—Por lo menos ha funcionado —susurró ella, Yngvar notó que sonreía al decirlo—. La magia ha funcionado.
—Gracias —susurró él.
—¿Por qué?
Inger Johanne se quedó de pie en silencio. Yngvar no la soltaba. La inquietud que llevaba toda la tarde reprimiendo la embargó. La empezó a sentir cuando Yngvar la llamó sobre la una y le explicó brevemente por teléfono por qué iba a llegar tan tarde a casa. Siempre estaba muy inquieta. Por las niñas, por la madre que, tras el tercer infarto del padre, había empezado a hacer tonterías y ya no siempre sabía qué día era, por la investigación a la que ya no sabía si quería volver. Por la hipoteca y por los frenos del coche. Por la ligereza de Isak a la hora de poner límites y por la guerra en el Próximo Oriente. Siempre había algo por lo que preocuparse. Esa tarde había estado hojeando uno de sus infinitos libros médicos, para averiguar si las manchas blancas en las paletas de Kristiane podían ser síntoma de un exceso de leche o de algún otro tipo de desorden alimenticio. La preocupación, la mala conciencia y la sensación de quedarse corta constituían ya un estado cotidiano con el que se había acostumbrado a convivir.
Y sin embargo, esto era otra cosa.
En la penumbra, con el calor de Yngvar en la espalda y la respiración apenas audible del bebé dormido como recordatorios de lo cotidiano y seguro, le resultaba imposible describir la incomodidad que sentía, la sensación de saber algo que no tenía fuerzas de recordar.
—¿Qué pasa? —susurró Yngvar.
—Nada —dijo ella en voz baja, y cerró con cuidado la puerta del dormitorio.
Hacía muchos años que no se aventuraba a tomar un café en un avión. En esta ocasión, sin embargo, había sentido un aroma tan exquisito extendiéndose por la cabina que por un momento se había preguntado si habría un barista a bordo.
El auxiliar de vuelo responsable de su fila de asientos debía de pesar más de cien kilos. Sudaba como un cerdo. Normalmente le hubieran irritado las repulsivas manchas de sudor que se formaban sobre la tela clara de su camisa. Ella no tenía ningún problema con los auxiliares de vuelo varones. Pero, a decir verdad, eran preferibles los que eran un poco femeninos, pensaba la robusta mujer que ahora estaba mirando hacia el sudeste, de pie ante su ventana panorámica en la loma sobre Villefranche. Por lo general, los auxiliares de vuelo en pantalones ostentaban un poco de pluma en la muñeca, y además elegían una loción de afeitar que recordaba más a un ligero perfume de primavera que a una colonia de hombre. Este gorrino de pelo rojizo constituía, por tanto, una excepción. Normalmente lo hubiera ignorado. Pero el olor a café la había conquistado completamente. Tres veces había pedido que le rellenaran la taza, sonriendo.
Ahora también el vino le sabía bien.
Con el tiempo había descubierto que el precio que ponía el Monopolio Estatal de Alcohol al vino —después de que el producto fuera transportado cuidadosamente a Noruega en un proceso que presumiblemente lo encarecía—, en realidad, era el mismo que en cualquiera de las vinaterías del casco antiguo de Villefranche. Incomprensible, se decía, pero completamente cierto. Por la tarde había abierto una botella de veinticinco euros y bebido una sola copa. No recordaba haber probado un vino mejor. El señor de la tienda le había asegurado que aguantaba un par de días con la botella abierta. Esperaba que tuviera razón.
Todos estos años, pensaba acariciándose el pelo. Todos estos proyectos que nunca le daban más que dinero e incomodidades. Todo este conocimiento que no se usaba más que para satisfacer a los demás.
Esta mañana había sentido puntadas de invierno en el aire, febrero era el mes más frío en la Riviera. El mar ya no presentaba un tono azul oscuro, sino gris y con la espuma sucia. Ella paseaba por las playas constantemente, disfrutando de su soledad. Por fin la mayoría de los árboles se habían quedado sin hojas. Sólo alguna que otra conífera perenne emergía en verde musgo a lo largo de los caminos. Incluso el sendero hacia Saint Jean, donde normalmente los niños, impecablemente vestidos y acompañados por sus escuálidas madres y sus forrados padres, rompían con sus gritos cualquier forma de idilio, estaba desierto y sin gente. Se detenía con frecuencia. De vez en cuando encendía un cigarrillo, a pesar de que hacía años que había dejado de fumar. Un vago sabor a alquitrán se le adhería a la lengua. Le gustaba.
Había empezado a deambular. La inquietud que llevaba martirizándola desde que tenía memoria le parecía ahora diferente. Era como si por fin se hubiera agarrado a sí misma, agarrado a una existencia en la que llevaba demasiado tiempo viviendo en un vacío de espera. Había desperdiciado años de su vida esperando lo que nunca ocurre, pensaba allí de pie ante la ventana, mientras apoyaba la palma de la mano contra el frío cristal.
—Esperando que las cosas ocurran sin más —susurró, y vio el fogonazo gris de su respiración sobre el vidrio.
Seguía sintiendo la desazón, la vaga tensión en el cuerpo. Pero mientras antes la inquietud la había arrastrado hacia abajo, ahora sentía un miedo que le insuflaba vida.
—Miedo —susurró satisfecha, y dejó que la palma de la mano acariciara pegajosamente la copa.
Había elegido la palabra concienzudamente. Lo que ella sentía era un miedo sano, alerta y arrebatador. Era como estar enamorado, se imaginaba ella.
Pero si antes se deprimía sin llegar a llorar, y se cansaba sin llegar a dormir, ahora percibía su propia existencia con tanta fuerza que se echaba a reír cada dos por tres. Dormía bien, aunque con frecuencia la despertaba un sentimiento que fácilmente se podría confundir con… la felicidad.
Había elegido la palabra felicidad, a pesar de que por ahora le quedaba grande.
Seguro que había quien la llamaría solitaria. De eso estaba convencida, pero le importaba poco. Ay, si todos aquellos que creían que la conocían, y que sabían a lo que se dedicaba, hubieran tenido la más ligera idea… Muchos de ellos se dejaban cegar por el éxito, a pesar de que vivía en un país en el que la humildad era virtud y la soberbia el más mortal de todos los pecados mortales.
Una furia indeterminada y extraña surgió en ella. Se le puso la piel de gallina y se acarició el brazo izquierdo con la mano fría; iba notando lo compacta que era, lo adherida que tenía la carne al cuerpo, firme y encerrada, como si la piel le quedara un poquitín pequeña.
Hacía mucho que no se tomaba la molestia de pensar en el pasado. No merecía la pena. Pero durante las últimas semanas todo había cambiado.
Nació una lluviosa noche de domingo en noviembre de 1958. Ya al atender a la cría medio muerta, que se quedó sin madre cuando apenas tenía veinte minutos de vida, Noruega había dejado más claro que el agua que en este país nadie debía creerse que era alguien.
Su padre era extranjero. Abuelos no tenía. Una de las enfermeras quiso llevársela a casa con los suyos cuando finalmente se despabiló. La enfermera pensaba que la niña necesitaba más cariño y cuidados de los que podían ofrecer los tres turnos del hospital. Pero ese tipo de arreglos especiales no estaban bien vistos en el igualitario país del que la niña se había convertido en ciudadana. Acabó acostada en un rincón de la sección infantil, recibiendo poco más que comida y limpieza a horas fijas, hasta que finalmente, tres meses más tarde, su padre fue a recogerla para incorporarla a una vida en la que ya había colocado a una nueva madre.
—La amargura no va conmigo —dijo en voz alta la mujer al vago reflejo de su cara sobre el cristal—. ¡La amargura no va conmigo!
Ella nunca hubiera usado la expresión «enardecida furia». Pero ése fue el cliché que le vino a la mente en el momento en que le dio la espalda al paisaje y, para poder respirar mejor, se tumbó en un sofá excesivamente mullido. Le ardía la entrepierna. Lentamente se llevó las manos a la cara. Grandes manos torpes, de superficies sudorosas y uñas cortas. Las giró y descubrió que en el dorso tenía una cicatriz. El pulgar hacía un giro extraño. Intentó recordar una historia que sabía que tenía en algún sitio. Animosa y con rapidez se remangó las mangas del jersey, se retorcía y palpaba su propia piel. Ahora hacía mucho calor, casi no era capaz de respirar, de pronto se incorporó y se estudió el cuerpo, como si fuera el de una desconocida. Se peinó con los dedos sintiendo la grasa del cuero cabelludo contra las yemas de los dedos. Se rascó hasta que la sangre empezó a correr en finas líneas por su cráneo.
Se lamió los dedos con deseo. Bajo las uñas percibía un vago sabor a hierro: se las mordió, se arrancó pedazos de la piel y se los tragó. Todo parecía ahora mucho más claro. Era importante mirar hacia atrás, resultaba crucial poder recomponer su propia historia hasta formar una unidad.
Lo había intentado ya en otra ocasión.
Cuando, a fuerza de mucho pelear, por fin consiguió una copia del Epicrisis, el seco relato en términos técnicos de su propio nacimiento, tenía treinta y cinco años y todavía no tenía fuerzas para enfrentarse a ello. Había hojeado los amarillentos papeles con olor a archivo polvoriento y había obtenido la confirmación que temía, deseaba y esperaba al mismo tiempo. Su madre no la había parido. La mujer que había conocido como su mamá era una extraña. Una intrusa. Alguien por quien no tenía por qué sentir nada.
No le había ocasionado ni enfado ni añoranza. Al doblar cuidadosamente las hojas manuscritas, no sintió más que cansancio. O quizá más bien una irritación vaga y casi indiferente.
Ni siquiera había hablado del asunto con la vieja. Le daba pereza.
La madre falsa murió al poco tiempo. Ahora hacía diez años.
Vibeke Heinerback siempre la había irritado.
Vibeke Heinerback era racista.
Claro que no lo era abiertamente. Al fin y al cabo la mujer tenía mucho instinto político y un conocimiento casi perfecto sobre cómo funcionaban los medios de comunicación. Sus compañeros de partido, en cambio, no dejaban de esparcir a su alrededor las características estúpidas y sin un ápice de inteligencia de los inmigrantes. Para ellos los somalíes y los chinos tenían el mismo pellejo. Metían en el mismo saco a los cingaleses perfectamente integrados y a los gandules somalíes. Para el partido de Vibeke Heinerback, un diligente pakistaní dueño de un colmado suponía la misma carga para la sociedad que un buscador de fortunas marroquí que hubiera venido a Noruega pensando que podía servirse libremente tanto del género femenino como de los recursos del Estado.
Obviamente Vibeke Heinerback era responsable de todo esto.
La mujer que pasaba el invierno sola en la Riviera se incorporó bruscamente y plantó los pies en el suelo. Se tambaleó levemente, una oleada de mareo la obligó a buscar apoyo.
Encajaba tan bien, todo. Todo funcionaba.
Se rio para sí misma, sorprendida por la fuerza de los mareos.
Inspeccionar el hogar de una persona dice más que mil entrevistas, pensó cuando se le apaciguó el mareo.
La noche se aproximaba y pensaba servirse otra copa del buen vino del casco viejo. La luz del faro de Cap Ferrat la alcanzaba en rítmicas oleadas cuando se puso de nuevo a contemplar la bahía. Hacia el norte, a lo largo de los caminos que atravesaban los abruptos terrenos, había luces encendidas.
Era una maestra en su especialidad, y ya nadie más que ella misma la evaluaría.
La visita al piso de Vibeke Heinerback no había hecho de Yngvar un hombre menos prejuicioso, pero al menos lo había disuadido de hacerse ideas previas sobre cómo transcurriría el funeral. Aparcó a cierta distancia. Las cunetas estaban abarrotadas de coches que volvían intransitable el camino.
El anterior líder del partido había puesto, generosamente, su casa a disposición del evento. La colosal villa estaba situada en primera línea de playa y a pocos cientos de metros de distancia de las antiguas pistas del aeropuerto de Fornebu. Se había sacudido de encima la polución y el estruendo de los aviones cuando tuvo lugar la largamente deseada reubicación del aeropuerto principal. Con sus grandes terrazas y la decena de balcones acristalados, además de las dos columnas jónicas de la entrada, la inhabitable y combada casa de troncos de madera había resurgido, cual ave Fénix, en un jardín que todavía no era sino barro y piedras sueltas, con una ladera gris ceniza y sin nieve que descendía hasta el fiordo.
La afluencia de afligidas gentes vestidas de oscuro era formidable.
Yngvar Stubø saludó a una mujer junto a la puerta y, por si acaso, le dio el pésame entre dientes. No tenía ni idea de quién era. Una vez dentro del hall, estuvo a punto de tropezar con el paragüero. Había por lo menos quince personas esperando a quitarse el abrigo. De pronto notó cómo alguien le tiraba de la manga y, antes de que pudiera volverse, un joven de cuello fino y corbata mal anudada le había quitado el abrigo y lo había empujado amablemente hacia uno de los varios salones que evidentemente había a disposición de los visitantes.
Yngvar se vio de pronto de pie con una copa medio llena en la mano. Como conducía, empezó a buscar un sitio donde dejarla.
—No lleva alcohol —le susurró una voz.
Reconoció a la mujer inmediatamente.
—Gracias —dijo aturdido, y se abrió paso por un costado para no bloquear la entrada—. Así que también usted está aquí.
Al intentar tragarse la última frase se acaloró.
—Sí —dijo amablemente la mujer, todavía en baja voz en el zumbido de la congregación—. Estamos aquí, casi todos. Esto no es política. Esto es una tragedia que nos afecta a todos.
Llevaba un ceñido traje chaqueta negro que al contrastar con el pelo corto y rubio hacía que pareciera más pálida que en la televisión. Yngvar bajó la vista, sobre todo por turbación, y se fijó en que el aire de entierro no había sido obstáculo para que la líder del Partido Socialista de Izquierdas eligiera una falda tan corta como para que, en sentido estricto, hubiera que pensar que le sobraba una década para poder llevarla. Pero tenía las piernas torneadas y de pronto se dio cuenta de que debería alzar la vista.
—¿Y usted es amigo de Vibeke? —le preguntó la mujer.
—No.
Carraspeó y le tendió la mano. Ella la cogió.
—Yngvar Stubø —dijo—. Kripos. Central de la Policía Criminal. Encantado.
La mujer tenía la mirada azul y despierta, Yngvar percibió cierta curiosidad en el modo en que ladeó la cabeza mientras se pasaba la copa de una mano a otra. Luego se recompuso asintiendo levemente con la cabeza.