Levantó al perro y escondió la cara en su pelambre.
«Deberíamos ser felices —pensó él—. Deberíamos estar encantados con Ragnhild. Con los progresos de Kristiane. El uno con el otro. Estamos bien, nosotros dos. Los cuatro. Aquella mañana, hace un mes, cuando Kristiane creía que habíamos tenido un heredero a la corona. ¿No estaba yo satisfecho? ¿Feliz? La cría estaba sana. Tú estabas un poco preocupada y muy contenta. Quiero echar el calendario hacia atrás y olvidar esto extraño y secreto que genera distancia entre nosotros. Tu mirada era beligerante y ahora estás desapareciendo de mí.»
—Mantenme fuera del asunto —dijo Inger Johanne—. Haz lo que tengas que hacer, pero déjame fuera. ¿Vale?
Él asintió con la cabeza.
Jack
agitaba las piernas y quería bajar.
—No le gusta que lo lleven en brazos —dijo Yngvar.
—¿Mats Bohus está descartado?
—¿Cómo?
—¿Es cien por cien seguro que Mats Bohus no puede ser responsable de todos los asesinatos?
—Sí.
Jack
hizo un movimiento y cayó al suelo con un golpe seco. Gimió levemente y salió pitando hacia un rincón con el rabo entre las patas.
—¿Qué puede ser entonces? —dijo Inger Johanne sentándose en el otro sofá.
—Quieres decir quién —dijo él sin tono en la voz.
—No sé…, tanto quién como qué.
—No puedo con esto —dijo él.
—¿Con qué?
—Con tu frialdad, Inger Johanne.
—No soy fría.
—Sí, estás siéndolo.
—No tienes remedio. Quieres que esté siempre contenta, cálida y cercana. Eso es imposible
. Grow up
. Somos dos personas adultas, con los problemas de la gente adulta. No tiene por qué ser peligroso.
Ella había dicho «no tiene por qué ser peligroso». Yngvar quería oír «no es peligroso». Se cogió las manos y empezó a estudiar sus nudillos, que se estaban poniendo blancos. Dentro de catorce meses cumpliría cincuenta años. La edad se le notaba cada vez más; la piel estaba seca y floja sobre el torso de la mano, incluso cuando tensaba los dedos.
—¿Puede haber alguien dirigiendo esto? —dijo ella, vacilante.
—Déjalo ya —intervino él, y abrió la mano derecha.
Inger Johanne miró a
Jack
, que no dejaba de dar vueltas en torno a su cojín y no conseguía echarse a descansar.
—¿Puede haber alguien que esté fuera manipulando a otros para que asesinen? —indicó ella, sobre todo para sí misma, como si pensara en voz alta—. Alguien que conoce estas viejas historias y que por alguna razón u otra quiere recrear… Me voy a volver loca —murmuró al final.
Por fin el perro se tumbó.
—Nos acostamos —dijo él.
—Sí —dijo ella.
—Dijiste cinco —dijo él.
—¿Cinco qué?
—Cinco asesinatos. La conferencia trataba de cinco asesinatos. Todos ejemplos de lo que Warren llamaba… ¿
proportional revenge
?
—
Retribution
.
—¿Cómo eran los dos últimos casos? —preguntó él sin levantar la vista de la mano.
Inger Johanne se quitó las gafas. El cuarto perdió nitidez, y ella limpió lentamente los cristales con los ojos medio cerrados.
—¿Quiénes fueron asesinados? —preguntó él—. ¿Y cómo?
—Un deportista.
—¿Qué le pasó?
—Le clavaron una jabalina en el corazón.
—Una jabalina… ¿Una de esas que se lanzan?
—Sí.
—¿Por qué?
—El asesino fue un contrincante. Consideraba que lo habían desatendido en el reparto de una serie de becas para deporte en una de las facultades de la Ivy League. Algo así. No lo recuerdo muy bien. Estoy cansada.
—Así que ahora nos tenemos que quedar aquí sentados —dijo él—. Completamente impotentes…, esperando a que una estrella del deporte sea despachada brutalmente.
Ella seguía limpiando las gafas con la punta de la camisa, al tuntún y con indecisión.
—¿Y el último? —preguntó él, con voz casi inaudible.
Inger Johanne sostenía las gafas contra la lámpara de pie y cerró un ojo. Miró hacia la luz a través de las dos lentes, varias veces. Después se las volvió a poner lentamente. Y se encogió de hombros.
—¿Sabes?, la verdad es que creo que ahora voy a intentar dormirme. Se ha hecho…
—Inger Johanne —la interrumpió él, y se bebió el resto del café de un sorbo.
La taza resonó en la mesa.
Una potente luz se reflejó en el techo, el haz de luz pasó lentamente desde la cocina hasta la puerta que daba al balcón de la pared del sur. El ruido del motor de un camión hizo vibrar los cristales de la ventana.
—El camión de la basura —profirió Yngvar, alterado—. ¿Ahora?
Si no hubiera estado tan cansado, quizá se hubiera dado cuenta de que Inger Johanne contenía la respiración. Si la hubiera mirado en vez de acercarse a la ventana para comprobar quién se permitía dejar que un camión vagara vacío en medio de la noche por una zona residencial, probablemente se hubiera dado cuenta de que ella tenía la boca medio abierta y los labios pálidos. Habría visto que estaba ahí sentada en tensión, mirando hacia la entrada; hacia el dormitorio de las niñas.
Pero Yngvar estaba junto a la ventana, y le daba la espalda a Inger Johanne.
—Es un coche de estudiantes del último curso de bachillerato —dijo desazonado cuando por fin el jaleo desapareció por la calle Hauge—. En febrero. Cada año empiezan antes las celebraciones. —Titubeó por un momento, antes de sentarse de nuevo en el sofá frente a Inger Johanne—. El último —dijo—. ¿Qué le pasó al último?
—No lo consiguió. Warren incluyó el ejemplo porque…
—¿A quién intentó asesinar, Inger Johanne?
Ella cogió las dos tazas y se levantó. Él la agarró en el momento que pasaba.
—Da igual —dijo ella—. No lo consiguió.
El movimiento que hizo para desembarazarse de él fue innecesariamente brusco.
—Inger Johanne —dijo sin seguirla, oyó cómo metía las tazas en el lavavajillas—. Te estás poniendo muy difícil.
—Seguro.
—¿A quién intentó asesinar? —repitió Yngvar.
Le sorprendió oír el ruido del lavavajillas. Eran casi las dos. Inger Johanne andaba en los cajones y los armarios.
—¿Qué estás haciendo? —murmuró, y salió a buscarla.
—Recojo —dijo ella brevemente.
—Ahora —dijo el hombre señalando el reloj de la pared—. Veo que te estás acostumbrando a vivir en un chalé.
—Esto es una casa bifamiliar —dijo ella—. Creo que no pasa por el nombre de chalé.
El cajón de la cubertería cayó al suelo montando un estruendo. Inger Johanne cayó de rodillas e intentó reunir los tenedores y los cuchillos, las cucharas y el resto de las cosas.
—Era un padre de familia —sollozó ella— al que estaban investigando en relación con una estafa al seguro después del incendio de su casa. Le prendió…, le prendió fuego a la casa del policía. El hogar del investigador. Mientras la familia dormía.
La agarró del brazo, con amabilidad y decisión, la cogió en brazos; ella se resistía.
—Ven aquí. Nadie le va a prender fuego a nuestra casa —dijo Yngvar—. Nadie le va a prender nunca fuego a nuestra casa.
A lo largo de varios siglos, la gente había caminado por aquellas calles angostas, entre las casas bajas e inclinadas que se agolpaban las unas contra las otras. Las escaleras se metían sinuosas por estrechos callejones. Los pies habían golpeado contra los escalones de piedra, en el mismo sitio, año tras año, dejando un sendero pulido, y ella, en varias ocasiones, se había sentado en cuclillas para acariciarlo. Los brillantes surcos estaban fríos contra sus dedos. Se los llevaba a la boca y sentía una punzada salada en la punta de la lengua.
Se recostó contra el muro que daba al sur. La bruma azul grisácea fundía el mar con el cielo. Ahí fuera no había horizonte, sólo una infinitud sin perspectiva que llegaba a marearla. Ni siquiera aquí, sobre el pico de la loma, corría el viento. Una humedad fría rodeaba el pueblo medieval de Eze. Estaba sola.
En verano el sitio debía de ser insoportable. Incluso con las contraventanas echadas y las puertas de los comercios cerradas por el invierno, las huellas del turismo resultaban evidentes. Los puestos de suvenires estaban apiñados; en las diminutas plazas que se abrían en un par de lugares del centro del pueblo, podía ver las cicatrices de la rozadura de las sillas y de las incontables colillas apagadas contra los adoquines. Caminando sola a lo largo de muro contra el mar, se imaginaba el jaleo de las hordas de la temporada de verano: japoneses ruidosos y alemanes estridentes y sonrosados.
Se había convertido en una vagabunda, ahora en serio. Con el tiempo había encontrado los senderos y había aprendido a evitar los caminos principales, sin aceras y mortalmente peligrosas, con su eterno tráfico abrumador.
Su nuevo
duffel
abrigaba, pero transpiraba bien. Lo había comprado en Niza, junto con tres pantalones, cuatro jerséis, un puñado de camisas y un traje chaqueta que en realidad no sabía si se atrevería a usar. Al llegar a Francia, justo antes de Navidad, traía dos pares de zapatos. Ahora estaban en el callejón, en uno de los cubos de la basura. Ayer los había metido con resolución en una bolsa de plástico y los había tirado, a pesar de que uno de los pares apenas tenía medio año. Eran marrones y sólidos. Zapatos sensatos, que eran lo que mejor le iba a una señora de mediana edad.
El abrigo
duffel
era beis, y el calzado Camper, muy cómodo. La señora de la tienda ni siquiera la había mirado cuando dijo que se los quería probar. Junto a ella, sobre un puf amarillo eléctrico, estaba sentado un muchacho de dieciocho años que se probaba los mismos zapatos. Al cruzarse con su mirada, el chico sonrió amablemente. Asintió con la cabeza en señal de aprobación. Ella se compró dos pares. Le calzaban muy bien al pie.
Seguía deambulando.
Al caminar le resultaba más fácil pensar. Durante sus largos paseos por el mar, las montañas y las escarpadas lomas entre Niza y Cap d'Ail, era cuando mejor sentía que la vida había vuelto a ser enérgica. De vez en cuando, sobre todo cuando volvía a casa por la noche, notaba el cansancio de los músculos como un bendito recordatorio de su propia fuerza. A veces se desvestía y caminaba desnuda por la casa, el reflejo de las ventanas le confirmaba las transformaciones que estaba atravesando. Bebía vino, pero nunca mucho. La comida le sabía bien, tanto cuando la hacía ella como cuando se pasaba por alguno de los restaurantes donde la reconocían; ahora siempre la reconocían. Los corteses camareros que le apartaban la silla y que recordaban que le gustaba tomar una copa de champán antes de comer.
Los últimos días había sentido agradecimiento.
Había conducido de una sola tacada desde Copenhague, donde había dejado el coche en un aparcamiento anónimo mientras ella cogía el ferri a Oslo y volvía. La lista de pasajeros del barco a Copenhague era un chiste. Había viajado como Eva Hansen y se había quedado en el camarote. En ambos trayectos. Tras pasar una noche en un hotel, acumuló las fuerzas suficientes como para sentarse treinta y cinco horas al volante, sin llegar siquiera a agotarse del todo. En sus breves pausas, en las pequeñas salidas de la carretera para echar diesel, para comer en un restaurante de un
dorf
alemán o en un pueblo junto al río Ródano, sentía ciertamente cansancio en los músculos y en las articulaciones. Pero nunca necesidad de dormir.
Entregó el coche al camarero marroquí del café de la Paix. Le había pagado bien por tomarse la molestia de alquilar el coche a su nombre. Quizá no se había creído del todo su explicación: estaba muy constipada cuando necesitó el coche y quería evitarse el viaje a Niza. Pero puesto que el joven planeaba volver a Marruecos, al restaurante nuevo que había abierto su padre, cogió el dinero con una sonrisa y sin pregunta alguna.
Después se fue a casa, a pie. Allí se durmió en cuanto cogió las sábanas y desapareció, sin sueños, durante once horas.
En todos estos años, de meticulosa planificación, de nítidas informaciones y de concienzuda
research
, no le había encontrado otro placer al trabajo que precisamente esto: comprobar que era su trabajo. Era lo que tenía que hacer para llevar a cabo la tarea por la que le pagaban. Era eficiente y nunca la cogían. Nadie podía decir que hubiera errado, hecho chapuzas, sido ligera o que hubiera saltado la valla por la parte más baja.
A pesar de todo estaba agradecida por los años sin vida.
Le habían proporcionado conocimientos y pericia.
A pesar de que tenía los ficheros en Noruega, recordaba lo suficiente. El gran armario de acero albergaba información sobre todas las personas a las que había investigado. Conocidos y desconocidos. Famosos y celebridades junto al cartero de Otta, que siempre le llenaba el buzón de publicidad a pesar de que había enviado un correo pidiendo que no lo hiciera. Había registrado las debilidades y las rutinas de la gente, había observado sus deseos y necesidades, había puesto sus cartas de amor, secretos y patrones de movimientos en ficheros y lo había almacenado todo en un gran armario de metal gris.
Nunca hacía chapuzas. El secreto de su profesión era siempre saber. La memoria nunca le fallaba.
Los años muertos no habían sido en balde. Ahora los agradecía. Era capaz de montar un rifle AG-3 a ciegas y de hacerle un puente a un coche en treinta segundos. Le llevaba menos de una semana conseguir un pasaporte falso y tenía un control del mercado escandinavo de heroína que la policía hubiera aprobado como muy eficiente. Conocía a las personas que nadie más que ella quería conocer, las conocía bien; pero ninguna de esas personas la conocía a ella.
Había empezado a hacer más frío. Un viento desagradable bajaba por las laderas disolviendo la bruma sobre el mar. El abrigo de
duffel
no la protegía lo suficiente y se apresuró a bajar el camino de la montaña. Hacía demasiado frío como para coger el camino largo a casa. Si el autobús llegaba a su hora, podría cogerlo. En caso contrario, siempre podía costearse un taxi.
Últimamente tenía menos prudencia con el dinero.
Un repentino parche de color apareció en el cielo por el norte. Una persona se mecía rítmicamente de lado a lado bajo un parapente naranja. Apareció otro por encima de la loma, rojo y amarillo, con letras verdes imposibles de descifrar. Una turbulencia repentina lo desestabilizó. Perdió el impulso y cayó en picado cincuenta o sesenta metros antes de que el hombre consiguiera recuperar el control del vuelo y bajar lentamente al valle que había a sus pies.