Ragnhild eructó y se quedó dormida.
Ella nunca hubiera elegido este lugar.
A los demás, a los que notoriamente estaban sin blanca, se les metió de pronto en la cabeza que se iban a permitir el lujo de pasar tres semanas en la Riviera. Lo que pretendían hacer en la Riviera en pleno diciembre fue, desde el comienzo, un misterio, pero de todos modos dijo que quería ir con ellos. Por lo menos supondría cierta variación.
El padre se había puesto imposible desde la muerte de la madre. Lloriqueaba y se quejaba y se pegaba a ella. Olía a hombre viejo, una mezcla de ropa sucia y falta de control sobre la vejiga. Sus dedos, que la raspaban en la espalda en muy poco deseadas muestras de cariño en las despedidas, se habían vuelto repulsivamente escuálidos. El deber la obligaba a pasarse por ahí una vez al mes más o menos. El piso de Sandaker nunca había sido un palacio, pero, después de que el padre se quedó solo, se había desmadrado completamente. Por fin había logrado —tras varias cartas, furiosas llamadas telefónicas y mucho esfuerzo— conseguirle asistencia doméstica. Pero no fue de gran ayuda. La parte de abajo del asiento del váter seguía manchada de mierda. La comida seguía pasándose de fecha de caducidad en la nevera con lo que era imposible abrir la puerta sin sentir arcadas. Resultaba increíble que el Ayuntamiento no tuviera nada mejor que ofrecerle a un viejo contribuyente leal que una chiquilla poco de fiar que apenas había aprendido a poner la lavadora y poco más.
Las navidades sin su padre la habían tentado, aunque estaba escéptica ante el viaje. Sobre todo dado que los niños también iban. Le irritaba que los críos de hoy en día parecieran alérgicos a todo tipo de alimentación sana. «No me gusta, no me gusta», lloriqueaban constantemente. Un mantra por cada comida. No era de extrañar que de pequeños estuvieran escuálidos, para luego inflarse y desinflarse en la informe pubertad, atacados por las perturbaciones alimenticias modernas. La menor, una niña de tres o cuatro años, todavía tenía cierto encanto. Pero los hermanos…
En compensación la casa era grande, y el cuarto que le habían adjudicado era imponente. Le habían enseñado algunos folletos con enorme entusiasmo. Tenía la sospecha de que querían que ella pagara una parte mayor del alquiler de lo que le correspondía. Sabían que ella tenía dinero, aunque obviamente no supieran cuánto.
Para decir la verdad, había elegido separarse de la mayoría de sus conocidos. Giraban en sus pequeñas vidas, con problemas exagerados que de ningún modo podían despertar el interés de nadie que no fuera ellos mismos. En las cuentas sociales que con el tiempo le había parecido necesario llevar a cabo, los números rojos chillaban contra ella. Daba tanto más de lo que recibía… De vez en cuando, si se lo pensaba bien, llegaba a la conclusión de que sólo había conocido a un puñado de buenas personas.
Ellos querían que se apuntara, y ella no iba a soportar aún otras navidades con su padre.
Así que allí estaba, en el aeropuerto de Gardermoen, con los billetes en la mano, cuando sonó el teléfono móvil. La pequeña, la niña en cuestión, había sido ingresada en el hospital de imprevisto.
Se puso furiosa. Obviamente, sus amigos no podían dejar sola a una niña tan pequeña, pero ¿habían tenido que esperar a tres cuartos de hora antes de despegar para avisarla? Al fin y al cabo, la niña se había puesto enferma cuatro horas antes. Cuando aún tenía elección.
Se marchó.
Y los demás iban a tener que pagar su parte del alquiler, cosa que les dejó más o menos claro ya durante la conversación telefónica. Lo cierto es que le había hecho cierta ilusión la idea de pasar tres semanas en compañía de gente a la que, al fin y al cabo, conocía desde la infancia.
Cuando habían pasado diecinueve días, el dueño de la casa le había ofrecido la posibilidad de quedarse hasta marzo. No había encontrado nuevos inquilinos para el invierno y no le gustaba que la casa estuviera vacía. Probablemente contribuyó a ello el hecho de que la mujer hubiera hecho limpieza general antes de que llegara. Seguro que también reparó en que sólo se estaba usando una de las camas, cuando recorrió cuarto tras cuarto simulando revisar la instalación eléctrica.
Su ordenador portátil estaba en ese lugar tan bien como en casa. Y vivía gratis.
La fama de la Riviera era exagerada.
Villefranche era un pueblo falso, para turistas. Hacía mucho que carecía de toda verdadera realidad, pensaba ella; incluso el castillo centenario junto al mar parecía estar hecho de cartón piedra. Si los taxistas franceses hablaban un inglés aceptable, es que algo tenía que estar muy mal en el pueblo.
Le irritaba sobremanera que la policía no avanzara ni un paso.
Por otro lado, era un caso difícil. La policía noruega nunca había sido nada del otro mundo; eunucos provincianos y desarmados.
Ella, en cambio, era una experta.
Las noches se habían vuelto largas.
Habían pasado diecisiete días desde el asesinato de Fiona Helle: el calendario marcaba el 6 de febrero.
Yngvar Stubø estaba en su despacho, ubicado en la zona con menos carácter del este de Oslo, intentando seguir contando los granos de un reloj de arena. El hermoso reloj de cristal era inusitadamente grande. La base estaba hecha a mano. Yngvar siempre había pensado que debía de ser de roble; madera noruega de pura cepa, envejecida por el paso de los siglos hasta alcanzar un tono gastado y oscuro. Justo antes de navidades, un técnico criminal francés que estaba de visita había estudiado la antigualla con cierto interés. Caoba, había constatado, para luego negar con la cabeza ante el relato de Yngvar sobre el instrumento que había acompañado, durante catorce generaciones, a la familia de marineros.
—Esto —dijo el francés en impecable inglés—. Este pequeño objeto está fabricado en algún momento entre 1880 y 1900. Probablemente nunca haya estado a bordo de un barco. Se produjeron muchos como éstos, para adorno de los hogares más pudientes. —Luego se encogió de hombros—.
But by all means
—añadió—.
Pretty little thing
.
Yngvar decidió asignar más confianza a la saga familiar que a un viajero francés cualquiera. El reloj de arena había estado sobre la repisa de la chimenea de sus abuelos, intocable para todo el que tuviera menos de veintiún años; una valorada joya que el padre, de cuando en cuando, se tomaba la molestia de colocar boca abajo para que el chiquillo viera caer los granos de arena, que brillaban en gris plateado contra el fino cristal soplado a mano, a través del orificio que, según la abuela, era más estrecho que un cabello.
Las carpetas, apiladas a lo largo de las paredes y a ambos lados del reloj de arena situado en medio del escritorio, relataban otra historia, mucho más tangible. El relato del asesinato de Fiona Helle contaba con un comienzo grotesco, pero con nada parecido a un final. Los cientos de interrogatorios a testigos, los incontables análisis técnicos, los informes personales, las fotografías y todas las consideraciones tácticas conducían a todas partes y, al mismo tiempo, a ningún sitio.
Yngvar no recordaba haber estado nunca sobre un suelo tan yermo.
Se acercaba a los cincuenta. La policía había sido su lugar de trabajo desde los veintidós. Había recorrido las calles como policía de orden público, había detenido a ladronzuelos y conductores borrachos como agente uniformado, había husmeado en la patrulla canina, por mera curiosidad, y había estado a disgusto tras su escritorio de la policía económica, hasta que por pura casualidad acabó en Kripos. Daba la impresión de que habían pasado ya un par de vidas. Evidentemente no recordaba todos sus casos, hacía mucho que había dejado de intentar llevar un archivo mental. Los asesinatos llegaron a ser demasiados, las violaciones excesivamente brutales. Con el tiempo las cifras perdieron el sentido. Sin embargo, había una cosa segura e irrecusable: algunas veces, todo se torcía. Así eran las cosas, Yngvar Stubø no perdía el tiempo rumiando las derrotas.
Sin embargo, esto era diferente.
Por una vez no había visto a la víctima. Por una vez no había estado ahí desde el principio. Entró cojeando en el caso, desorientado y por la puerta trasera. En cierto modo eso lo ponía especialmente alerta. Lo notaba sobre todo durante las reuniones, los coloquios de creciente frustración colectiva en los que, por lo general, mantenía la boca cerrada: pensaba de modo diferente a ellos.
Los demás se dejaban enterrar por pistas que en realidad no existían. Con precisión y pulcritud intentaban montar un puzzle que nunca estaría completo, sencillamente porque las piezas mostraban cielo azul allí donde la policía buscaba las sombras oscuras de una foto nocturna. Aunque en total se habían encontrado treinta y cuatro huellas dactilares en la vivienda de Fiona Helle, nada indicaba que una sola de ellas perteneciera al asesino. Una inexplicable colilla de cigarrillo junto a la puerta principal tampoco señalaba ninguna dirección determinada; los últimos análisis mostraban que debía de llevar allí varias semanas. Las huellas en la nieve podían tacharlas con una gruesa línea roja, por lo menos hasta que no pudieran combinarlas con alguna otra información sobre el asesino. La sangre del lugar de los hechos tampoco proporcionaba nada sobre lo que se pudiera seguir construyendo. Provenía exclusivamente de Fiona Helle. Los restos de saliva sobre la superficie de la mesa, el cabello sobre la alfombra y la grasienta huella de color rosa pálido sobre la copa de vino no contaban más que la historia, completamente común, de una mujer que había pasado tranquilamente la tarde en el despacho de su casa revisando el correo de la semana.
—Un asesino fantasma —dijo Sigmund Berli sonriendo desde el umbral de la puerta—. Te juro que estoy empezando a creerme la monserga de la gente de Romerike. Eso de que fue un suicidio.
—Impresionante —sonrió Yngvar de vuelta—. Primero se estranguló ella misma hasta casi perder la vida, y luego se rebanó la lengua antes de sentarse aplicadamente a esperar la muerte por pérdida de sangre. Para después reanimarse por un instante y dejar la lengua preparada en un bello paquetito de papel rojo. Original, cuanto menos. Por cierto, ¿cómo va? La colaboración, quiero decir.
—Son buena gente…, los chicos de Romerike. Un gran distrito, ya sabes. Obviamente tienen que pavonearse un poco, de vez en cuando. Pero da la impresión de que ante todo se alegran de que estemos implicados en el caso.
—Ajá…
Sigmund Berli se sentó y acercó la silla al escritorio.
—Han seleccionado a Snorre para participar en una gran competición de hockey sobre hielo este fin de semana —dijo, asintiendo elocuentemente con la cabeza—. No tiene más que ocho años, ¡y ya ha entrado en el primer equipo! ¡Con los chicos de diez!
—Creía que no hacían jerarquías en los equipos con chicos tan pequeños.
—Eso no es más que una tontería que se le ha ocurrido a la Asociación Nacional de Deporte. No se puede pensar así, sabes. El chiquillo vive para el hockey sobre hielo, todo el día… ¡El otro día durmió con los patines puestos! Si no se hacen cargo ya de la seriedad de la competición, se quedan atrás.
—Bueno, bueno. El hijo es tuyo. Aunque yo no hubiera…
—¿Adónde nos dirigimos? —le interrumpió Sigmund pasando la mirada por las carpetas y las pilas de documentos—. ¿Adónde carajo nos dirigimos con este caso?
Yngvar no respondió. En su lugar le dio la vuelta al reloj de arena e intentó contar los segundos. A la arena le llevaba un minuto y cuatro segundos atravesar el cuello del cristal, eso ya lo sabía de chico. Un error de fabricación, suponía, y contó en voz alta:
—Cincuenta y dos. Cincuenta y tres. Y ya se ha vaciado. Siempre falla. —Le dio una vez más la vuelta al reloj—. Uno. Dos. Tres.
—¡Yngvar! Corta el rollo. ¿La vigilia nocturna te ha sorbido los sesos o qué?
—No. Ragnhild es preciosa. Nueve. Diez.
—¿Adónde nos dirigimos, Yngvar? —Ahora la voz de Sigmund se había vuelto insistente, y se inclinó hacia su colega antes de proseguir—: Joder, no tenemos ni una puta pista. Ninguna pista técnica, pero tampoco ninguna táctica, por lo que entiendo. Ayer y hoy he repasado todos los interrogatorios que tenemos. Fiona Helle era una mujer apreciada…, por la mayoría. Una señora graciosa, dice la gente. Pintoresca. Muchos destacan que resultaba especialmente emocionante por lo versátil que era. Cultivada e interesada en las formas de expresión cultural más refinadas. Pero a la vez leía tebeos y amaba
El señor de los anillos
.
—La gente que tiene tanto éxito como Fiona Helle siempre tiene…
Yngvar buscaba las palabras.
—Enemigos —propuso Sigmund.
—No. No necesariamente. Sino gente con la que está peleada. Siempre hay alguno que se siente ninguneado por este tipo de personas. Ignorado. Para colmo, Fiona Helle brillaba con mucha fuerza. Pero, a pesar de todo, me cuesta imaginar que algún empleado de la televisión, ofendido y con ambiciones de liderar los programas de entretenimiento de los sábados, pudiera llegar tan lejos como… —Señaló el corcho de la pared con la cabeza, donde la fotografía de una Fiona Helle despatarrada y con el pecho al descubierto chillaba hacia ellos en tamaño póster—. Me convence más que la respuesta esté aquí —dijo Yngvar, que sacó un fajo de copias de cartas metidas primorosamente en un sobre rojo—. He seleccionado veinte cartas. Al tuntún, en realidad. Para hacerme una idea del tipo de gente que escribía a Fiona Helle.
Sigmund frunció el ceño en señal de interrogación y cogió la primera carta.
—«Querida Fiona —leyó en voz alta—. Soy una chica de veintidós años de Hemnesberget. Hace tres años averigüé que mi padre era un marinero de Venezuela. Mi madre
dise
que era un mierda que la
avandonó
y nunca volvió a dar
seniales
de vida…» —Sigmund se rascó la oreja—. Joder, no sabe escribir —masculló antes de seguir leyendo—: «… después de saber que iba a
naser
yo. Pero hay una señora aquí en la tienda del pueblo que dice que Juan María era un buen tipo y que fue mamá la que
quizo
que…».
Sigmund se quedó observando la punta de su dedo. Un bulto amarillo sucio parecía fascinarle, se quedó callado varios segundos antes de limpiarse en la tela de las perneras.
—¿Son todas tan desamparadas como ésta? —preguntó.
—Yo no diría que ésa es desamparada —dijo Yngvar—. Al fin y al cabo, ha tomado una iniciativa de importancia. Su falta de conocimientos de ortografía y gramática no le ha impedido llevar a cabo por su cuenta una investigación bastante completa. De hecho sabe dónde vive el padre. La carta es un ruego para que
Fiona
en faena
se encargue del caso. La chiquilla tiene pánico de que la rechacen, y piensa que las posibilidades de que el padre quiera saber de ella son mayores si todo sale en la tele.