—Creo que deberíamos volver a casa —dijo Leslie en voz baja.
—Tranquila, tenemos que marcharnos el sábado de todos modos. A partir del lunes debo volver al trabajo.
—Ya, pero quiero que nos marchemos hoy mismo.
—¿Ahora? ¿Hoy mismo?
—Sí.
—En mi opinión, es mejor que no nos marchemos hoy.
—La policía tiene nuestros nombres. Y nuestra dirección. Vivimos a una hora y media en coche de aquí. No creo que sea ningún problema.
A Colin le ardían los párpados. Supuso que su aspecto debía de ser por lo menos tan cansado como el de su esposa, y se preguntaba de dónde procedía ese agotamiento paralizador que se había apoderado de ellos y los afligía de aquel modo tan vago.
—Creo que deberías acudir a la policía —insistió él.
—También puedo llamarlos por teléfono desde nuestra casa.
—¿Lo harás?
—¡Por supuesto!
Colin tuvo la impresión de que en ese momento Jennifer habría sido capaz de prometerle cualquier cosa con tal de conseguir que él accediera a abandonar la granja de los Beckett. Extendió los brazos y tomó las manos de su esposa entre las suyas.
—¿Qué te ha pasado, Jennifer? ¿A qué vienen esas ganas de partir precipitadamente? ¿Es por… lo de ayer? Fue algo estresante, no me extraña que estés algo alterada. Tal vez deberíamos hablar de nuevo. Sobre lo que te ha pasado, sobre ese tipo, sobre tu miedo. Además, has tenido que mantenerte fuerte todo el tiempo para servir de apoyo a esa mujer, y puede que seas tú ahora la que necesita algo de apoyo.
—No es solo la historia de Stan Gibson lo que me agobia —dijo Jennifer—. Es… todo. La granja, Gwen, Dave Tanner, la policía. Todo es muy lúgubre en esta granja, ¿te has dado cuenta? No hay vida. A Chad Beckett le falta vida, la vida de Gwen no es una vida de verdad, Tanner es un parásito sin carisma. ¿Te los imaginas a los tres aquí juntos? ¿Chad, Gwen y Tanner? Y ni siquiera está Fiona para entrometerse de vez en cuando con su lengua viperina.
Colin no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Que todo es lúgubre en esta granja? ¿Que no hay vida? Eras tú quien siempre insistía en venir aquí, fuiste tú quien tomó cariño a todo esto. Al paisaje, al mar, a la casa, a Gwen. Yo tenía la sensación de que… de que la granja de los Beckett era algo único para ti. Y ahora… ¿vas y me dices esto?
—Sí, te lo digo —respondió Jennifer antes de ponerse de pie. Irradiaba una extraña mezcla de tristeza y de una incipiente determinación—. La gente cambia, Colin. Todos cambiamos. Yo he experimentado un cambio en estos últimos días.
—¿En qué sentido? —dijo él mientras se ponía también de pie.
—Es difícil describirlo. Yo tampoco sé con exactitud cuándo empezó. Tal vez en el momento en que Almond volvió a sacar esa vieja historia y me la plantó frente a las narices. Cuando volví a sentirme entre la espada y la pared por culpa de ese tema. Pero fue ayer cuando lo comprendí, mientras constataba el miedo que Ena Witty sentía por culpa de Stan Gibson. Cuando vi cómo titubeaba, cómo vacilaba. ¿Tenía que separarse? ¿Tenía que seguir con él? ¿Tenía algo que ver el novio de Ena con Amy Mills? ¿O no eran más que fantasías que se había creado ella misma a partir de un comportamiento extraño en el día a día? No hacía más que ir de un lado a otro, y lo único que irradiaba era inseguridad, debilidades, indecisión, desaliento. Pasé toda la tarde de ayer con ella. La noche. Dormí en su casa. He estado esta mañana allí. Y ha llegado un momento en que lo único que deseaba era largarme. Huir. ¡No podía soportarla más!
—¿A esa pobre mujer? ¿A ella, no podías aguantarla?
—¡Me puso furiosa! Terriblemente furiosa. Por su actitud sumisa, sus miedos, sus lamentaciones, todo lo que me contó acerca de unas cuantas semanas de convivencia con Gibson. ¿Cómo pudo someterse tanto a él? ¿Cómo pudo permitirse esa posición de extrema debilidad y a la vez dejar que él hiciera lo contrario y se sintiera tan fuerte? Ha sido repugnante tener que oír todas esas cosas. Creí que reventaría por culpa de la agresividad acumulada. ¡Todavía estoy que reviento!
—Comprendo —dijo Colin para calmarla, a pesar de que en realidad no entendía lo que su esposa intentaba decirle.
Jennifer lo miró con una expresión casi despectiva.
—No creo que seas capaz de comprenderme, Colin. Yo misma he necesitado cierto tiempo para darme cuenta. Porque, en realidad, no era Ena quien me ponía furiosa, sino yo misma.
—¿Tú misma?
—Viendo a esa odiosa Ena Witty delante de mí me puse a pensar en Amy Mills, en lo que se sabe de ella gracias a los periódicos. Debió de ser el mismo tipo de mujer. Una víctima. A Stan Gibson le gustan las mujeres así, sumisas. Las que lo tratan como si fuera el amo y señor. Y lo peor de todo es que las encontraba. Porque existen, y no es que haya pocas.
—Por lo visto sí, desgraciadamente. Pero tú…
En ese punto, Jennifer apartó la mirada. La mantuvo fija en algún punto invisible de la pared que tenía delante.
—Yo también soy así. Y podría haberme convertido en lo mismo: en una víctima. La víctima de un hombre como ese.
Colin estaba perplejo.
—¡No es verdad, tú no eres así! Tú tienes tus problemas, pero jamás te he considerado una persona intimidada y sumisa.
—Mi caso es algo distinto al de Ena Witty o al de Amy Mills, pero me corroen por dentro las inseguridades, Colin, lo sabes, y si no sale a la luz más a menudo es porque vivo prácticamente retirada de lo que podría considerarse una vida normal. Tú y los perros habéis sido mi única compañía durante mucho tiempo. Tengo dificultades a la hora de relacionarme con otras personas. Ni siquiera puedo conducir porque ya no confío en mí misma. Hay incontables miedos que impiden que mi vida siga adelante. Es solo que tal vez se me da mejor ocultarlo que a otra gente.
—Pero ¿crees que un Stan Gibson se daría cuenta de ello?
—De eso estoy convencida. Precisamente para ese tipo de cosas ese hombre tiene unas antenas perfectas. Si no te tuviera a ti, yo sería una persona aislada, acosada por todo tipo de temores. Y puede que también dispuesta a hacer concesiones con tal de que alguien se ocupara de mí.
A Colin no se le ocurría ninguna manera de refutar la teoría de su esposa.
—Vamos, Jennifer —dijo, algo desamparado—. Tú me tienes a mí. Y siempre me tendrás.
Sin embargo no se trataba de eso, no era eso lo que ella había intentado decirle. Y él lo sabía.
—¿Por qué crees que la inspectora Almond me puso en el punto de mira enseguida? —prosiguió Jennifer, sin prestar atención al comentario de Colin—. Yo también me convertí en víctima. Aquí, en un santiamén y sin que hubiera un verdadero motivo para ello.
—Bueno, ahora lo que tienes que pensar es que…
Jennifer no lo dejó terminar.
—Estoy furiosa, Colin, tan furiosa que creo que con cada día que pase aquí no haré sino enfurecerme más y más. Estoy tan furiosa como cuando me echaron del trabajo. Por el hecho de que esa policía quisiera utilizar mi pasado en mi contra. Porque llevo todos estos años escondiéndome. Porque he dejado de vivir. Por cómo me he sentido: herida, sometida, atacada. Porque en el fondo ese era el motivo por el que siempre quería venir a la granja de los Beckett: la gente aquí no vive; todos se limitan a existir como almas en pena, tanto Gwen como su padre. Por eso me sentía tan bien aquí. Porque encajaba; tenía tan poca vida como ellos, parecía fosilizada. Pero ya no quiero sentirme más de ese modo. No deseo pasar más tiempo en esta casa aislada junto al mar, en la que todos se esfuerzan por vivir del modo más ajeno al mundo posible. Me gustaría volver a formar parte de ese mundo en lugar de seguir siendo su víctima.
Mientras pensaba cuál había sido el punto de partida de aquella conversación, a Colin le había pasado por la cabeza comentar algo: ¿acaso no había ejercido de víctima, una vez más, cuando había tramado ese chanchullo con Gwen?
No obstante, no llegó a decirlo, no habría sido adecuado. Jennifer había cometido un error, pero lo había cometido inmersa en una dinámica que en ese momento parecía dispuesta a romper. La más mínima crítica o un argumento desconsiderado solo habrían podido molestarla. Jennifer tenía cosas más importantes de las que preocuparse, no necesitaba seguir pensando en quién habría matado a Fiona Barnes, por qué motivo y hacia quién apuntaría la policía sus focos al respecto. Incluso habiendo podido ser ella: en sus pensamientos no parecía haber espacio para eso. De manera que Colin sonrió, más como signo de rendición que por satisfacción. Pensó que tenía que sonreír de todos modos, para que Jennifer pudiera estar segura de que podía contar con él.
—Bien —dijo Colin—, entonces hagamos las maletas y marchémonos de aquí. Nos despediremos para siempre de este lugar, ¿de acuerdo? Creo que no volveremos a verlo.
—Seguro que no —dijo Jennifer.
—Bueno, pues resulta —dijo Semira— que los hijos de un compañero de trabajo de mi marido vinieron a verme un par de veces. Habían estado en la granja de McBright y habían visto algo extraño e inquietante allí… un niño acurrucado en un establo abandonado. Según aquellos críos, llevaba un collar de hierro alrededor del cuello y estaba encadenado. Apenas podía moverse; estaba helado y temblaba.
—¿Y no acudió enseguida a la policía? —preguntó Leslie. Sentía un frío atroz de los pies a la cabeza, por lo que se dejó puesta la chaqueta.
—Pensé hacerlo —replicó Semira—, pero John me aconsejó lo contrario. De hecho, sabíamos que aquellos niños solían disfrutar especialmente con las historias de miedo exageradas. John dijo que haría un ridículo tremendo si acudía a las autoridades alertada por ellos. Me aconsejó que no me tomara en serio todo aquello. ¡Un niño encadenado! ¡Esas cosas no sucedían!
—Pero a usted la historia no dejó de inquietarla —supuso Leslie.
—Así es. A diferencia de John, que siempre había trabajado como cocinero, yo no estaba tan segura de que esas cosas no sucedieran. Sobre todo porque sabía por experiencia lo que algunas personas son capaces de hacer a otras personas. Como ya le he dicho, yo había sido trabajadora social en Londres. Había visto muchos casos de violencia doméstica extrema. Tenía seis años menos que John, pero él era mucho más ingenuo que yo.
—O sea, que fue a echar un vistazo a la granja.
—Después de dudar mucho acerca de lo que debía hacer, pensé que lo mejor sería comprobarlo yo misma antes de acudir a la policía y a la oficina social de la juventud, en caso de que realmente fuera cierto lo que los niños me habían contado. Tenía mucho miedo. Como le he dicho, Gordon McBright tenía muy mala reputación en Ravenscar. A pesar del poco tiempo que llevábamos viviendo allí, ya había oído muchas cosas acerca de él: que era un hombre lleno de odio, un bruto, un ser asocial, así es como me lo pintaron. Se decía que su propio padre lo había maltratado durante muchos años, aunque no sé hasta qué punto ese rumor era cierto. En cualquier caso, servía para justificar la rabia indescriptible con la que ese hombre vivía, el desprecio y la malignidad con la que trataba a la gente. Tenía una esposa, de la que se afirmaba que tenía el cuerpo hecho una piltrafa. En todos aquellos años solo se la había visto dos o tres veces por el pueblo. Se comentaba también que a ella ya no le quedaban dientes, que estaba en los huesos y que vivía sumida en un pánico constante a causa de su marido. Pero no había buscado nunca la ayuda de nadie, ni siquiera de la policía, como tampoco se había entrometido jamás nadie. Todo el mundo temía demasiado a McBright para hacerlo.
—Era… Me parece una verdadera locura que usted decidiera ir sola —dijo Leslie.
—Pues sí —asintió Semira—, más adelante yo también me di cuenta de ello. Pero en ese momento y a pesar del miedo que sentía, infravaloré el peligro que podía llegar a suponer para mí ese McBright. Y tiene que pensar que, debido a mi trabajo, estaba acostumbrada a visitar a personas violentas y a lidiar con ellas. No creería la cantidad de padres de familia agresivos y brutales con los que había tenido que tratar. Pero en esas ocasiones, en Londres, lo había hecho como parte de los servicios sociales y, por lo tanto, estaba protegida por el sistema. Mis colaboradores sabían en todo momento a qué lugares acudía. O me acompañaba alguien, a veces incluso la policía, si la situación era espinosa. Pero en el caso que nos ocupa no fue así. —Semira hizo una breve pausa antes de seguir hablando con aire reflexivo—. El mayor error fue no decírselo a nadie. No contar absolutamente a nadie lo que me proponía hacer. Eso sí fue una locura, Leslie: acudir a ese lugar apartado del mundo donde vivía un criminal como Gordon McBright sin haber dejado siquiera una nota en casa, en la mesa de la cocina, contando lo que me proponía hacer.
—¿Y descubrió a un chico?
Semira negó con la cabeza.
—No. A un chico, no. Descubrí a un hombre. En lo que había sido un establo, junto a la parte de la granja que servía de vivienda. Estaba tendido, acurrucado en el suelo en posición fetal, como un embrión, lo que le hacía parecer mucho más pequeño de lo que en realidad era. Apenas entraba la luz en aquel cobertizo. Los niños creyeron que se trataba de un chico, pero ese había sido el único punto en el que se habían equivocado. Tenían razón respecto a todo lo demás. El collar de hierro, la cadena asida a una viga mediante un candado, la paja sucia sobre la que estaba tendido. Hacía un frío atroz y él iba casi desnudo. No podía creer lo que veían mis ojos. Aún hoy, cuarenta años más tarde, me cuesta creer lo que vi allí. A pesar de que todo aquello cambiara por completo mi vida, sigue pareciéndome extrañamente irreal. —Los ojos de Semira se fijaron primero en Leslie y luego parecieron atravesarla para tratar de ver más allá—. Acababa de encontrar a Brian Somerville.
Guardó silencio durante casi quince minutos, con la mirada extraviada en la pared que tenía delante. El tictac de las agujas del reloj parecía sonar el doble de fuerte que antes. Fuera empezaba a oscurecer.
Leslie no se atrevió a decir ni una sola palabra para romper aquel silencio.
—Se estaba muriendo —dijo Semira finalmente, de un modo tan brusco que Leslie no pudo evitar sobresaltarse—. Se había quedado en los huesos. Tenía el cuerpo cubierto de grandes heridas purulentas que daban fe de los malos tratos a los que había sido sometido día tras día. Más adelante, a través de la señora McBright nos enteramos de que lo trataba como a un esclavo, que lo obligaba a realizar las tareas más duras, incluso cuando no era más que un chico joven. Puesto que debido a sus limitaciones mentales no comprendía nada de lo que le decían, Gordon McBright lo golpeaba una y otra vez sin piedad hasta que, de un modo u otro, conseguía que hiciera lo que él quería. La señora McBright dijo haber temido a menudo que su marido pudiera llegar a matarlo a golpes. Y eso durante veinticuatro años. Fueron veinticuatro años los que Brian tuvo que soportar ese infierno. Apenas le daban comida y cada noche, o cuando no trabajaba, lo tenían encadenado en aquel establo. La señora McBright le llevó una manta una vez, pero después de que su marido la descubriera no se atrevió a intentar algo parecido. Por lo que se desprende del interrogatorio al que se la sometió con posterioridad, en cierto modo la presencia de Brian en la granja había significado un alivio para ella, a pesar de que dijo que a menudo había tenido que taparse los oídos, desesperada, para ignorar los gritos de dolor del chico. Su marido lo odiaba tanto que lo agredía cada vez con más frecuencia, a tal punto que incluso dejó de tomar a la señora McBright como víctima de sus ataques. Tal vez eso fuera lo que provocó que ella no hiciera nada para ayudar a aquel chaval indefenso. Porque eso es lo que era cuando llegó a la granja: nada más que un chaval. Pero quizá tampoco lo habría ayudado de todos modos. Al fin y al cabo, ni siquiera se ocupaba de sí misma. Era una persona completamente afligida. De hecho, había perdido las ganas de vivir desde hacía mucho tiempo.