—Acérquese y siéntese. Perdone que no pueda ofrecerle nada más cómodo.
Leslie se sentó en el taburete al otro lado de la mesa, de manera que quedó frente a Semira.
—No hay problema —aseguró.
—¿Y bien? —preguntó Semira una vez más.
Sus ojos se concentraron en los de Leslie, y esta constató que tenía una mirada inteligente, despierta. Semira Newton tal vez se movía como una anciana de ochenta años, pero su mente seguía en plena forma.
Finalmente, Leslie se armó de valor.
—Soy la nieta de Fiona Barnes —dijo—, cuyo nombre de soltera era Fiona Swales. —Esperó a ver si eso provocaba alguna reacción en su mujer, pero no fue así. Semira se quedó impasible—. Conocía usted a mi abuela, ¿no? —preguntó Leslie.
—Coincidimos alguna vez, sí. Pero de eso hace una eternidad.
—Bueno, la… el pasado sábado por la noche la… asesinaron —dijo Leslie. Le costó dar esa información con sus propios labios, le sonaba completamente ajena.
—Lo he leído en el periódico —replicó Semira—. ¿Se sabe ya quién lo hizo? ¿Y por qué?
—No. La policía sigue sin saber nada al respecto. Por lo menos, eso parece. No ha trascendido si siguen alguna pista concluyente.
—El otro día leí algo acerca de la cantidad de crímenes que quedan por resolver —dijo Semira en un tono de voz que parecía más bien el de una conversación trivial.
Leslie se dio cuenta de las reservas de aquella mujer. No sería fácil hablar con ella.
—Sí. Por desgracia, así es. —Leslie le dio la razón antes de mirarla muy seria—. Supongo que se imagina por qué he venido a verla, ¿no?
—Dígamelo.
—Nunca he sabido todo lo que pasó en la vida de mi abuela. Me he enterado de algunos detalles por casualidad después de su muerte. Hay nombres que no había oído en mi vida. Como el de Brian Somerville, por ejemplo.
Semira se quedó helada. No movió ni un solo músculo de la cara.
Leslie le planteó una pregunta directa.
—Sabe de quién le hablo, ¿no?
—Sí. Y usted también. ¿Qué quiere de mí?
—A partir de una carta que mi abuela envió a Chad Beckett pocas semanas antes de morir me enteré de que en los años setenta tuvo lugar un escándalo relacionado con Brian Somerville. Según la carta se produjo un gran revuelo en la prensa. Mencionaba investigaciones policiales… y la mencionaba a usted. Por lo que he entendido, usted fue la que desencadenó el asunto.
Semira esbozó una sonrisa. No parecía tensa en absoluto, sino más bien cansada. Un poco resignada. Como alguien a quien, varias décadas después, lo que se había convertido en el tema de su vida seguía provocándole quebraderos de cabeza, a pesar de no quedarle ya apenas fuerzas para dedicarlas a esa cuestión.
—Sí —dijo lentamente—. Yo lo desencadené. Fui yo quien advirtió a la policía y a la prensa. En cualquier caso, después de escapar a la muerte, en cuanto pude volver a actuar.
—Y recurrió a la policía y a la prensa porque… ¿encontró a Brian Somerville?
—Ocurrió en un día de diciembre —empezó a contar Semira. Su voz seguía siendo monótona y su rostro impasible—. El diecinueve de diciembre, para ser más exactos. En mil novecientos setenta. Un domingo. Un domingo muy frío, había nevado. Mi marido y yo por aquel entonces vivíamos en Ravenscar. Él trabajaba como cocinero en una residencia de la tercera edad en Scarborough, pero vivir allí habría resultado demasiado caro para nosotros, por lo que vivíamos en Ravenscar. Yo no tenía trabajo. Anteriormente había trabajado como asistente social en Londres, pero fuimos a parar al norte porque tras pasar mucho tiempo en el paro a mi marido le habían ofrecido un empleo. Yo esperaba encontrar trabajo en algún momento, también, pero en una región rural como esta y en esa época… al ser paquistaní no lo tuve fácil. La gente todavía tenía muchas reservas y recibí muchas negativas. A pesar de ello, tampoco es que fuera infeliz. John, mi marido, y yo nos queríamos mucho. Esperábamos un bebé.
En aquel momento se detuvo, parecía estar siguiendo el rastro de aquellos tiempos pretéritos.
—Bueno, en cualquier caso, a principios de diciembre vinieron a verme los hijos de unos compañeros de trabajo de John. Habían estado deambulando por los alrededores y se habían acercado a la granja de Gordon McBright, algo que por aquel entonces todos los padres prohibían rotundamente a los niños. Casi nadie había visto a McBright, pero corrían un montón de rumores acerca de él. Se le consideraba un tipo imprevisible, brutal y peligroso. Había quien veía en él simplemente a la personificación del mal.
—Gordon McBright…
Semira Newton tenía la mirada perdida más allá de Leslie, en la ventana que le permitía contemplar aquella tarde de octubre.
—Exacto —dijo—. El mal en persona. Inconcebible, más despiadado y astuto de lo que podíamos imaginar la mayoría de nosotros. Al menos yo, que por aquel entonces tenía veintiocho años, y bien sabe Dios que durante el tiempo que había trabajado en Londres como asistente social solo me había enfrentado al lado bueno del mundo y no conocía aún el mal verdadero.
Leslie se dio cuenta de que divagaba y no se centraba en el tema. Se resistía a volver a aquel día de diciembre de hacía casi cuarenta años.
—¿Sabe lo que leí hace unos meses? Leí acerca de cómo algunas personas se desembarazan de sus perros en España. Los cuelgan de los árboles. Pero no para que mueran enseguida, los cuelgan de tal manera que con las garras de las patas traseras llegan a tocar el suelo. Eso retrasa su muerte. Los perros luchan durante varias horas antes de morir.
Leslie tragó saliva.
—¿Y sabe usted cómo lo llaman a eso? —preguntó Semira—. Los españoles, quiero decir.
—No —dijo Leslie. Ese «no» había sonado tan ronco que apenas resultó inteligible. Se aclaró la garganta—. No —repitió.
—Lo llaman «tocar el piano» —dijo Semira—. Porque los perros, en un esfuerzo desesperado por salvarse, se mantienen sobre las puntas de las patas traseras y andan de un lado para otro con pasos cortos y rápidos para evitar la lenta estrangulación. Un movimiento parecido al de los dedos de un pianista sobre las teclas.
Leslie no dijo nada, pero por dentro estaba horrorizada y escandalizada.
—Sí —prosiguió Semira—, eso me dejó conmovida. No solo por el hecho de que lo hagan de ese modo, sino también por el nombre que le han dado a esa práctica tan cruel. Tal vez el mal en todo su esplendor se revela con más claridad cuando no solo consiste en la mera brutalidad, sino cuando esa brutalidad va acompañada de cinismo. Porque eso demuestra que el raciocinio interviene en el hecho. ¿Y acaso no es insoportable la idea de que personas que «razonan» hagan ese tipo de cosas?
—Sí —dijo Leslie en voz baja—. Así es.
—Pero no ha venido usted por ese motivo —dijo Semira—, no ha venido para hablar conmigo del mal que hay en el mundo. El motivo por el que está aquí tiene que ver con mi historia, la que tan ocupada me ha tenido a lo largo de tantos años. Tiene que ver con Gordon McBright. Y con Brian Somerville.
—¿Y con mi abuela? —preguntó Leslie.
Semira se echó a reír.
—Ah, ¿lo que quiere saber es si fui yo quien mató a su abuela el fin de semana pasado? ¿Quiere saber si tenía algún motivo para hacerlo? Pues sí, doctora Cramer, tenía uno. Pero siento decepcionarla. Si hubiera querido matar a Fiona Barnes, no lo habría hecho hace un par de días. ¿Al final de una bonita vida, para ahorrarle los achaques y la soledad propios de la vejez? ¿Por qué tendría que haber sido tan amable con ella? Y además, solo tiene que mirarme. He oído que a su abuela la mataron a golpes y que luego la arrojaron a una especie de barranco que se abría entre los prados. En plena noche. ¿Me ve usted físicamente capaz de hacer algo así? ¿Con esta piltrafa de cuerpo al que vivo encadenada?
Leslie negó con la cabeza.
—Es difícil de imaginar.
—Es imposible. Tendría dificultades incluso para suicidarme. Ya no digamos matar a otra persona… No, por desgracia, no es algo que yo pueda hacer.
—Tampoco pretendía acusarla de…
—No, claro que no, querida. Lo sé. Lo único que quiere es hacerse una idea acerca de ciertas cosas, ya la he entendido. ¿Sabe?, siempre he odiado a su abuela. Y a Chad Beckett también. Esa parejita tan pulcra, siempre con las manos tan limpias, siempre tan cuidadosos a la hora de salvar el propio pellejo. Al fin y al cabo, si mi vida ha sido tan dura es por culpa del egoísmo, la cobardía y el narcisismo de esas dos personas. Se lo puedo contar, si quiere, doctora Cramer. Puedo contarle cómo Gordon McBright me dio una paliza brutal hace cuarenta años y me produjo lesiones irreversibles. Puedo contarle todo lo que me hizo, y estoy segura de que no se aproximará en absoluto a lo que haya podido vivir usted, Leslie. No creo que sea fácil vivir cuando has tenido como abuela a Fiona Barnes, pero la dimensión de mi sufrimiento es otra, puede estar usted segura de ello.
—Me gustaría que me lo contara —dijo Leslie.
—Pero ¿por qué lo hiciste? —preguntó Colin.
Estaba de espaldas a la pequeña ventana de la buhardilla que desde hacía años ocupaban cuando pasaban las vacaciones en la granja de los Beckett. Y a pesar de no ser un tipo especialmente ancho de hombros, cubría casi toda la superficie del cristal e impedía que entrara la luz del día.
Jennifer estaba sentada en la cama, con Wotan y Cal a sus pies. Los dos perros apoyaban el hocico en la rodilla de Jennifer, suplicándole caricias con la mirada, mientras ella les rascaba la cabeza, perdida en sus cavilaciones.
—No lo sé —dijo ella como toda respuesta a la pregunta de su marido.
—Es que, Jennifer, de verdad… —dijo él mientras negaba con la cabeza—. Es una declaración falsa lo que le contaste a la policía. ¡En un caso de asesinato! Eso puede llegar a tener serias consecuencias. ¿Y te limitas a decir que no sabes por qué lo hiciste?
Ella se mantuvo impasible.
—Tal vez actué de forma demasiado impulsiva. Tuve la impresión de que sería mejor… tener una coartada. Esa inspectora es como un perro de presa. Resolverá el caso a cualquier precio, incluso si la persona que al final presente como autor de los hechos no es la persona correcta. Lo hice como medida de precaución.
—¿Y por eso le aseguraste que pasaste toda la noche con Gwen a pesar de no ser cierto?
—¿Tan malo es eso?
Colin se llevó la mano a la frente. No reconocía a Jennifer, tan ingenua y al mismo tiempo tan obstinada.
—Es una declaración falsa. Se te va a caer el pelo como se enteren.
—¿Y por qué tendrían que enterarse?
—Bueno, al fin y al cabo Gwen me lo ha contado a mí. Es evidente que no para de preguntarse por qué creíste necesario mentir al respecto. Lo siguiente será que se lo cuente a Dave. Luego, tal vez a su padre. Leslie Cramer es otra clara candidata a saberlo. Y en algún momento, puedes apostar la cabeza a que esto llegará a oídos de la policía. Jennifer, ¿cómo pensaste que podías confiar en Gwen? Es una chiquilla, necesita que la aconsejen continuamente. ¡Hace años que la conoces!
—¿Y qué? Pongamos que llega a oídos de la policía. Colin, tengo la conciencia muy tranquila. La inspectora Almond puede pensar lo que quiera, pero no conseguirá demostrar nada. Porque no he hecho nada. Yo no maté a Fiona Barnes.
—No estás siendo lógica. Primero me dices que lo hiciste como medida de precaución, para que ese perro de presa que es la inspectora Almond no pueda endosarte nada. Y ahora que ya le has mentido respecto al asunto en un detalle extremadamente importante, cuando deberías haberte ceñido a la verdad, actúas como si todo te diera igual y como si no pudiera afectarte en lo más mínimo. ¿A qué se debe ese cambio de opinión?
Jennifer no paraba de acariciar a los perros, que empezaban ya a babosear de felicidad.
—Es que se mostró muy desconfiada conmigo. Por aquella historia. Es irrelevante lo que esto pueda añadir al tema; el caso es que ella ya había puesto la vista sobre mí.
—Y por si no desconfiara ya lo suficiente, vas tú y echas más leña al fuego.
—Tal vez terminemos enterándonos de que lo hizo ese Gibson. Entonces el tema quedaría zanjado.
Colin se apartó de la ventana, acercó una silla que estaba en un rincón y se sentó frente a su esposa.
—Jennifer, pero si antes me has dicho que en el momento del crimen él ni siquiera estaba por la región. Si incluso ha dado fe de ello la mujer que lo ha denunciado, y eso que no tenía motivos para encubrirlo. O sea, que, nos guste o no, tanto tú como yo seguimos siendo sospechosos.
—También lo seríamos si no hubiera acordado nada con Gwen.
—Sí, pero no correrías el riesgo que corres ahora a que te descubran. Porque la inspectora Almond no puede utilizar aquella historia, la de la alumna, para acusarte de asesinato; no puede sacar nada de aquello. Pero de una declaración falsa, sí.
—Gwen está igual de implicada que yo.
—Sí, pero no fue idea de Gwen, sino tuya. Todos quedamos conmocionados con el asesinato de Fiona, y supongo que no te costaría mucho convencer a la ingenua de Gwen de que lo mejor que podía hacer era aceptar tu propuesta. Sin embargo, poco a poco ha estado reflexionando acerca del tema, y me ha dado la impresión de que cada vez la incomoda más esa mentira. Y a medida que se intensifiquen y se prolonguen las investigaciones, peor se sentirá al respecto, Jennifer. Incluso si no se decide a revelarlo a los cuatro vientos, puede que llegue un momento en que acabe cediendo ante las preguntas de la policía. Por desgracia, estoy seguro de ello.
—No puedo hacer nada para cambiarlo —replicó Jennifer.
Colin percibió con angustia lo resignada que sonó la voz de su esposa, como si no diera la importancia que merecía a todo aquel asunto.
—Ve a ver a la inspectora Almond —le propuso Colin—, ve y cuéntale lo ocurrido. Explícale lo mismo que me has explicado a mí, que temiste que te colgaran enseguida la etiqueta de principal sospechosa porque en ese momento estabas fuera con los perros. Que quisiste cubrirte las espaldas y que por eso actuaste irreflexivamente, impulsada por el pánico.
—Y entonces se preguntará por lo que motivó ese acto irreflexivo. Ese pánico. ¡Colin, eso sería casi una confesión!
—Pero será aún peor si llega a enterarse por Gwen. O por cualquier otra persona. Mucho peor.
Los dos se miraron a los ojos. Los perros notaron la tensión que había en la habitación, alzaron las orejas y miraron con atención a sus dueños.