rastro de que entretanto hubiera pasado nadie por allí. Leslie tenía un hambre atroz. Sacó una hamburguesa del congelador y la metió en el microondas. Luego llamó a la granja de los Beckett para ver si había novedades, pero Chad solo pudo decirle que no sabían nada nuevo.

—Esperaré hasta las cinco —dijo Leslie— y luego llamaré a la policía.

—De acuerdo —dijo Chad.

Se sentó frente a la ventana del salón para comerse la hamburguesa y contempló la bahía bañada por el sol, la playa repleta de paseantes y de perros jugando frenéticamente, el puerto y la ciudad que quedaba por encima. Unos bocados después sintió un nudo en el estómago, a pesar de que pocos minutos antes había pensado que en cualquier momento podía desmayarse de hambre. El asomo de un presentimiento nefasto ganaba fuerza dentro de ella, tan solo esperaba que fuera fruto de los nervios y que cualquier temor demostrara ser infundado.

Tal vez Fiona, terca y enfurecida, había pagado por una habitación de hotel con la intención de tenerlos a todos en ascuas durante unas cuantas horas.

¿Sería capaz de hacerme algo así?, se preguntó Leslie.

Sabía cuál era la respuesta, porque conocía muy bien a la mujer que la había criado. A Fiona no le preocupaba en exceso el resto de la gente, incluida su nieta.

Si le hubiera dado por desaparecer, no se habría molestado en valorar el efecto que eso tendría en sus parientes y amigos.

6

El barranco situado al borde de un prado a las afueras de Staintondale estaba bañado por una luz resplandeciente. Los focos instalados a toda prisa iluminaban la escena con una claridad brutal, atroz. Precinto policial, coches, personas. No muy lejos, en la oscuridad, se oía el balido de unas ovejas.

A la inspectora Valerie Almond la habían sacado de una celebración familiar y en ese momento odiaba profundamente su profesión. De la cálida y agradable atmósfera de un salón lleno de gente a la que amaba y veía con poca frecuencia, había ido a parar de golpe al fondo de aquel oscuro barranco. Un agente había pasado a recogerla porque ni siquiera había ido en coche. Llevaba traje chaqueta y zapatos de tacón, por lo que su indumentaria no era la más adecuada para caminar sobre la hierba de un despeñadero. Además, estaba oscuro y procedente del mar soplaba hacia el interior un viento desagradablemente frío.

—¿Dónde está la mujer que la ha encontrado? —preguntó.

El sargento Reek, que la acompañaba, enfocó con las luces una figura que se encontraba oculta entre la sombra de uno de los coches aparcados. Era una joven, Valerie no le echaba más de veinticinco años. Llevaba unos vaqueros, botas de agua y un jersey grueso. Estaba terriblemente pálida y parecía en estado de shock.

—¿Usted es…? —preguntó Valerie.

—Paula Foster, inspectora. Vivo allí atrás, en la granja de los Trevor. —Acompañó las palabras con un vago gesto que señalaba algún lugar indeterminado en mitad de la noche—. Estoy realizando unas prácticas allí durante tres meses. Estudio en la escuela de agricultura.

—¿A qué hora ha venido hasta aquí? —preguntó Valerie—. ¿Y por qué?

—Hacia las nueve. He venido a examinar a una de las ovejas —respondió Paula.

—¿Qué le pasa a la oveja?

—Tiene una herida purulenta en una pata. Desde hace dos días. Le rocío la herida por la mañana y por la noche con un spray desinfectante. Normalmente bajo hacia las seis.

—¿Y por qué ha bajado hoy a las nueve?

Paula agachó la cabeza.

—Ha venido a verme mi novio —dijo en voz baja—, y hemos… bueno, nos hemos olvidado de mirar la hora.

Valerie no creyó que eso fuera algo de lo que tuviera que sentirse tan avergonzada.

—Comprendo. ¿Y cómo sabía que la oveja estaría aquí? Los animales suelen dispersarse por los pastos.

—Sí. Pero allí arriba hay un cobertizo —dijo mientras señalaba de nuevo la impenetrable oscuridad que se extendía más allá del precinto policial—. No muy lejos, aunque desde aquí no se ve. De momento no dejamos salir a la oveja herida. Pero hoy…

—¿Sí?

Paula Foster era la personificación de la mala conciencia.

—Cuando he llegado, la puerta estaba abierta. Me temo que esta mañana no debo de haberla cerrado bien. Estaba tan nerviosa y he hecho las cosas tan aprisa sabiendo que mi novio estaba al llegar… Total, que la oveja se había escapado.

—¿Y entonces ha salido a buscarla?

—Sí. Llevaba una linterna y he ido recorriendo círculos cada vez mayores alrededor del cobertizo. Entonces la he oído en el fondo del barranco.

Se detuvo. Los labios le temblaban un poco.

—La he oído balar muy levemente —prosiguió—, por lo que he deducido que ha bajado por la pendiente y luego no ha conseguido subir sola.

—Y ha decidido ir a buscarla —prosiguió Valerie.

—Sí. La cuesta es muy escarpada, pero no hay más que tierra y hojas. No ha sido tan difícil bajar.

—Entonces ha visto el cadáver, ¿no?

La palidez de Paula se acentuó todavía más. Tuvo que esforzarse para poder seguir hablando.

—He estado a punto de tropezar con ella. Me… me he asustado al ver el cuerpo, inspectora. Una mujer muerta. Justo a mis pies… Me he quedado de piedra. —Se llevó las dos manos a la cabeza. Era evidente que no había salido aún de ese estado de estupefacción.

Valerie la miró con lástima. La situación era terrible: una oscura noche de otoño, un lugar desamparado y un cadáver espantosamente maltrecho en el fondo de un barranco. Y una joven que no esperaba encontrar más que una oveja que se le había escapado. Intentó continuar con el interrogatorio de la manera más objetiva posible para que su interlocutora se calmara un poco.

—¿Ha llamado a la policía enseguida?

—He vuelto a trepar hasta aquí tan rápido como he podido —dijo Paula—. Puede ser que… que haya chillado, pero no sabría decírselo con seguridad. Una vez arriba he querido llamar, pero no había cobertura. Los móviles funcionan muy mal en esta zona. He ido en dirección a la carretera y luego es cuando he conseguido algo de cobertura.

—¿Y se ha limitado a esperarnos? ¿O ha vuelto a bajar para seguir buscando al animal?

—He vuelto a bajar —dijo Paula—. Pero no he podido encontrar a la oveja. Temía que se adentrara más en el barranco. De hecho, es probable que haya gritado y la haya asustado. Y ahora con tantas luces y tanta gente… es natural que no vuelva. Tengo que encontrarla como sea.

—Comprendo —dijo Valerie antes de volverse hacia el sargento Reek—. Reek, vaya allí abajo con la señorita Foster y ayúdela a encontrar la oveja. No quiero que se meta por ahí usted sola.

A Reek no le entusiasmó la idea, pero tampoco objetó nada. Ya estaba a punto de empezar a descender cuando a Valerie se le ocurrió una cosa más.

—Señorita Foster, dice usted que viene cada mañana y cada tarde para ver al animal. Eso significa que esta mañana también ha estado en el cobertizo en cuestión, ¿no?

Paula se quedó quieta.

—Sí. Hacia las seis.

—¿Y no ha habido nada que le llamara la atención en especial? ¿Algo, que pareciera distinto…? ¿Tal vez ha visto al animal inquieto o algo por el estilo?

—No. Todo estaba como siempre. Aunque todavía no había amanecido y estaba muy oscuro. Si hubiera habido alguien rondando por aquí… —Tuvo que tragar saliva al imaginar esa idea inquietante—. No habría podido verlo.

—De acuerdo. El sargento Reek le tomará los datos. Seguramente tendremos que volver a hablar con usted.

Dicho esto, Valerie dio por terminado el interrogatorio y se dispuso a bajar también ella a aquel boscoso barranco, una empresa especialmente arriesgada con un calzado tan inadecuado como el que llevaba, por lo que mientras descendía soltó algún que otro taco. Una vez abajo se encontró con el forense, que estaba agachado junto al cadáver de la mujer, hundido entre el follaje. Al verla, se puso de pie.

—¿Ha descubierto algo concluyente, doctor? —preguntó Valerie.

—Todavía nada que pueda servir de ayuda —dijo el forense—. Un cadáver, una mujer entre los setenta y cinco y los ochenta y cinco años. La mataron a golpes. Imagino que con una piedra, del tamaño de un puño, al menos. Fueron un mínimo de doce golpes en las sienes y en el occipucio. Debió de quedar inconsciente enseguida, pero el autor no se detuvo. Supongo que una hemorragia cerebral le ha causado la muerte.

—¿Cuándo?

—Aproximadamente hace unas catorce horas. Es decir, hoy más o menos a las ocho de la mañana. Antes debió de pasar al menos ocho horas aquí tendida, inconsciente. La primera conclusión a la que he llegado es que no estaba muerta cuando el asesinó se marchó. La autopsia lo revelará con más exactitud, pero me parece que el momento de los hechos fue entre las veintidós horas y la medianoche.

—¿Ha sido posible deducir algo a partir de las pruebas recogidas? ¿El crimen se cometió en el mismo lugar en el que la encontraron?

—Por lo que he visto, la atacaron cuando caminaba por arriba, al borde del barranco. Luego cayó rodando hasta aquí abajo. El autor del crimen aparentemente no la siguió.

Valerie se mordió el labio inferior.

—A primera vista parece que guarda cierto parecido con el crimen de Amy Mills —dijo ella.

El forense ya había pensado en ello.

—Las víctimas murieron a golpes en los dos casos, si bien de maneras distintas. A Amy Mills le golpearon la cabeza una y otra vez contra un muro, mientras que con esta mujer utilizaron una piedra para golpearle el cráneo. En los dos asesinatos el autor procedió con gran brutalidad. Sin embargo, no podemos obviar las considerables diferencias entre los dos casos…

Valerie sabía a qué se refería.

—La gran diferencia de edad de las dos víctimas. Y, por descontado, el lugar de los hechos.

—Que un criminal merodee por un lugar especialmente solitario de la ciudad y espere a que se le acerque una posible víctima no es extraordinario —dijo el forense—. Pero ¿quién espera una oportunidad así en un prado donde pastan las ovejas, dejado de la mano de Dios?

Valerie reflexionó durante unos momentos. Cabía la posibilidad de que alguien le hubiera echado el ojo a Paula Foster. No parecía mucho mayor que Amy Mills y pasaba con regularidad por aquel lugar. Si el asesino hubiera tenido la intención de atacarla a ella, el homicidio de la anciana habría sido un accidente. Estaba en el lugar erróneo a la hora errónea y se topó literalmente con el asesino mientras este aguardaba a su víctima. La duda que me queda al respecto, se dijo la inspectora, es por qué el autor de los hechos estaba esperando a Paula a altas horas de la noche. ¿Y qué hacía una anciana que, por lo que Valerie veía, iba tan bien vestida que parecía regresar de una celebración especial? ¿Qué hacía de noche, tan arreglada y caminando por un sendero sin iluminación que atravesaba los terrenos de una granja que se hallaba a más de un kilómetro de la carretera y que transcurría entre unos prados y un barranco? ¿Qué se le había perdido por allí?

¿O es que el ataque había empezado mucho antes?

¿Y si el autor del delito la había secuestrado y luego la había llevado hasta allí?

Se les acercó un joven policía. En las manos, protegidas con guantes de plástico, llevaba un bolso.

—Estaba en el despeñadero, lo hemos encontrado colgado de un árbol —dijo—. Lo más probable es que sea el bolso de la víctima. Contiene un pasaporte, el de Fiona Barnes, apellido de soltera: Swales. Nacida el veintinueve de julio de mil novecientos veintinueve en Londres. Con domicilio en Scarborough. La foto guarda un parecido razonable con la víctima.

—Fiona Barnes —repitió Valerie—, setenta y nueve años.

Pensó en la joven Amy Mills. ¿Habría alguna conexión entre ellas?

—Y eso no es todo —dijo el joven agente con diligencia. Era nuevo, se esforzaba al máximo para destacar—. He llamado a la comisaría de Scarborough. Esta tarde, alrededor de las cinco y veinte han denunciado la desaparición de Fiona Barnes. Su nieta.

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