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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (46 page)

Y además, con el beneplácito de mamá.

12

En agosto de 1946 llegué a Scarborough y, apenas hube puesto los pies en el andén, supe que me encontraba de nuevo en mi hogar y que nunca más volvería a marcharme de allí. Sin embargo, tuve que engañar un poco a mi madre. Quiso ponerse en contacto con Emma, pero le dije que había seguido escribiéndome con ellos y que en cada carta insistían en invitarme a su granja. Puesto que en su momento a mi madre no le había pasado inadvertido el afecto que Emma había sentido por mí, creyó lo que le decía. Nosotros no teníamos teléfono, como tampoco lo tenían los Beckett en la granja, y el correo en aquellos tiempos de posguerra era muy lento y, a menudo, de dudosa eficacia. Era de esperar que tardáramos mucho en recibir una respuesta si mi madre escribía personalmente a los Beckett, y eso en caso de que la carta llegara a Staintondale. Acabó por permitir que me marchara sin avisar; yo apenas podía creerlo, hasta que al fin me vi sentada en el tren. Hasta el último momento había temido que mi madre pudiera cambiar de opinión.

Pero también estaba un poco nerviosa. Habían pasado más de tres años. ¿A quién o con qué me encontraría? ¿Chad seguiría con vida? Y en caso de que así fuera, ¿habría vuelto a la granja? ¿Qué habría sido de Arvid? Tal vez se habría convertido en un viudo amargado y solitario que no se alegraría en absoluto de verme. Quizá había acabado cayendo en el alcohol y se encontraba en un estado más lamentable que el de Harold en sus peores tiempos. Solamente Nobody debía de estar igual que antes. Supuse que tendría alrededor de catorce años, pero sabía que incluso con cuarenta seguiría comportándose como un chiquillo, lo que lo convertía en el más previsible de todos.

Tuve que esperar el autobús durante mucho rato y ya era tarde cuando llegué a Staintondale. Afortunadamente, en agosto todavía no oscurecía pronto, pero ya se ponía el sol cuando dejé la carretera principal para dirigirme a la granja campo a través. El día había sido frío y soleado. Llevaba cuanto tenía en una mochila a la espalda, aunque tampoco era gran cosa. Me sentí libre y feliz. Los caballos, las ovejas y las vacas pacían a mi alrededor y por encima de mi cabeza graznaban las gaviotas.

Cuando divisé la granja a lo lejos, me eché a correr. No solo era la alegría lo que me impulsaba, sino también la inquietud y los nervios. Quería saber de una vez en qué estado se encontraban las cosas.

Aquel anochecer de verano era el marco perfecto para regresar, todo lo contrario de como había sido aquel otro día lluvioso de invierno. De todos modos, quedé horrorizada al ver hasta qué punto había decaído el aspecto de la granja. La puerta estaba inclinada sobre uno de los goznes, era evidente que ya no cerraba bien; un estado que, por cierto, ha seguido inalterado hasta hoy. Siempre me ha sorprendido que a lo largo de medio siglo nadie haya reunido la energía y la resolución necesarias para resolver ese problema.

Había utensilios viejos de todo tipo tirados por el patio y, entre medio, había también gallinas picoteando el suelo. En otros tiempos solían tener su propio cercado, como debe ser. Las vallas de los pastos para las ovejas necesitaban reparaciones urgentes, así como los muros, a los que les faltaban tantas piedras que los animales podían encaramarse a ellos y pasar por encima sin problemas. La casa tenía un aspecto sombrío, casi parecía deshabitada. Las malas hierbas crecían hasta la puerta. El banco en el que a Emma tanto le gustaba sentarse para disfrutar del sol de la tarde ya no estaba, probablemente había acabado convertido en leña para el fuego. Las ventanas estaban cubiertas de suciedad. Era poco probable que a través de ellas pudiera apreciarse con nitidez el espléndido paisaje que rodeaba la casa.

Pero el aire olía como siempre y el mar también seguía estando allí, igual que la cala y aquella luz tan especial que reinaba en aquel lugar al atardecer.

Al pensar en la bahía empezó a crecer en mi interior una decisión firme. Por fin sabía qué camino quería seguir.

Dejé la mochila junto a la puerta de la casa, con las ortigas, y ya liberada del peso tomé directamente la senda hacia la cala.

Enseguida vi a Chad, después de sumergirme en la oscuridad del barranco y de llegar a la playa a media luz. El sol acababa de esconderse tras las rocas y el mar había adoptado un azul oscuro impenetrable. La cala, en otros momentos tan extensa, no era más que una franja estrecha, pero la marea ya no estaba en su punto álgido y el agua empezaba a retirarse.

Chad estaba sentado sobre una roca con la cabeza apoyada sobre las manos. Me acerqué a él muy despacio.

—Buenas noches, Chad —dije finalmente.

Chad se sobresaltó, alzó la mirada hacia mí y se levantó de golpe. Estaba perplejo.

—¡Fiona! ¿De dónde vienes?

—De Londres.

—Pero… Quiero decir… ¿Así de simple?

La pregunta no sonó cariñosa, tal como a mí me habría gustado, pero tampoco mostró hostilidad. Simplemente estaba sorprendido.

—Veo que has sobrevivido a la guerra —dije, a pesar de que no fue un comentario especialmente ingenioso—. ¡No puede decirse que tus frecuentes cartas me hayan dado pistas respecto a esa buena noticia!

Chad se pasó la mano por el pelo, un gesto que me recordó al joven de quince años que yo había conocido. A pesar de lo rápido que cambiaba la luz del crepúsculo, pude apreciar que quedaba poco del adolescente de antaño. Entonces tenía ya veintiún años y era un hombre muy distinto. En ese momento no habría sabido describir con palabras en qué consistía aquel cambio con exactitud, más allá del hecho evidente de que era cuatro años mayor que la última vez que nos habíamos visto, pero el cambio que eso suponía ya era de esperar. Creo que lo que más me sorprendió fue que hubiera envejecido tanto, mucho más de lo que le habría correspondido por la edad. Y no era una cuestión de arrugas, sino de la expresión de su rostro, de lo que transmitía. No parecía que tuviera veintiún años. Podría haber pasado por un hombre de treinta o de cuarenta años.

Fue unas semanas más tarde cuando me di cuenta de que había sido la guerra la que lo había envejecido a cámara rápida. Aquellos muchachos que aún eran medio niños en el momento de acudir al frente, que fueron alentados por un afán patriótico y medio engañados por una percepción generalmente ingenua de lo que les esperaba, en el plazo de unos pocos meses habían vivido experiencias más duras que las que habían experimentado otros hombres a lo largo de toda una vida. Habían visto caer a sus camaradas, habían vivido con el acecho constante de la muerte, habían matado para evitar que los mataran a ellos. Habían aguantado horas y horas en trincheras heladas y húmedas, con los nervios de punta, bajo un fuego de artillería constante, oyendo los gritos desgarradores de los heridos. La vida a menudo despreocupada, o como mínimo segura, que habían vivido hasta entonces había desaparecido sin dejar rastro. Los Aliados se habían alzado con la victoria sobre la Alemania de Hitler, y los hombres como Chad se quedaban con eso, ya que daba sentido a todo lo que habían tenido que soportar. Sin embargo, ello no cambiaba en absoluto las imágenes con las que tendrían que vivir el resto de sus días. No cambiaba para nada la dureza despiadada con la que, de la noche a la mañana, habían tenido que enfrentarse durante una parte de sus vidas, algo que seguramente ninguno de ellos habría imaginado de antemano.

A ese respecto, Chad nunca me contó detalles acerca de sus vivencias en la guerra. Ni entonces, ni en el tiempo que vendría después. Una vez, cuando hubieron pasado varios años, entre dos archivadores que tenía en un estante de su despacho en la granja de los Beckett, descubrí un revólver. Cuando le pregunté, respondió:

—Es el arma que llevé durante la guerra.

—¿Y por qué la sigues guardando?

—Mira… Por si alguna vez entra algún ladrón.

La tomé entre mis manos.

—Pesa mucho —constaté.

—¡Déjala donde estaba! —me ordenó—. ¡No quiero volver a pensar en eso!

Yo lo comprendí enseguida y no volví a mencionarle jamás aquella arma, aunque sí me atreví a hacerle preguntas acerca de aquel episodio tan traumático de su vida.

Entonces, respondió:

—Lo siento, tuve que alistarme. Todo era tan… —Hizo un gesto con la mano para expresar lo desbordado que estaba—. Es que era demasiado.

—¿Cómo le va a tu padre?

—No está bien. No hace casi nada en la granja. Se queda sentado en casa, mirando fijamente las paredes. No ha conseguido olvidar la muerte de mi madre.

No me sorprendió en absoluto. Cuando todavía era una chiquilla de once años ya había intuido que Emma era la verdadera alma de la granja de los Beckett, que era ella y no su marido quien tiraba del carro. Sin ella, Arvid no era nada. Eso se ajustaba a la imagen que siempre había tenido de él.

—Yo hago lo que puedo —dijo Chad—, pero es difícil llevar adelante una granja absolutamente arruinada. En estos tiempos…

Me examinó con detenimiento.

—¡Te has convertido en toda una mujer! —Chad cambió de tema de repente y yo noté que me subían los colores.

—Ya he terminado la escuela —dije—, y no sé muy bien qué voy a hacer a partir de ahora. Mi madre me ha dicho que necesito distanciarme de la rutina de Londres. Por eso he venido. Me gustaría quedarme aquí durante un tiempo… si me dejáis.

—Claro. Nos hace falta mano de obra —exclamó con una sonrisa.

No lo dijo en serio. Yo le respondí con otra sonrisa.

De repente, en cuestión de un instante, volvió a ser aquel Chad que yo había conocido, el joven que tan afectuosamente había correspondido a mis primeros sentimientos exaltados. Abrió los brazos y yo busqué cobijo en aquella seguridad que parecía ofrecerme, como tantas otras noches en aquella playa, a pesar de que más tarde se revelaría el engaño que suponía. Ya se estaba convirtiendo, bien debido a la guerra o bien al ejemplo que le había dado su introvertido padre, en el hombre parco en palabras y encerrado en sí mismo que al final demostraría ser incapaz de exteriorizar lo que sentía.

En esos momentos yo no era consciente de que ese cambio hubiera empezado ya; era joven para comprenderlo y además estaba muy enamorada, era demasiado feliz para pensar en lo que pudiera venir después. La amargura y la seriedad de los últimos años se disolvieron hasta desaparecer por completo. Londres, la guerra, mi madre depresiva, Harold, de repente todo aquello quedaba muy lejos y ya no me parecía importante. Finalmente había llegado al lugar al que pertenecía. Y estaba con el hombre al que amaba.

Así de románticos fueron mis pensamientos entonces, en aquella playa cada vez más oscura. No tardó en caer la noche y el murmullo del oleaje cambió su sonido por el de bajamar, puesto que la marea seguía con su retroceso bajo el cielo estrellado. Las noches de agosto tienen una magia especial. Tal vez incluso cayó alguna que otra estrella fugaz sobre el mar, quién sabe, quizá fui yo quien más tarde lo imaginó de ese modo… Después de hacer el amor por primera vez en aquella cala pedregosa de Staintondale.

Suena cursi, lo admito. Una cálida noche de verano, las estrellas, el murmullo del mar… Dos jóvenes, un primer amor, un sentimiento verdaderamente sobrecogedor tras varios años de privación. Suena demasiado perfecto, pero debo decir que así es como yo lo viví, sin duda iluminada por la propensión a idealizar las cosas que tienen los jóvenes. Ahora creo que el suelo cubierto de guijarros debía de ser de lo más incómodo, que apestaba a algas marinas, que alguna que otra nube aislada cruzó el cielo y cubrió las estrellas, que no cayó ni una sola estrella fugaz y que al cabo de un rato hacía bastante frío y empezamos a helarnos. Pero en aquel instante no reparé en nada de eso. Fue como un sueño que nada sería capaz de perturbar o de empañar. Tener a Chad cerca de mí, fundirme con él, me pareció que era el momento más maravilloso de mi vida. Y creí, ingenua de mí, que a pesar de todo a partir de entonces sería imposible separarnos.

Chad tenía cigarrillos, por lo que después nos quedamos un rato allí sentados, fumando acurrucados sobre una roca. No le dije que eso también era una novedad para mí, no quería que me viera como a una cría. Con la máxima tranquilidad posible, di con naturalidad unas caladas al cigarrillo y, por suerte, no me dio por toser ni por atragantarme. Chad me tenía rodeada con un brazo y durante un buen rato no dijo nada.

—Tengo frío —dijo al final—. ¿Volvemos a la granja?

Entonces fue cuando caí en la cuenta de que yo también estaba helada. Asentí levemente y él debió de notarlo, porque se puso de pie, me tomó de la mano y me ayudó a levantarme. En silencio, cogidos de la mano, volvimos a tientas por el camino del barranco. Una vez arriba, me faltaba el aliento. En ese momento las estrellas y la luna volvieron a regalarnos un poco de luz.

Chad entró mi mochila en la casa. El interior estaba muy sucio, me di cuenta a simple vista. Además apestaba como si hubiera alimentos perecederos en la cocina que llevaran demasiado tiempo allí almacenados. Quedaba claro que la decadencia externa de la granja hacía tiempo que afectaba también al interior. Ya no era el modesto pero agradable nido que había sido bajo el cuidado de Emma. Dentro reinaban el frío, la humedad y la mugre. Incluso yo, que siempre había visto la granja de los Beckett como un paraíso terrenal con independencia de su estado, tuve que admitir que era imposible sentirse bien allí dentro. Tomé la determinación de empezar al día siguiente a arreglarlo todo para que volviera a ser un lugar agradable y acogedor.

Chad encendió la luz de la cocina. Los platos sucios se apilaban en el fregadero, mientras que en la mesa habían quedado los restos de una cena a medio terminar.

—Parece que mi padre ya se ha ido a dormir —dijo Chad—. ¡Lástima que no haya tenido fuerzas ni para recoger su comida! —Repugnado, se quedó mirando el salchichón mordisqueado, la hogaza de pan con un pedazo mal arrancado con las manos en lugar de cortarlo a rebanadas y una taza medio llena de café en cuya superficie flotaban unos anillos grasientos—. ¡Cada día está peor!

—Ya lo recojo yo —dije enseguida, pero Chad me agarró por un brazo.

—¡No! ¡No recogeré lo que va dejando tirado y tú tampoco! No está enfermo, solo se está abandonando y esto no puede seguir así.

—Pero esto se echará a perder. Y además huele mal. ¡Al menos deja que meta el salchichón en la nevera!

En la granja había una nevera anticuada que había que llenar periódicamente con bloques de hielo, pero resultó que hacía ya mucho tiempo que nadie se encargaba de rellenarla, por lo que en el interior había la misma temperatura que en el resto de la habitación. Había un par de cosas indefinidas dentro que desprendían un olor repugnante y que deberían haber ido a parar a la basura hacía tiempo.

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