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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (15 page)

Una mujer se plantó delante de mí y se inclinó para verme mejor. No parecía mucho mayor que mi madre, tenía un rostro afable y unos rasgos especialmente agraciados. Me sonrió.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó, aunque se respondió a la pregunta ella misma nada más ver el cartelito que llevaba en la solapa—. Fiona Swales. Y naciste el veintinueve de julio de mil novecientos veintinueve. O sea, que tienes once años.

Yo me limité a asentir. Por algún motivo, fui incapaz de emitir ni el más leve sonido. La mujer tendió una mano hacia mí.

—Me llamo Emma Beckett. Vivo en una granja no muy lejos de aquí. He oído lo de la evacuación de los niños de Londres por la radio y he pensado que podría ayudar. ¿Te gustaría venir a vivir una temporada con nosotros?

Volví a asentir. Debió de empezar a pensar que era muda. Era una persona realmente agradable y de inmediato me quedó claro que las cosas podrían haber ido mucho peor.

Una granja… Aún no sabía lo que significaba vivir en una granja.

A continuación miró a Brian.

—¿Y este es tu hermano pequeño?

Brian, que seguía mirándose fijamente los calcetines, se dio cuenta de que se referían a él. Enseguida se aferró a mi brazo en busca de amparo. Intenté librarme de él, pero no había manera de hacer que se soltara.

—No. —Al fin logré recuperar el habla—. No tengo hermanos. Él es un vecino que… bueno, no debería estar aquí conmigo…

—¿No? —preguntó Emma Beckett, sorprendida—. Entonces ¿sus padres no saben que está aquí?

—Sus padres murieron —le expliqué— y sus hermanos también. Toda la familia excepto él. Hace dos noches cayó una bomba sobre su casa.

Emma Beckett pareció profundamente conmovida.

—¡Es horrible! ¿Y qué vamos a hacer con él?

Se dio la vuelta e hizo señas para que se acercara a una joven con la que intercambió unas palabras para explicarle la situación. La mujer empezó a respirar agitadamente al instante, parecía sobrepasada por las circunstancias. Se puso a hojear como una loca las listas que llevaba en la mano.

—¿No está en la lista? —preguntó—. ¿Cómo se llama?

—Brian Somerville —dije yo.

Volvió a hojear las listas y sacudió la cabeza.

—¡Aquí no aparece en ninguna parte!

Se lo acababa de decir. Le expliqué entonces cómo nos lo habíamos llevado a la estación y cómo de repente acabó en el tren conmigo. La joven hizo señas a una enfermera de la Cruz Roja. Yo me puse de pie para no seguir sintiéndome tan pequeña allí acurrucada frente a los adultos, que ya eran tres y compartían los nervios y las prisas por tomar una decisión. Brian también se puso de pie enseguida sin soltarme el brazo ni un instante.

Como era de esperar, la enfermera no conseguía encontrar su nombre en su lista.

—No debería haber subido al tren —dijo, aunque era ya demasiado tarde para darse cuenta de ello.

—¿Qué será de él ahora? —preguntó Emma Beckett una vez más.

Brian se puso a temblar. Sus manitas se agarraron a mi brazo con tanta fuerza que casi me hacía daño.

—Pues debería volver con nosotros a Londres —dijo la enfermera.

—¡Pero si allí ya no tiene a nadie! —gritó Emma.

—No, pero hay orfanatos.

—¡Y también bombas! ¡Aquí estará mucho más seguro!

La enfermera dudó un momento.

—No puedo llevarme de Londres a un niño no registrado así, por las buenas. Al final eso acabaría trayendo problemas y…

—Podríamos llevarlo al hogar para niños de Whitby —propuso la joven—, allí es adonde irán a parar los niños que no encuentren ninguna familia.

Emma Beckett se puso en cuclillas y observó a Brian detenidamente.

—Está muy asustado —dijo—, no creo que sea buena idea separarlo de Fiona. ¡Al parecer ella es su único apoyo!

Ya… ¡Perfecto! No sé porque pero durante todo el viaje estuve sospechando que ocurriría algo así. Que Brian Somerville seguiría pegado a mí y yo a él. Los adultos deliberaron un rato, pero al final nuestras acompañantes consintieron en permitir que Emma Beckett se nos llevara a los dos a su granja.

—Ya aclararemos la situación en Londres —dijo la enfermera antes de garabatear el nombre y la dirección de Emma y un par de cosas más en su cuaderno—. Recibirán noticias nuestras.

—De acuerdo —replicó Emma, aliviada. Acto seguido, cogió mi maleta—. Venid, niños. Nos vamos a casa.

En parte me molestó tanta amabilidad. Y lo mucho que se esforzó por simplificar la situación. «¡Nos vamos a casa!» ¿De verdad creía que consideraría que esa granja remota como mi hogar solo porque ella así lo quisiera? Mi hogar estaba en Londres, con mi madre. Y en ninguna parte más.

La seguí a paso ligero, igual que Brian, que todavía seguía aferrado a mi brazo. Después de casi doce horas arrastrándolo, ya casi me había acostumbrado a soportar su peso. Bajamos por el camino, torcimos a la izquierda y seguimos la calle hasta que divisamos una iglesia a la izquierda. Al otro lado de la calle había aparcado un vehículo todo terreno, una especie de jeep con dos grandes bancos en la parte trasera. Una gran linterna que estaba encima de uno de los bancos alumbraba apenas el entorno. Cuando nos acercamos, una sombra se separó de la puerta del conductor. Alguien nos había esperado allí, apoyado en el coche. Era un joven alto, de unos quince o dieciséis años que enseguida se interpuso entre nosotros y la luz de la linterna. Llevaba pantalones largos y un jersey grueso, y tenía algo en la boca, una brizna de hierba, como pude comprobar nada más plantarme frente a él. Tenía cara de pocos amigos. Al contrario que Emma, él no parecía en absoluto encantado de vernos allí.

—Este es Chad, mi hijo —dijo Emma mientras dejaba mi maleta en la plataforma de carga al pasar—. Chad, esta es Fiona Swales. Y este de aquí es Brian Somerville.

Chad se nos quedó mirando fijamente.

—Creí que querías acoger a un niño. Pero ¡aquí hay dos!

—Te lo explicaré más tarde —se limitó a decir Emma.

Tendí mi mano hacia Chad. Después de dudar un poco, la aceptó. Nos examinamos mutuamente. Noté cierto rechazo en su mirada, pero también cierto interés.

—Chad no tiene hermanos ni hermanas —explicó Emma—, por lo que he pensado que podría estar bien que pasara un tiempo conviviendo con otros niños bajo un mismo techo.

Era evidente que Chad tenía una opinión muy distinta, pero sin duda ya habían discutido ese tema con su madre demasiadas veces y de forma acalorada, porque ni siquiera se atrevió a manifestar abiertamente su opinión. Murmuró algo y luego se sentó en el banco.

—Pon a los dos pequeños en el asiento delantero, mamá —dijo él.

Me molestó que se refiriera a mí como pequeña y más aún que me hubiera metido en el mismo saco que a Brian, al que veía casi como un bebé.

—Tengo once años —aclaré con actitud provocadora mientras levantaba la barbilla para parecer un poco más alta.

Chad sonrió con sorna. Me miró desde lo alto del coche.

—¿De verdad ya tienes once años? ¡Mira tú por donde! —dijo, y enseguida me di cuenta de que se estaba burlando de mí—. Tengo quince años y no me apetece nada tener que ocuparme de ti o de este otro crío. ¿Entendido? Dejadme en paz y yo os dejaré en paz a vosotros. Por lo demás, ¡esperemos que los alemanes pierdan la guerra de una vez y todo vuelva a la normalidad!

—¡Chad! —lo reprendió Emma.

Subimos al coche. A pesar de que Chad me había tratado con manifiesta antipatía, era la primera persona en todo el día que había conseguido levantarme el ánimo. Lo que no supe fue explicarme por qué. Pero cuando empezamos a alejarnos de aquella iglesia y nos sumergimos en la oscuridad y la incertidumbre, sentí que me había liberado ya del peso que había estado atenazando mi corazón. Tuve la impresión de que comenzaba a sentir algo de curiosidad por lo que me esperaba a partir de entonces.

Domingo, 12 de octubre (2)
3

Leslie se despertó con un dolor de cabeza horrible y después de recordar lo que había sucedido la noche anterior se preguntó cómo se habría sentido si ni siquiera se hubiera tomado aquellas dos aspirinas.

Se levantó como pudo de la cama y salió tambaleándose de su habitación. Tenía una sed horrorosa, la boca y la garganta completamente secas, incluso irritadas. Entró en la cocina, abrió el grifo, se inclinó hacia delante y dejó que el agua helada fluyera por su boca. Luego se mojó la cara para despabilarse un poco.

Cuando se enderezó de nuevo, ya se sentía algo mejor.

Echó un vistazo al reloj de la cocina y se dio cuenta de que era casi mediodía. Había dormido como un tronco, algo extraño en ella, puesto que tenía por costumbre levantarse siempre muy temprano, incluso cuando la noche anterior se había acostado muy tarde. Igual que su abuela. Fiona siempre se levantaba a primera hora de la mañana. Leslie recordó que durante la adolescencia a menudo se había sentido superada por la energía de aquella anciana.

De momento, no obstante, todavía no la había visto ni oído. El piso parecía desierto.

Tal vez hubiera salido a dar un paseo. Leslie miró por una de las ventanas. Una vez más, el día era radiante. El sol, desde el sur, proyectaba sus cálidos rayos sobre la bahía y relucía sobre las crestas de espuma que coronaban las olas de color azul oscuro. El cielo estaba despejado, cristalino. Había unos cuantos veleros navegando. Seguro que volvería a hacer calor.

Lo raro era que en la cocina no había nada, ni el más mínimo rastro que pudiera indicar que Fiona hubiera desayunado en algún momento, ni tampoco de que hubiera preparado algo para su nieta como solía hacer. Ni siquiera le había dejado café en la placa térmica de la cafetera. Cuando Leslie se acercó a la máquina para echar un vistazo, descubrió que la jarra de cristal aún contenía los restos del café del día anterior: la marca de color marrón que dejó el líquido revelaba que nadie había vuelto a utilizarla desde hacía veinticuatro horas.

Leslie arrugó la frente, desconcertada. Había dos cosas a las que su abuela nunca renunciaría al levantarse: a un mínimo de dos tazas de café solo, muy cargado, y a un cigarrillo. El hecho de que hubiera podido salir a pasear sin haber realizado ese ritual era algo casi inimaginable.

Leslie fue hacia el salón. Vacío. Silencio absoluto. Ni una pizca de ceniza en el cenicero. ¿Era posible que Fiona siguiera durmiendo a las once y media?

Entonces a Leslie se le ocurrió mirar en el dormitorio de Fiona. Abrió con cuidado la puerta, sin hacer ruido, y vio la cama hecha, con la colcha azul intacta. Las cortinas de la ventana estaban abiertas. Las zapatillas de andar por casa de Fiona, frente al ropero. La habitación ofrecía el mismo aspecto que solía tener durante el día. No había indicios de que alguien hubiera dormido en ella aquella noche.

Tal vez Fiona se había pasado media noche hablando con Chad Beckett y finalmente había decidido quedarse a dormir en la granja. A lo mejor tenía menos ganas aún de hablar con su nieta que las que esta tenía de hablar con ella. Leslie seguía enfadada, pero a pesar de lo ocurrido la resaca la llevó a pensar que sería mejor no preocuparse demasiado por ello. Fiona se había comportado de un modo inaceptable y no estaría nada mal que se diera cuenta de lo mucho que podía llegar a molestar a sus seres más queridos, de que a veces no es tan fácil hacer borrón y cuenta nueva. Colin o Jennifer quizá la habían llevado de vuelta a Scarborough, o puede que hubiera tomado un taxi al final. Lo mejor sería preparar un poco de café, un bocadillo para el camino y regresar a Londres. Ya tenía suficientes cosas de las que preocuparse con la mudanza que la aguardaba. No había razón para que desperdiciase su tiempo riñendo con su abuela.

A pesar de la resolución que había tomado, fue de nuevo al salón y cogió el teléfono. Lo mejor sería cerciorarse en un momento de que todo iba bien. Así podría volver a casa con la conciencia tranquila.

En la granja de los Beckett tardaron un poco en coger el teléfono. Leslie oyó entonces la voz de Gwen. Sonaba como si se hubiera pasado varias horas llorando, y de hecho no habría sido nada extraño que hubiera sido así.

—Hola, Leslie —dijo, y ese simple saludo sonó ya tan desolado que a Leslie se le rompió el corazón—. ¿Llegaste bien a casa ayer?

—Sí, todo bien. De camino me detuve a tomar algo en un pub y ahora tengo la cabeza como si me la hubieran metido en un torno, pero pronto estaré mejor. Gwen, ayer Fiona se comportó de un modo inaceptable. Quiero que sepas que estoy de tu lado al cien por cien.

—Gracias —dijo Gwen en voz baja—. Sé que no querías que sucediera todo aquello.

—¿Has…? ¿Sabes algo de Dave desde entonces?

—No. —Gwen empezó a llorar de nuevo—. No responde al teléfono. Y al móvil tampoco. He intentado contactar con él una docena de veces. Le he mandado cuatro mensajes de texto, pero tampoco me ha respondido. Leslie, se ha hartado de mí. Ya no quiere verme más. ¡Y lo entiendo!

—Espera —intentó consolarla Leslie—, es normal que se sienta ofendido. Fiona lo atacó sin piedad y además delante de todos. No me extraña que se haya esfumado. Pero estoy segura de que tarde o temprano volverá a aparecer.

Gwen se sonó la nariz ruidosamente.

—¿Crees que tiene razón? —preguntó Gwen.

—¿Quién? ¿Fiona?

—Con lo que dijo, que a Dave solo… ¿Crees que solo le interesa la granja? ¿Que yo no le intereso en absoluto?

Leslie titubeó un poco. La conversación empezaba a virar peligrosamente hacia un terreno minado que su dolor de cabeza no agradecería.

—Creo que Fiona no tiene por qué juzgarlo —dijo, y de ese modo acalló la voz interior que le decía que su abuela siempre se había caracterizado por tener bastante buen ojo con las personas—. Apenas conoce a Dave y, lamentablemente, yo tampoco. La cena de ayer fue demasiado corta para haberme formado una opinión acerca de él.

Ya volvía a mentir. Claro que no había llegado a conocer de verdad a Dave Tanner, pero desde el primer momento había compartido las sospechas de su abuela. Tanner era demasiado guapo y mundano para haberse enamorado precisamente de Gwen. Eran demasiado distintos, y sus diferencias no eran de las que se atraen entre sí, sino de las que se repelen. Además, por su aspecto era evidente que Tanner estaba pasando dificultades económicas. Leslie comprendía a la perfección que Fiona hubiera llegado a aquellas conclusiones acerca de él.

—Ojalá pudieras ver a Dave y hablar con él —dijo Gwen—, y así entendería que no toda la familia está contra él. Y tal vez podrías incluso descubrir cuáles… son sus intenciones respecto a mí.

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