—¿Qué quieres decir, Inger Johanne?
—Hace tiempo que tengo la impresión de que en este caso hay algo conocido. En los asesinatos de Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. Sólo que no conseguía apresarlo. La idea, quiero decir. El recuerdo. Pero tenía que haber algo que…
Acercó la cara al café. El vapor se le adhirió al rostro.
—¿Algo como qué?
—Tenía que ser algo que supiera de cuando estuve en Washington. O Quantico. Resultaba tan remoto. Tan… olvidado y guardado. Y tenía razón. No me hizo falta buscar mucho rato. Al ver la foto de…, sólo con la foto de…, olvídalo.
Se colocó el pelo detrás de la oreja, y no quería soltar el calor de la taza de café. Ahora se aferraba de nuevo a ella con ambas manos y le dio la espalda a Yngvar.
—Amor mío —dijo él, levantándose.
—Siéntate.
—Está bien —dijo él dócilmente.
—No me hizo falta más que mirar la foto de la Academy —dijo tan bajo que a él le costó captar las palabras—. Entonces me acordé. Recordé las clases. Recordé los largos días, las cansadas, exigentes, divertidas… —Se acercó a su reflejo en el cristal de la ventana, como si fuera más seguro hablar consigo misma—. Ahora recuerdo incluso el ciclo de conferencias en que estaba incluido.
Behavioral science
. Warren nos divirtió con una conferencia que había titulado
Proportional retribution
.
Por un momento a Yngvar le dio la impresión de ver el reflejo de una sonrisa.
—¿Sonríes?
—Nos divertía —repitió ella—. La verdad es que eso es lo que hacía. Nos reíamos. Todos nos reíamos cuando Warren quería que nos riéramos. Era un día de junio. Se acercaban las vacaciones. Hacía calor. Un bochorno horrible y calor. El aire acondicionado del auditorio estaba estropeado. Nosotros sudábamos. Pero Warren no. Siempre parecía fresco, siempre…,
cool
. En todos los sentidos de la palabra.
Se volvió lentamente. Bajó la taza. Estaba vacía y colgada de su dedo índice por el asa.
—Empleo tantas fuerzas en olvidar —dijo sin mirarlo—. Quizá no sea tan extraño que tenga grandes problemas para recordarlo. A pesar de que…
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Echó la cabeza hacia atrás para evitar que se derramaran. Yngvar volvió a hacer gesto de que se quería levantar.
—Inger…
—No —dijo ella, tajante. De pronto sonrió entre las lágrimas y se pasó el dorso de la mano por el ojo izquierdo—. La conferencia trataba sobre vengadores con gusto por la tesis del «ojo por ojo, diente por diente» —dijo—. Sobre criminales con una inclinación exagerada hacia los castigos reflejos. Y hacia el simbolismo, no menos. A Warren le encantaban esas cosas. Amaba todo lo que era violento. Claro. Exagerado.
—Siéntate, Inger Johanne.
Yngvar dio unas palmadas sobre el cojín del sofá a su lado.
—No. Quiero estar de pie. Tengo que contarlo ahora. Mientras tenga fuerzas. O mejor dicho… —De nuevo esa fugaz sonrisa pequeña—. Mientras tenga fuerzas para hacerlo —añadió.
—La verdad es que no sé exactamente de qué estás hablando, Inger Johanne.
—Nos habló de cinco casos —continuó ella, como si no lo hubiera oído—. Uno de ellos era…, se trataba de uno de esos excéntricos que sólo te encuentras en Estados Unidos. Un tipo intelectual y un poco retorcido, con mucha maña para las plantas. Tenía un jardín magnífico, que protegía con uñas y dientes.
»No recuerdo de qué vivía, pero debía de tener dinero, porque el jardín era la joya de todo el barrio. Un vecino lo llevó a juicio por un problema con las lindes de los terrenos. Pensaba que la valla estaba unos metros metida en su propiedad. Los tribunales dieron la razón al vecino, tras una larga ronda por el ente judicial. No lo recuerdo muy bien. La cosa es que…
Se quedó rígida, con la punta de la lengua a la vista y la cabeza ladeada.
—Sigue, por favor.
—¿Has oído algo?
—No. ¿No podrías…?
Inger Johanne tragó saliva y respiró profundamente antes de continuar:
—La cosa es que encontraron al vecino muerto justo antes de que se dictara la última sentencia. Le habían cortado la lengua y la habían metido en un sobre hecho con la portada de
House & Garden
. Una revista sobre…
—Sobre casa y jardín —dijo Yngvar con desánimo—. ¿No podrías hacer el favor de sentarte? Tienes frío. Ven aquí.
—¿No me estás escuchando?
—Sí, pero…
—¡Le habían cortado la lengua! ¡Y la habían envuelto bellamente! La más obvia y vulgarmente simbólica…
—Estoy seguro… —dijo él con la voz moderada— de que hay ejemplos en todo el mundo de cadáveres que están mutilados de este modo, Inger Johanne. Y que no tienen nada que ver con el asesinato de Fiona Helle. Tú misma lo estás diciendo: pasó hace mucho tiempo, y no lo recuerdas muy…
—La putada es que lo recuerdo —dijo con enfado—. ¡Ahora lo recuerdo! ¡No podrías intentar comprender, Yngvar! ¿Comprender lo… difícil que resulta obligarse a recordar algo que se ha intentado desesperadamente olvidar? ¿Lo…? ¿Lo terriblemente doloroso que es…?
—Me es difícil comprender algo de lo que nunca se me ha contado nada —dijo Yngvar, y se arrepintió inmediatamente—. Quiero decir…, ya veo que esto es doloroso para ti. No es difícil de…
—Ni se te ocurra —le gritó ella—. Nunca, nunca voy a hablar de lo que pasó. Sólo estoy intentando darte una explicación de por qué esta historia se me había escondido. Ha estado tan cerca, tan…
Él se levantó. La agarró por las muñecas y notó lo delgada que se había puesto. El reloj de pulsera, que se le había quedado estrecho durante los últimos meses de embarazo, amenazaba ahora con deslizarse por la mano. Ella, sin voluntad, dejó que la agarrara. Él le acarició la espalda. Las vértebras se notaban a través del jersey.
—Tienes que comer —dijo con la cara en su pelo, que estaba muerto y revuelto—. Tienes que comer y dormir, Inger Johanne.
—Y tú tienes que escucharme —lloró ella—. ¿No podrías escuchar mi historia? Sin preguntar lo que…, sin mezclarlo todo… —Inger Johanne se estiró y puso la manos contra el pecho de él—. ¿No podrías dejar de preguntar sobre lo que tiene que ver conmigo? ¿Podrías olvidar eso y escucharme?
—Me es difícil. En algún momento vas a tener que…
—Nunca. ¿Vale? Nunca. Me prometiste que…
—Nos íbamos a casar al día siguiente, Inger Johanne. Tenía miedo de que cancelaras toda la boda si no me doblegaba a tus deseos. Ahora todo es distinto.
—Nada es distinto.
—Sí. Estamos casados. Tenemos hijos. Estás poniéndote… Sufres, Inger Johanne. Sufres por algo en lo que no me permites entrar. Y eso simplemente no lo acepto.
—Vas a tener que hacerlo.
Él la soltó. Se quedaron así de pie, juntos, pero sin rozarse. Él le sacaba casi una cabeza. Inger Johanne alzó la cara. En sus ojos había una oscuridad que Yngvar no reconocía, y se le aceleró el pulso cuando por un momento creyó ver algo que parecía… odio.
—Inger Johanne —susurró.
—Te amo —dijo ella en voz baja—. Pero tienes que olvidar ese asunto. Quizás algún día sea capaz de contarte lo que pasó entre Warren y yo. Pero no ahora. No en mucho tiempo, Yngvar. Me he pasado las últimas semanas intentando sacarlo del olvido. Ha sido un viaje duro. Ya no aguanto más. Quiero volver. A la vida aquí. Contigo y las niñas. Nosotros.
—Por supuesto —dijo él con la voz ronca, el corazón seguía latiendo con fuerza.
—Me he traído una historia, y es la que quisiera contar. Al resto le voy a poner la tapa, por ahora… Quizá por mucho tiempo, quizá para siempre. Pero tienes que…, tienes que escuchar lo que tengo que decir.
Él tragó saliva y asintió con la cabeza.
—¿Nos sentamos? —dijo, la voz seguía siendo áspera.
—No te pongas así —dijo Inger Johanne acariciándole el pelo—. ¿No podrías…?
—Me has asustado —dijo él, sin quererle soltar los ojos.
Ahora estaban amables. Los auténticos, amables y cotidianos ojos de Inger Johanne.
—No era mi intención.
—Nos sentamos, ¿te parece? —insistió él.
—No podrías dejar de…
—¿Dejar de qué?
—Siento haberte asustado. Pero no tienes que tratarme como a un invitado cualquiera por eso —concretó Inger Johanne.
Por un momento su mirada había sido beligerante. No había odio, como Yngvar había sentido al principio, sino agresividad y beligerancia.
—Tonterías —dijo él sonriendo—. Lo dejamos estar. Vamos a dejarte a ti y a…, a ti y a Warren a un lado. Cuéntame.
Fue a buscar otra taza, sirvió café para los dos y se sentó en el sofá palmeando el cojín junto a él para animarla.
—Venga —dijo fingiendo una despejada cordialidad.
—¿Completamente seguro? —dijo ella interrogativamente, y cogió la taza recién servida sin sentarse.
—Seguro.
La sonrisa seguía sin llegar a los ojos.
—Está bien —dijo ella lentamente—. El segundo caso era un asesinato de provincias en California. O…, sí, California. Un político local murió ahogado en citas de la Biblia, literalmente. Clavado a la pared con la boca llena de papel mojado. Arrancadas de la propia Biblia del pobre desgraciado.
La mirada de Inger Johanne vagó por la habitación, como si necesitara aferrarse a lo seguro y lo cotidiano antes de avanzar en el relato. La oscuridad se cerraba en torno a la casa como una capa de aislamiento; había un silencio tal que a Yngvar le daba la impresión de poder oír sus propios pensamientos. Daban tumbos por su cabeza, aturdidos y desestructurados. ¿Qué era esto? ¿Qué historia absurda le estaba contando? ¿Qué relación podía haber entre tres asesinatos cometidos en Noruega en el 2004 y una conferencia, escondida y olvidada, sostenida en Estados Unidos hacía trece años?
En aquella ocasión, la Biblia. Ahora el Corán.
—¿Por qué lo mataron? —Eso fue lo único que se le ocurrió preguntar.
—Un pastor que tenía sus propios feligreses, algo retorcidos, opinaba que el concejal merecía morir porque potenciaba un racismo poco cristiano. Consiguió que uno de los feligreses llevara a cabo el asesinato. Un tontorrón. Se pasó todo el juicio sonriendo como un bendito, contaba…, eso nos dijeron.
Racismo, pensó Yngvar.
Vibeke Heinerback no era racista. Vibeke Heinerback era una política financiera. Durante la investigación apenas habían rozado ese tema. Habían estado buscando motivos en la política, en los impopulares recortes de presupuesto y en las brutales luchas de poder. El racismo se descartó rápidamente como posible motivo, a pesar del Corán. La joven líder del partido solía evitar el tema, y tenía la pericia suficiente como para responder con generalidades poco peligrosas cuando los periodistas que no se dejaban comer por la charlatanería sobre los gastos que producía la inmigración y la problemática de los recursos la ponían entre la espada y la pared.
—Pero Vibeke Heinerback tenía algún que otro compañero de partido —dijo Yngvar, vacilante— al que difícilmente se le puede acusar de tratar muy bien a los inmigrantes. —No había tocado el café. Ahora se inclinó sobre la mesa. Le temblaba la mano—. Han sido dos casos —dijo sin tocar la taza—. Has dicho que os hablaron de cinco.
—Mataron a un periodista a golpes —dijo Inger Johanne—. Había destapado un caso sobre corrupción económica en una compañía de la costa Este, no recuerdo bien de qué se trataba. Pero la historia le costó la vida.
—Pero ¿no lo mataron con un… bolígrafo?
—No. —Ella sonrió pálidamente—. Una máquina de escribir. Una Remington, una enorme y anticuada…
Yngvar ya no la estaba escuchando.
Una máquina de escribir en la cabeza, pensó. Un bolígrafo en el ojo. Dos periodistas, entonces y ahora, asesinados con su herramienta de trabajo. Dos políticos, en aquella ocasión y en ésta, crucificados y humillados con textos religiosos. Dos lenguas. Dos supuestos mentirosos.
—Me cago en la madre que los parió —susurró.
Inger Johanne recogió una muñeca de trapo rojo del estante junto al televisor. Le faltaba un brazo. Tenía la cara de un gris sucio y el pelo rojo estaba tan descolorido como el vestido, casi rosa tras incontables visitas a la lavadora.
—Así que esto es lo que contaron una calurosa noche de principios de verano hace muchos años —dijo ella calladamente mientras acariciaba las piernas, absurdamente largas, de la muñeca—. En sí mismos no son suficientemente interesantes. Las crónicas criminales estadounidenses están llenas de historias mucho más espectaculares que éstas. —De pronto lanzó la muñeca a la caja de los juguetes—. Lo interesante para nosotros es que alguien en este país lo está poniendo de nuevo en escena. No tenemos que enterrarnos en el pasado, sino concentrarnos en… Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. En el día de hoy. En nuestros propios crímenes. ¿No es verdad?
Él deseaba asentir. Lo que más deseaba era sonreír y estar de acuerdo. La historia ya era lo suficientemente útil tal y como la había presentado; a grandes rasgos y sin precisión. Con eso tendría que bastar.
Los dos sabían que era imposible.
Ella le había dado una historia importante, y al mismo tiempo había metido una cuña entre ellos. Durante los días siguientes iba a tener que remover cielo y tierra para desenterrar hasta el último detalle de los casos. Tendría que poner en movimiento los organismos internacionales. Necesitaban los informes, las actas de los juicios, los interrogatorios policiales. Necesitaban nombres y fechas.
Necesitaban la ayuda de Warren.
—Creo —dijo, y vaciló un momento antes de proseguir—. Creo que por hoy lo vamos a dejar. Mañana será un largo día.
—Lo sé —dijo ella, y se sentó en cuclillas.
Jack
se había despertado y se restregaba contra ella—. Ahora ninguno de los dos da mucho de sí. Acuéstate, anda.
—Ven conmigo.
—No merece la pena, Yngvar. Acuéstate.
—No sin ti.
—Yo no quiero. No puedo —gimoteó ella.
—¿Tienes hambre? —inquirió él.
—Sé que vas a hablar con Warren. Comprendo que tienes que hacerlo —admitió Inger Johanne.
—¿Quieres que haga una tortilla? —respondió Yngvar.
—Te pareces a mamá. Crees que la comida resuelve todos los problemas. —Luego hundió la cara en el fuerte y cálido olor a perro sucio y murmuró—: No me trates como si fuese tonta, Yngvar.
Se volvió a ver en un apuro para decir algo.
—¿Tú crees…?
—Obviamente entiendo lo que tienes que hacer con la información que te he dado —continuó ella—. No es que quiera que me des las gracias por haberme hundido en un pasado que quisiera olvidar, pero lo menos que puedo exigir es algo de respeto. Hacer como si todo estuviera bien, como si me hubiera limitado a entretenerte con una historia de buenas noches, me parece… un poco puñetero.