—Recién alicatado, con una ducha estupenda, un lavamanos amplísimo y muchos espejos.
Jennifer pensó que, si bien Stan no acababa de gustarle, al menos le gustaba su hogar. Mejor eso que nada.
Dio unos pasos por la habitación y miró por una de las ventanas. Puesto que el piso quedaba bastante elevado, desde allí podía divisarse el mar. Por debajo del edificio se veía la ancha calle de dos direcciones, con los carriles separados por una mediana ajardinada. Al otro lado de la calle, había un par de bloques de pisos, algunos comercios y el Grand Hotel.
Realmente no era un mal lugar para vivir, pensó Jennifer tras corregir la primera impresión que le había causado aquel edificio.
Se sobresaltó al notar que Ena se le acercaba de repente.
—En la casa que hay justo enfrente —le dijo esta— vive Linda Gardner.
La casa tenía una especie de cornisa larga y estrecha a la que le faltaba un fragmento por uno de los lados.
—¿Quién es Linda Gardner? —preguntó Jennifer.
—Es la mujer para la que trabajaba de niñera Amy Mills. La estudiante que…
—Ah, sí. Ya sé —la interrumpió Jennifer—. Una historia terrible. Horrorosa.
Y muy parecida a la nuestra, pensó.
—Aquella noche de julio salió de esa casa —le contó Ena—, cruzó por el puente y luego se dirigió hacia los Esplanade Gardens. Fue la última vez. El piso de la señora Gardner se encuentra a la misma altura que el de Stan.
Jennifer contempló las ventanas del edificio de enfrente. Le parecieron oscuras madrigueras enmarcadas por cortinas con volantes.
De repente, notó un estremecimiento, pero lo atribuyó al ambiente lluvioso y gris que reinaba fuera. Apartó la mirada de la ventana.
—Quería usted explicarme algo, ¿no? Y mostrarme algo, también.
—Sí —dijo Ena—, antes que nada quería enseñarle esto. El bloque de enfrente. El piso. Y esto de aquí.
De un rincón sacó un trípode con un telescopio negro. Lo colocó frente a la ventana.
—Desde aquí la observaba.
Jennifer no acababa de comprenderlo.
—¿Quién? ¿Quién observaba a quién?
—Stan. Observaba a Amy Mills. Las noches que pasaba en ese piso. Con el telescopio se ve perfectamente el interior, se reconoce todo. Por las noches, al menos, si tienen la luz encendida. Pero siempre era de noche cuando ella estaba allí.
—¿Qué? —preguntó Jennifer, que ya empezaba a comprender lo que Ena le estaba contando. Aun así, esperaba que hubiera algo que no estuviera entendiendo como era debido—. ¿Qué me está contando, Ena?
—No es una idea absurda que yo me haya inventado, Jennifer. Me lo contó él. Hace un par de días. Stan me explicó que espiaba a Amy Mills cuando estaba allí arriba, y de hecho me mostró lo bien que se ve el piso con esto. Pudimos ver a la señora Gardner y a su hija. Mientras le leía un cuento y…
—¿Stan le confesó que espiaba a Amy Mills?
—Sí. Y durante varios meses. Parecía como si… como si estuviera muy satisfecho de ello. «¿Aquella joven que ahora está muerta?, yo la conocía muy bien», me dijo, y luego me salió con este trasto. Yo me quedé de piedra, pero él no se dio cuenta. Se jactó de tener un telescopio buenísimo con el que… con el que incluso podía verle el color de las bragas. Es que también se ve el cuarto de baño, ¿sabe?
Jennifer se llevó la mano a la sien. Notó un leve vahído.
—Esto es… esto es muy inquietante —dijo al cabo.
—Pero la cosa no acaba ahí —dijo Ena. Era evidente lo bien que le estaba sentando el hecho de poder confiar finalmente a alguien todas esas cosas—. Anteayer encontré algo… Y desde entonces no me siento nada bien. Sabía que no sería capaz de quedármelo para mí, necesitaba contárselo a alguien.
Se llevó a Jennifer hasta una pequeña cómoda frente a la que se arrodilló para intentar abrir el cajón inferior.
Jennifer se volvió nerviosa hacia la puerta de la entrada. Los escalofríos se habían vuelto más intensos y ya no tenían nada que ver con el frío que reinaba ese día.
—¿Está completamente segura de que su novio no se dejará caer por aquí de repente?
—No puede pegar un salto y venir desde Hull a mediodía —dijo Ena, aunque no sonaba convencida del todo.
—¡Rápido! —la apremió—. ¡Échele un vistazo!
Por fin consiguió abrir el cajón. Estaba lleno hasta los topes de fotografías de todos los tamaños, imágenes en color pero también en blanco y negro, algunas incluso enmarcadas, otras pegadas a paspartús de papel. Ena cogió un buen puñado y se las pasó a Jennifer, que también estaba en cuclillas junto a ella.
—¡Tome!
Todas las imágenes mostraban a la misma joven. La mayoría de ellas eran fotografías de grano grueso que parecían haber sido tomadas desde mucha distancia. Mostraban a la joven paseando por las rocas, en la playa, caminando por una calle, saliendo de un supermercado, comiendo en un McDonald’s, en el interior de una casa, leyendo, viendo la tele, mirando por la ventana.
—¿Quién es? —preguntó Jennifer, a pesar de saberlo ya. La voz le salió ronca al formular la pregunta.
—Amy Mills —respondió Ena—. Lo sé porque después de que la asesinaran vi su foto en el periódico. Es Amy Mills prácticamente en todas las situaciones cotidianas posibles. Ya lo ve. —Hizo un gesto con la mano para señalar el cajón abierto—. Está lleno de fotos de ella.
—La mayoría fueron tomadas con un teleobjetivo —dijo Jennifer—, y no parece que Amy Mills fuera consciente de que la estaban fotografiando.
—Debió de seguirla a todas horas —dijo Ena—. Al menos los fines de semana, cuando él no estaba trabajando, o mientras estaba de vacaciones o por las noches. La fotografiaba sin descanso.
Jennifer tragó saliva, se le había secado por completo la garganta. Volvió a mirar en dirección a la puerta.
—¿Esto también se lo ha mostrado Stan?
Ena negó con la cabeza.
—No. Como ya le he dicho, esto lo encontré. Y a él no se lo he mencionado. ¿Sabe?, lo del telescopio ya no me gustaba nada, pero intenté convencerme de que había sido una coincidencia que justamente hubiera estado observando a Amy. Me dije a mí misma que había sido casualidad que viviera justo en el piso de enfrente y que había sido mala suerte que ella acabara siendo víctima de un asesinato. Pero las imágenes… es que parece talmente como si…
—Como si se hubiera obsesionado con ella —dijo Jennifer—. Por lo que veo, Ena, esto puede considerarse acoso. Incluso a pesar de que la víctima no fuera consciente de ello.
—Pero el acoso no implica necesariamente asesinato —replicó Ena.
La palabra «asesinato» quedó suspendida en el aire como una disonancia en el silencio del piso. Una disonancia tan aguda y tan penetrante como un mal olor. Eso arrancó a Jennifer de la inmovilidad en la que se había sumido. Se levantó con las fotografías en la mano.
—¿Sobre esto es sobre lo quería hablar con Gwen?
Ena también se puso de pie.
—Quería preguntarle qué debería hacer. No conseguía decidirme yo sola.
Jennifer agarró con mano firme las fotografías. Su mirada volvió a dirigirse hacia la puerta.
—Tenemos que marcharnos. Si nos sorprende aquí…
—¿Cree que él…?
—No lo sé. No sé hasta qué punto debe de estar implicado en el asesinato de Amy Mills. Y no sé hasta qué punto podría ser peligroso para nosotras, pero tampoco me interesa lo más mínimo comprobarlo. Vamos. Tenemos que largarnos de aquí.
—Y luego ¿qué?
—Me llevo estas fotos. Las entregaremos a la policía. Y tiene que contarles todo lo que me ha explicado a mí, Ena. La policía debe saberlo.
Ena pareció perder de golpe toda la energía que había estado demostrando a lo largo de la última media hora. De repente bajó los brazos, derrotada.
—Pero entonces ¿qué será de mí? Ya no querrá estar conmigo.
—¿Es que quiere usted estar con alguien que…?
—Que ¿qué?
—¿Que tal vez haya cometido un terrible asesinato?
—¿Y si no fue él?
Jennifer agitó las fotos que tenía en la mano.
—¡Es que todo esto ya no es normal! ¡Lo del telescopio no es normal! Ese hombre sufre un trastorno, en cualquier caso. Y de todos modos usted no es feliz con él, me lo ha estado contando antes. ¡Por favor, Ena, no perdamos ni un minuto! ¡No podemos quedarnos más tiempo aquí!
Finalmente, Ena reaccionó. Se agachó y cerró el cajón.
—Sí. De acuerdo. Solo quiero coger algo antes. Todavía tengo algunas cosas personales y no sé si volveré a… —La voz le temblaba.
—Dese prisa —la apremió Jennifer.
Se acercó de nuevo a la ventana mientras Ena corría de aquí para allá. Lluvia. Lluvia. Lluvia. Y al otro lado de la calle la ventana oscura del piso en el que Amy Mills había pasado aquella noche de miércoles. Una oscura ventana que cuando se iluminaba quedaba expuesta a las miradas.
¿Quién era Stan Gibson? ¿Un
voyeur?
¿Un acosador?
¿Acaso un asesino?
Lluvia.
De repente se dio cuenta de qué era lo que tanto la inquietaba. Del motivo por el que no paraba de mirar hacia la puerta. Del motivo por el que el corazón le latía tan rápido y con tanta fuerza.
Llovía a mares. Los obreros de la construcción no podían trabajar cuando llovía tanto. Y no parecía como si fuera a amainar pronto.
Se volvió hacia Ena, que en ese momento estaba metiendo un par de fotos enmarcadas que estaban sobre la chimenea en una bolsa de plástico.
—¡Ena! Apuesto a que hoy volverá a casa más pronto. ¿Está lista? ¡Tenemos que salir de aquí!
—Enseguida —dijo Ena.
Jennifer volvió a mirar por la ventana para ver si había alguien por la calle. La voz le vibraba.
—¡Vamos!
Stephen no estaba cuando Leslie regresó al apartamento de Fiona. Lo primero que pensó fue que tal vez había salido a dar un paseo o a callejear un poco por la ciudad para entretenerse de algún modo, pero luego echó un vistazo en la habitación de invitados y tras la puerta entreabierta descubrió que faltaba la bolsa de viaje que había estado todo el tiempo encima de una silla frente a la ventana.
Decidió entrar. La cama estaba bien hecha y las puertas del armario estaban abiertas y mostraban el interior completamente vacío. No había duda: la habitación ya no estaba ocupada.
Sobre la mesita de noche, Leslie encontró un trozo de papel con la letra menuda e intrincada de Stephen:
Querida Leslie:
Tengo la sensación de estar fastidiándote. Siento si te molestó que viniera a verte sin avisar. No quería que por el hecho de tenerte cerca te sintieras aún peor de lo que debes de sentirte por la muerte de Fiona… Te aseguro que no era mi intención. Al contrario, solo quería ayudarte y estar a tu lado por si necesitabas a alguien en quien poder confiar. Porque creo que a pesar de todo sigo siendo eso: alguien en quien puedes confiar.
Mi ofrecimiento —de estar ahí por si me necesitas, por si quieres hablar, de lo que sea— sigue en pie. Pero creo que un poco de distancia nos vendrá bien. Tengo una habitación en el Crown Spa Hotel, ya sabes, un poco más abajo en la misma calle. Me quedaré en él un par de días para no molestarte más. Si me necesitas, solo tienes que pasarte por allí.
Me gustaría poder ayudarte.
Stephen
Típico de Stephen: atento, solícito, relegaba sus intereses a un segundo término, pero con ello al mismo tiempo conseguía despertar una especie de sutil sentimiento de culpabilidad. En su presencia, cualquiera acababa sintiéndose peor persona que él. Leslie cayó en la cuenta de repente de que incluso después de haberle sido infiel, las cosas siempre habían seguido ese mismo patrón: cuando ella por fin hubo dado por terminada la relación, se había sentido como una canalla, a pesar de que había sido él quien se había acostado con una chica a la que se había ligado en un bar.
Arrugó la carta y la lanzó a un rincón de la habitación. Aquella lluvia intensa agravaba todavía más la sensación de soledad que ya solía respirarse en el enorme edificio en el que se encontraba el apartamento de su abuela. Por lo general, Leslie lo solucionaba mirando por la ventana y disfrutando de la brillante luz del sol sobre el agua azul de la bahía, o de las increíbles formaciones nubosas del cielo. La South Bay tenía cierto encanto los días que hacía buen tiempo, pero también cuando soplaba el viento o había temporal. Pero la desolación de ese día, plomizo y deslucido por la lluvia, no conseguía transmitirle nada más que eso: desolación.
No se oía a nadie más en todo el edificio. Como de costumbre.
En ninguna parte sonaban portazos, ni el abrir o cerrar de ventanas, ni siquiera alguna que otra cisterna de váter. La mayoría de los apartamentos estaban vacíos, y así seguiría durante todo el otoño y el invierno. En el edificio no se respiraba más que frialdad y vacío.
De repente, durante un momento cuya intensidad a punto estuvo de sobrecogerla, Leslie pudo comprobar la soledad en la que su abuela había vivido y el dolor que le produjo esa constatación fue casi físico. Durante los últimos años, Fiona debió de pasar muchos días como aquel: gris, frío y angustiosamente silencioso. Ella había superado esos días de algún modo y sin quejarse jamás. Pero había sufrido. Leslie fue consciente de ello, aunque no habría sabido decir de dónde procedía esa certeza. Tal vez solo estaba impregnada en esas paredes, con tanta fuerza que habría sido imposible ignorarla.
Entró en la cocina y puso agua al fuego para prepararse un té. Inquieta, se preguntó qué podía tener la policía contra Dave. ¿Dudas acerca de su declaración sobre la noche del sábado pasado?
Él no había sido. Él no había matado a Fiona. Habría podido jurarlo, pero esa seguridad se basaba en lo que le decía el instinto y no se podía decir que tuviera mucha experiencia desvelando actividades criminales; mejor dicho, no tenía ninguna. Dave había afirmado que se había marchado a casa y se había acostado. En caso de no ser cierto, ¿qué motivos podía tener para ocultar la verdad?
Puso una bolsita de té de jengibre en una taza, añadió un poco de miel y vertió el agua hirviendo. Mientras reposaba la infusión, miró por la ventana que había sobre el fregadero y que daba a un pequeño parque muy bien cuidado que completaba de forma pintoresca la esquina entre Esplanade y Prince of Wales Terrace. Una anciana pasaba en ese momento por aquella zona ajardinada, a pesar del mal tiempo. ¿También debía de estar sola? ¿Es que no soportaba más estar en casa encerrada y había tenido que salir a toda costa y exponerse a pillar una gripe o incluso una pulmonía? Para cierto tipo de personas, la soledad era la peor enfermedad posible, peor incluso que la muerte. ¿Había sido ese el caso de Fiona?