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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (31 page)

Ella lo siguió con los ojos y se rio en voz baja.

Creían que desafiaban el destino.

Los deportes de riesgo siempre la habían provocado, sobre todo porque quienes los practicaban le resultaban patéticos. Es evidente que no a todo el mundo le toca una vida emocionante. Al contrario. La gran mayoría de los seis mil millones de personas de la Tierra, la mayor parte de los habitantes de Europa y la práctica totalidad de la población noruega viven vidas sin sentido. La lucha por la existencia puede consistir en conseguir suficiente comida para sobrevivir, salud para los niños, un trabajo mejor o el coche más nuevo del vecindario; la existencia humana sigue siendo una trivial nimiedad. Que a los jovenzuelos mimados y depravados se les antojara necesario desafiar la muerte con saltos y zambullidas, en escarpadas paredes de montaña y a gran velocidad, era una manifestación de la decadencia occidental que siempre había despreciado.

Padecer.

Padecían aflicción vital porque creían merecer algo distinto y mejor, algo más de lo que la vida era para la gran mayoría: un periodo de tiempo sin importancia entre el nacimiento y la muerte.

«Creen que pueden escapar de la falta de sentido de la existencia —pensó—. A base de tirarse desde el Trollvegg bajo una estructura de tejido incierto. Quieren llegar más alto, más lejos y con más riesgo. No alcanzan a avistar el aburrimiento, que los persigue constantemente, riéndose de ellos y vestido de gris. No lo ven hasta que han aterrizado, hasta que han llegado sanos y salvos a casa. Luego repiten la empresa, hacen otra cosa, cada vez más peligrosa, cada vez más temeraria, hasta que o bien entienden que la vida no se deja desafiar o bien se topan con la muerte en el intento de demostrar lo contrario.»

Los parapentes ya casi habían bajado, se preparaban para aterrizar sobre un repecho con largas filas de vid. Le dio la impresión de oír su risa. Imaginaciones suyas, por supuesto, el viento no soplaba en la dirección correcta y había mucha distancia hasta el fondo del valle. Pero podía ver cómo los hombres se daban palmadas en la espalda y pegaban saltos de alegría. Dos mujeres subían corriendo hacia ellos por las terrazas de la loma. Los saludaban alegremente agitando los brazos.

Seguía sintiendo repugnancia hacia los juegos mortales.

Los que los practicaban se limitaban a arriesgar la vida.

La muerte no era más que el agradable final del aburrimiento. Aparte de que morir te proporcionaba una fama apropiada, puesto que el lenguaje de las necrológicas es laudatorio y no verdadero. Al morir joven, a la vida no le daba tiempo a hacerte viejo o feo, gordo o escuálido. Quien no envejecía, dejaba tras de sí un monumento trágico, un relato embellecedor y conciliador en el que lo triste se volvía emocionante y lo feo hermoso.

«Vegard Krogh», pensó, y se mordió la lengua.

Ya no quería leer más sobre él. Los artículos eran engañosos. Periodistas y compañeros, amigos y familia contribuían todos a dibujar la imagen del artista Krogh. El tenaz e inconformista defensor de lo auténtico y verdadero. Un alma colorida, un imperturbable soldado al importante e insobornable servicio de la cultura.

Empezó a despotricar en voz alta y se apresuró a bajar el camino. El autobús tenía ya el intermitente puesto para salir de la parada junto a la carretera, pero se detuvo al llegar ella corriendo. Pagó y se sentó pesadamente en un asiento libre.

Pronto volvería a Noruega para siempre.

En todo caso tenía que salir de la casa de Villefranche. Le habían prolongado el contrato hasta el 1 de marzo, no más. Dentro de menos de una semana se quedaría sin vivienda, a no ser que volviera a Noruega.

Se representaba su piso, arreglado con gusto y demasiado grande para una sola persona. Sólo el armario de acero del dormitorio rompía el suave estilo que había copiado de una revista de decoración de interiores. Había comprado la mayoría en IKEA, pero también se había topado con algún que otro objeto más exclusivo en las rebajas.

Ella no pegaba con la superficie que tenía su casa.

Casi nunca tenía invitados y no necesitaba tanto espacio. Cuando estaba en casa, se pasaba la mayor parte del tiempo en un despacho desordenado, y por eso le sacaba poco partido a que el resto del piso tuviera buena pinta. En realidad allí nunca se había sentido en su hogar; era como vivir en un hotel. En sus muchos viajes por Europa, con frecuencia se había alojado en habitaciones de hotel que resultaban más personales, cálidas y confortables que su propio salón.

Era una persona que no pegaba en absoluto en Noruega. Noruega no era para gente como ella. Se ahogaba en la gran idea igualitaria. Se sentía rechazada por la reducida élite excluyente. Noruega no era lo suficientemente grande para un tamaño como el suyo, no era vista como lo que era y por eso había decidido protegerse con una anónima capa de inaccesibilidad. Invisibilidad. Ellos no querían verla. Así que ella tampoco quería mostrarse ante ellos.

El autobús se bamboleaba hacia el este. La amortiguación era francesa y demasiado suave. Tenía que cerrar los ojos para evitar el mareo.

Correr el riesgo de morir no era ninguna hazaña. El peligro al que se exponían los escaladores de cumbres y los acróbatas del aire, los remeros solitarios de endebles barcos que cruzaban el Atlántico y los motociclistas con sus audaces ejercicios frente a un público que aguardaba entusiasmado a que algo fuera catastróficamente mal, estaban limitados por el tiempo que duraba la aventura; tres segundos u ocho semanas, un minuto o quizás un año.

Ella corría el riesgo de la propia vida. Era la emoción de no aterrizar nunca, de no llegar nunca a la meta, lo que la hacía única. El riesgo aumentaba cada día, como ella deseaba y quería. Siempre estaba ahí, intenso y vital: el peligro de ser encontrada y capturada.

Inclinó la frente contra la ventanilla. La noche estaba en camino. Las luces a lo largo del paseo marítimo allá abajo estaban encendidas. Una leve lluvia oscurecía el asfalto.

Nada indicaba que se estuvieran acercando. A pesar de las pistas que había dejado, de la clara invitación implícita en el patrón que había elegido, la policía seguía avanzando a ciegas. La irritaba, al mismo tiempo que le daba confianza para continuar. Desde luego era una contrariedad que la mujer acabara de tener un hijo. El momento no era el óptimo, eso ya lo sabía cuando empezó con todo el asunto, pero había límites para lo que podía controlar.

Quizá fuera a venir bien que volviera a casa. Que estuviera más cerca.

Correr mayores riesgos.

El autobús se detuvo y ella se apeó. Ahora ya llovía a cántaros y fue corriendo todo el camino hasta casa. Era ya martes por la noche, del 24 de febrero.

C
apítulo 13

—Alguien podría estar manipulándonos desde atrás —dijo Yngvar Stubø, atiborrándose de pollo en salsa de yogur—. Ésa es su última teoría. Yo no sé.

Sonrió con la boca llena de comida.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Sigmund Berli—. ¿Cómo si alguien estuviera empujando a otros a cometer los asesinatos? ¿Engañándolos?

Cogió un pedazo del pan indio
nan
, lo sostuvo entre el pulgar y el índice y lo estudió con escepticismo.

—¿Esto es una especie de pan sin levadura o qué?

—Nan —dijo Yngvar—. Pruébalo. La teoría no es una chorrada. Quiero decir, evidentemente es lógica. En algún sentido. Si tenemos que admitir que Mats Bohus mató a Fiona Helle, pero a ninguno de los otros dos, resulta plausible que haya alguien detrás de todo esto. Una mano rectora. Alguien con un móvil superior, digamos. Pero al mismo tiempo…

Sigmund masticaba y masticaba. No conseguía tragar.

—Es que este pan…

—Joder —murmuró Yngvar inclinándose sobre la mesa—. ¡Espabila! ¡Hace treinta años que hay restaurantes indios en Noruega! Te comportas como si te estuvieras comiendo un trozo de carne de serpiente. Es pan, Sigmund. Sólo pan.

—Ése no es indio —murmuró el compañero señalando con la cabeza hacia el camarero, un hombre de mediana edad con aseado bigote y cálida sonrisa—. Es paqui.

El mango del cuchillo de Yngvar alcanzó la mesa dando un golpe.

—Ya está bien —le espetó—. Te debo mucho, Sigmund, pero no lo suficiente como para aceptar estas chorradas. Te lo he dicho mil veces, mantén tu puto…

—Paquistaní, quería decir. Lo siento. Pero es que es paquistaní. No indio. Y mi estómago no aguanta especias tan fuertes.

Una mueca, exagerada y amanerada, le cruzó la cara mientras se cogía dramáticamente la tripa.

—Has pedido comida suave —dijo Yngvar sirviéndose más raita—. Si no aguantas eso, es que no aguantas ni la coliflor hervida. Come.

Sigmund cogió un pedazo con el tenedor para probar. Vaciló. Se lo metió lentamente en la boca. Masticó.

—Sí, sí…, como.

—Pero es que no consigo que encaje del todo —dijo Yngvar—. Es como tan poco… noruego. Tan poco europeo. Que a alguien se le pueda ocurrir usar a personas desgraciadas como piezas de un gran juego de asesinatos.

—Ahora te estás pasando tú —dijo Sigmund, tragó y cogió otro trozo—. Ya nada es poco noruego. Desde el punto de vista criminal, quiero decir. La situación aquí no es una pizca mejor que en otros sitios. Hace una eternidad que no lo es. Son todos estos…. —se detuvo, se lo pensó y continuó— rusos —completó—. Y los putos bandidos de los Balcanes. Esos tíos no tienen vergüenza en esta vida, ya lo sabes.

La expresión de la cara de Yngvar le hizo levantar la palma de la mano.

—No creo que describir la realidad sea racismo —protestó enardecidamente Sigmund—. ¡Esa gente es igual que nosotros! La misma raza y todo. Pero tú sabes bien cómo…

—Para. En este caso no hay extranjeros implicados. Las víctimas son noruegas de pura cepa. Rubios, de hecho, todos ellos. Lo mismo pasa con el desgraciado al que hemos cogido. Olvida a los rusos. Olvida los Balcanes. Olvida, me cago en… —Pegó un violento respingo y se llevó la mano a la mejilla—. Me he mordido la mejilla —murmuró—. Duele.

Sigmund arrimó la silla a la mesa. Se colocó la servilleta en el regazo y agarró el cuchillo y el tenedor, como si quisiera comenzar la comida de nuevo.

—Admite que la conferencia esa de Inger Johanne resulta bastante espeluznante —dijo Sigmund, sin dar importancia a la bronca de Yngvar—. Un poco
Expediente X
. Lazos en el tiempo y cosas así. ¿Qué piensas de eso?

—No mucho —admitió Yngvar.

—Pero ¿qué?

—Puede ser todo una casualidad, claro.

—Casualidad —dijo Sigmund con desdén—. ¡Seguro! ¡Resulta que a tu chati, hace trece años y en la otra punta del planeta, le cuentan la historia de varios asesinatos de gran fuerza simbólica, y de pronto aparece en Noruega, en el 2004, el mismo
modus operandi
, exactamente la misma simbología! ¡En tres ocasiones! Y una mierda casualidad, te lo digo. Ni hablar.

—Entonces quizá tengas una explicación. Tú que ves
Expediente X
, quiero decir —ironizó Yngvar.

—Ya no la ponen. Supongo que hacia el final se pasaban de absurdo —admitió Sigmund.

—¿Tú qué piensas?

Yngvar volvió a beneficiarse de la pequeña olla de hierro. El arroz se pegaba a la cuchara de servir. Sacudió el mango. El bulto blanco y pegajoso cayó en la salsa con un chasquido húmedo. Se salpicó la camisa de salsa rojiza.

—Creo que ahí fuera hay algún diablo —dijo tranquilamente Sigmund—. Un diablo que ha escuchado la misma conferencia. Que se ha divertido con ella.

«Entretenido con la idea de jugar con nosotros.»

Yngvar sintió un escalofrío en la espalda.

—Está bien —dijo despacio, y dejó de comer—. ¿Qué más?

—La simbología es demasiado fuerte. En los casos originales los autores eran un pelín torpes, por lo menos según lo que has contado hasta ahora. Los idiotas siempre eligen un simbolismo desmesurado. Pero nuestro hombre no es ningún idiota. Nuestro hombre ha…

—Nuestro hombre…

Ahora la sonrisa de Sigmund era casi infantil, veía una inusual y nueva aprobación en los ojos estrechados de Yngvar, en el leve asentir de su cabeza.

—Si asumimos eso —continuó Sigmund—, que Inger Johanne tiene razón, que hay alguien ahí fuera moviendo los hilos para que otros maten… —el ceño se frunció entre sus tupidas cejas—, y para que lo lleven todo a cabo de un modo completamente especial, entonces está claro que no nos enfrentamos a alguien sin talento. Todo lo contrario.

Se hizo el silencio. Eran los últimos comensales que quedaban. El camarero había desaparecido en un cuarto trasero. Sólo una leve melodía oriental se oía a través de unos altavoces al otro lado de la habitación. Rascaba con esfuerzo en las notas más altas.

—¡Mierda! —dijo Yngvar finalmente, y alzó su gaseosa en señal de aprobación—. No ha estado mal. Pero si este señor X hubiera escuchado la misma conferencia, entonces se tiene que tratar necesariamente de alguien a quien Inger Johanne conozca de…

—No —le interrumpió Sigmund intentando comerse otro pedazo de pan—. Es verdad que hace ya un tiempo que salí de la Escuela de Policía, pero aún recuerdo algo. Las conferencias eran las mismas, año tras año. Lo profesores no hacen más que darle la vuelta a su montón de papeles. Yo le pedí prestados los apuntes a un compañero del año anterior. Una copia exacta. El pan, por lo menos, está bueno.

—Prueba el
tandoori
—dijo Yngvar—. Olvidas que no estamos hablando de un profesor cualquiera. Warren Scifford es legendario. No creo que…

—Como si los buenos profesores fueran algo mejores que los malos a este respecto —lo interrumpió Sigmund mirando fijamente el tenedor antes de clavarlo vacilante en la carne—. Todo lo contrario, diría yo. Si una conferencia es un éxito, menos razón aún para cambiarla. Los estudiantes van y vienen. Los profesores permanecen. Por cierto, ¿hemos dado con él?

—¿Con Warren?

—Sí, con él.

—No. Si no te vas a comer tu comida, me encantaría… —insinuó Yngvar.

—Adelante.

Sigmund empujó el plato sobre la mesa.

—El FBI, para decirlo con suavidad, ha cambiado su cometido después del 11 de septiembre de 2001 —dijo Yngvar—. Ahora es todo antiterrorismo y secretismo. Encontrar a Warren va a ser más difícil de lo que creíamos. Antes me bastaba con coger el teléfono y lo tenía al otro lado de la línea a los treinta segundos. Ahora…

Se encogió de hombros.

—Apuesto a que está en Irak —dijo Sigmund con ligereza.

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