Lo apartó de sí. Él no la quería soltar, pero se puso terca y lo apartó por la fuerza. Al menos lo miró directamente a los ojos cuando continuó:
—Lo vemos por todas partes, Yngvar. Cada vez con más frecuencia y en formas siempre nuevas.
Jackas-stunts
para los jóvenes. Se prenden fuego a sí mismos, se precipitan desde los tejados montados en una bicicleta. La gente se aburre. ¡La gente se aburre a morir!
—Sí, la gente…
Inger Johanne casi estaba gritando y golpeó el pecho de Yngvar con la palma de la mano. Le temblaba la voz cuando continuó:
—¿Sabes que hay quien juega a la ruleta rusa con el sida? Otros se provocan el orgasmo con estrangulación. A veces se mueren antes de correrse. ¡Se mueren! —Ahora se reía, perturbada. Volvió a la barra americana y se subió a la banqueta. Se echó las manos a la cara—. La muerte es la única verdadera novedad para la gente de hoy en día —dijo—. No recuerdo quién lo dijo, pero es verdad. La muerte es lo único emocionante, puesto que es lo único que nunca vamos a comprender. Lo único de lo que no sabemos nada.
—Así que quieres decir —dijo Yngvar intentando reconducirla hacia lo concreto— que estamos tratando con un asesino que… se aburre.
—Sí. El móvil no está en quién es asesinado, sino en el hecho de asesinar.
—Inger Johanne…
—Tiene que ser así —insistió—. Matar es el más extremo de todos los actos extremos. Este asesino es… Encaja, Yngvar. Encaja con la teoría de que el asesinato de Fiona Helle no era un asesinato suyo. Él simplemente estaba allí. Sentado en algún sitio. Aburriéndose. Entonces, Mats Bohus asesinó a su madre, de un modo grotesco, y Noruega entera se salió de sus casillas. El asesinato lo tenía todo: una víctima famosa, rasgos rituales, una fuerte carga simbólica. Se montó un jaleo ensordecedor. Casi no puedo imaginarme algo más emocionante, más excitante, que un asesinato así. Sobre todo porque tenía grandes similitudes con el primer asesinato de otra serie, de otro relato sobre…
—Pero escucha lo que estás diciendo —dijo Yngvar con insistencia, había alzado la voz—. Si resumimos el perfil que has hecho, nos sale que —se tocaba el pulgar izquierdo con el índice derecho— A: el asesino sabe todo lo que merece la pena saber en materia de delitos. B: en algún momento ha escuchado la conferencia de Warren sobre
proportional retribution
.
—O ha oído hablar de ella —lo corrigió Inger Johanne.
—Cosa que pone en entredicho que sea noruego —añadió Yngvar con una mueca—. En tercer lugar: este asesino lleva a cabo sus asesinatos como una especie de pasatiempo, para encontrarle una salida al aburrimiento, a una vida sin contenido. Elige…
—Elige a sus víctimas de un modo que intenta que sea casual —completó ella, tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes—. Al menos a la primera. Sólo tenía un criterio: que fuera alguien famoso. Quiere montar el mayor jaleo posible. Lo que está buscando es la emoción. Está jugando, Yngvar.
—Y con eso estamos de vuelta en el punto de partida —dijo él acariciándose la barbilla desanimado—. Vegard Krogh no era famoso.
—Era lo suficientemente famoso —lo corrigió ella con ardor—. ¡Menudo jaleo se montó también con él, madre mía! Sobre todo porque era el tercero de una lista de asesinatos de famosos. Y el asesino lo sabía. Sabía que Vegard Krogh era lo suficientemente famoso, ¡y por eso soltó… el azar!
—¿Cómo?
—Sólo un ordenador puede hacer una elección completamente casual, Yngvar. Nosotros las personas nos dejamos dominar, consciente o inconscientemente. Vegard Krogh fue elegido porque…
De nuevo la mirada era apagada y distante. Cogió un mechón de pelo y se puso a mordisquearlo. El jaleo en el piso de abajo hacía mucho que se había calmado. Habían mandado a los niños a jugar afuera, bajo la lluvia; Yngvar oía todavía el jolgorio en el jardín.
—El asesino deseaba su muerte —dijo ella despacio—. El móvil era ante todo… la diversión. El juego. El desafío de matar y salir impune. Pero esta vez el asesino se dejó tentar y eligió a alguien a quien le deseaba mal.
—Todo el mundo le deseaba el mal a Vegard Krogh —suspiró Yngvar—. Y tu perfil no encaja con una sola de las personas con las que hemos topado, hemos hablado o de las que hemos sospechado mínimamente en este caso. ¿Sabes cuántas suman? ¿Cuántos interrogatorios hemos realizado?
—Muchos, diría yo.
—¡Varios cientos! ¡Casi mil interrogatorios! Y ni uno de ellos encaja con tu descripción de… ¿Y qué podemos hacer entonces? ¿Dónde está? ¿Qué podemos hacer para…?
—No se va a rendir. Todavía no. Probablemente sólo tengamos que esperar.
—¿Esperar a qué? —Yngvar mostraba impaciencia.
—A que…
—La mejor mamá del mundo —gritó Kristiane.
Llevaba puesta la ropa de la calle. Tenía las botas empapadas. Gorgotearon cuando cruzó corriendo la habitación y se echó en los brazos de su madre.
Jack
venía detrás. El animal se detuvo en medio de la habitación y se sacudió. Una fina salpicadura de barro lo rodeaba. Arena y gravilla aterrizaron sobre el parqué.
—El mejor perro del mundo —dijo Kristiane—. La mejor Kristiane del mundo. Y papá. Yngvar. Y la casa. Y…
—¡Hola a todo el mundo! He entrado directamente. ¿Tiene la mochila lista? —dijo Isak.
Yngvar se echó a reír y acarició al perro, que gruñía y meneaba el rabo.
—He estado navegando —agregó el padre de la niña—. Y estoy tan mojado como Kristiane. Menudo tiempo hace para navegar. Hace un frío del carajo. Un viento estupendo. Pero luego se ha puesto a llover. Una mierda. ¡Ven, mi niña! ¡Hoy vamos a montar en los coches de choque! ¡Cojonudo!
Cruzó la habitación con los zapatos llenos de barro. Cogió el cochecito de bomberos, sonrió de oreja a oreja y se lo metió en el bolsillo.
—¡Adiós, mamá! ¡Adiós, Yngvar!
La niña se fue bailando detrás de su padre. Yngvar e Inger Johanne se quedaron sentados en silencio escuchando cómo trajinaban por el cuarto de Kristiane. Cuando ella quiso levantarse a ayudar, él la detuvo poniéndole la mano sobre el muslo. Cinco minutos más tarde oyeron cómo aceleraba el Audi ATT de Isak por la calle Haug.
—Te apuesto lo que quieras a que se ha dejado el pijama y el cepillo de dientes —dijo Inger Johanne, y procuró no oír el suspiro de Yngvar cuando respondió:
—Se puede comprar un cepillo de dientes en cualquier gasolinera, Inger Johanne. Y puede dormir en camiseta. Isak se ha acordado de Sulamit, que es lo más importante. No te pongas…
De pronto ella se levantó y fue al cuarto de baño.
«Soy aburrida —pensó, y quiso meter la ropa sucia en la lavadora—. No soy nada emocionante ni elegante. Lo sé. Yo siento responsabilidad y pocas veces soy impulsiva. Soy una persona aburrida. Pero por lo menos nunca me aburro.»
El hombre que estaba sentado en una silla, con una diana enganchada con un imperdible al bolsillo de la camisa, era una estrella muy impopular. Llevaba el pelo largo recogido en una coleta. La raíz del pelo formaba un pico diabólico sobre su frente.
Había algo de hombre primitivo en la pesada prominencia de la frente sobre los ojos. Las cejas estaban unidas; una gruesa oruga que le cruzaba la frente. La nariz era sofisticada, recta y estrecha. Los labios, gruesos. La perilla emergía en punta alrededor de la boca. La lengua se vislumbraba entre los colmillos, que había hecho que le afilaran. Las comisuras de los labios le colgaban formando un gesto feo. Sobre su cabeza pendía un cubo de hojalata, clavado a la pared por el fondo.
Håvard Stefansen tenía por profesión correr el diatlón, esquí de fondo combinado con tiro al blanco. Hasta ahora, su mayor hazaña como senior había sido ganar dos medallas de plata en los Juegos Olímpicos. La última temporada había ganado tres series de la Copa del Mundo. Puesto que sólo tenía veinticuatro años, era una de las mayores esperanzas de Noruega ante los Juegos Olímpicos de Turín de 2006. «Si se comporta como es debido», le había advertido oficialmente el seleccionador nacional hacía seis semanas.
A lo largo de sus dos temporadas en la selección nacional senior, a Håvard Stefansen lo habían mandado a casa en cuatro ocasiones.
Era arrogante como vencedor y muy mal perdedor. Por lo general, echaba sin tapujos la culpa a los otros participantes cuando una carrera salía mal: se dopaban y hacían trampas. Trataba a los extranjeros y a sus propios compañeros de equipo con desprecio. Håvard Stefansen era descortés, egocéntrico, y nadie quería compartir dormitorio con él. A él parecía darle lo mismo.
Al público tampoco le gustaba y nunca había tenido patrocinadores personales. La arrogancia y los tatuajes con amenazas no eran propios de la profesión que había elegido. En las carreras se lo recibía con abucheos o silencios, y en cierto sentido daba la impresión de que le gustaba. Cada vez era más rápido, disparaba cada vez mejor y no hacía nada por mejorar su depravada imagen pública.
Ahora era demasiado tarde.
Era la noche del viernes 2 de marzo y la diana sobre el corazón del hombre había sido alcanzada en el centro. La mirada era cristalina. Cuando Yngvar Stubø se inclinó sobre el cadáver, le dio la impresión de que tenía moratones sobre los párpados, como si alguien los hubiera levantado por la fuerza.
—No lo mataron aquí dentro —dijo un agente de la policía de Oslo, con pelo muy rojo que le asomaba por debajo de la gorra—. Eso parece bastante claro. Le han clavado un cuchillo en la espalda. Mientras dormía, supongo. No hay señales de lucha, pero la cama está llena de sangre. Las huellas hasta aquí son claras. Da la impresión de que más o menos le han echado la ropa encima. Creemos que lo mataron mientras dormía, que lo trajeron aquí.
—El agujero de la bala —murmuró Yngvar, se estaba mareando.
—Es un perdigón de plomo —dijo el otro—. Le han disparado con una escopeta de aire comprimido. Esto es sencillamente una especie de pista de tiro interior. —Señaló el cubo, que tenía la abertura tapada con una diana de papel—. Pero sólo para rifles de aire comprimido, claro. Los disparos son absorbidos por el cubo. El rifle sólo emite un «pof». Eso explica por qué nadie ha oído nada. Si el tipo hubiera estado vivo cuando le dispararon, probablemente le hubiera hecho bastante daño. Pero nada más. Eso de ahí, en cambio…
El policía que acababa de presentarse como Erik Henriksen señaló la mano derecha de Håvard Stefansen. Descansaba, semiabierta y laxa, sobre su entrepierna. Faltaba el dedo índice. Sólo quedaba un muñón deshilachado.
—El dedo del gatillo —dijo Henriksen—. Y mira esto…
Fue hasta el otro lado del pasillo. El mono de papel crepitaba cuando se movía. Un rifle de aire comprimido estaba enganchado con cinta adhesiva a un caballete. El cañón se balanceaba sobre el palo de una escoba puesto en diagonal. Sobre el gatillo del rifle que apuntaba al corazón de Håvard Stefansen, estaba el dedo índice de Håvard Stefansen. Estaba azulado y tenía la uña un poco demasiado larga.
—Necesito salir de aquí —dijo Yngvar—. Lo siento. Sólo que tengo que…
—Aunque es asunto nuestro —dijo Erik Henriksen—, pensé que sería mejor que la gente de Kripos le echarais un vistazo. La verdad es que recuerda sospechosamente a…
«Un deportista —pensó Yngvar, desesperado—. Esto era lo que estábamos esperando. Yo no podía hacer nada. No podía custodiar a todos los deportistas del país. No podía dar la alarma. Habríamos hecho que cundiera el pánico. Y yo no sabía nada. Inger Johanne creía y pensaba y sentía, pero no sabíamos nada seguro. ¿Qué debería haber hecho? ¿Qué voy a hacer ahora?»
—¿Cómo consiguió entrar el autor de los hechos? —consiguió decir Yngvar, y se decidió a aguantar—. ¿Rompió la puerta? ¿La ventana?
—Estamos en un quinto piso —señaló Henriksen, medio irritado, este tipo de Kripos no respondía exactamente a los rumores que corrían sobre él—. Pero mira esto.
A pesar de que el piso estaba en un edificio antiguo, la puerta de entrada parecía nueva, con un cerrojo moderno y sólido. Henriksen señaló con un bolígrafo.
—Un truco viejo, hasta cierto punto. Han metido madera tanto en la cerradura como aquí… —El bolígrafo pasó sobre el propio cerrojo—. Está atascado. Cerillas, probablemente.
—Vaya —murmuró Yngvar—. Una travesura trivial.
—Por ahora suponemos que la puerta estaba abierta mientras Håvard Stefansen estaba en casa despierto. Alguien ha destrozado el cerrojo. El piso es lo suficientemente grande como para que se pudiera hurgar aquí fuera mientras él comía, por ejemplo. Como es el último piso, hay menor riesgo de que te pillen. No está claro si Håvard Stefansen intentó cerrar la puerta o no antes de acostarse. Un bravucón como él, con la casa llena de armas, quizá no tuviera ningún miedo. Pero como intentara cerrar, le hubiera sido difícil.
«Se está haciendo más osado —pensó Yngvar, tenía una jaqueca atronadora y cerró los ojos—. Cada vez se atreve a más. Necesita más. Como los escaladores de cimas, que cada vez tienen que subir más alto, escalar más escarpado y vivir más peligrosamente. Ahora se está acercando. Está víctima era más fuerte que él físicamente. Lo sabía y tomó sus precauciones. Mató a Håvard Stefansen mientras dormía. Un simple ataque por la espalda. Sin carga simbólica, sin refinamiento. Eso no le importa nada, somos nosotros quienes tenemos que coger el mensaje. El mundo. No el muerto. Somos nosotros quienes tenemos que escandalizarnos ante esta imagen; el deportista que apunta a su propio corazón endurecido. Es a nosotros a quien provocar. A nosotros. ¿A mí?»
—¿Este tipo dormía con coleta? —preguntó Yngvar, sobre todo por decir algo.
—Le quedaba bastante bien, la verdad. —El agente de policía Henriksen se encogió de hombros y añadió—: Quizás el asesino le haya puesto la goma. Para hacer que pareciera… él mismo, o algo así. Para reforzar la ilusión. Y ha tenido éxito, por decirlo así. Jod…
Contuvo las maldiciones a tiempo. Quizá por respeto hacia el muerto. Uno de sus compañeros asomó la cabeza desde las escaleras.
—Hola —susurró—. ¡Erik! La señora está aquí. La que nos avisó. Ella encontró el cadáver.
Erik Henriksen asintió con la cabeza y alzó la mano en señal de que iría en un momento.
—¿Has visto lo suficiente? —preguntó.
—Más que suficiente —asintió Yngvar, y lo siguió afuera del piso.
En el descansillo había una mujer. Era grande. Tenía el pelo oscuro, con grandes rizos desordenados. El color de la piel podía indicar que había pasado mucho tiempo al aire libre. La edad era difícil de determinar. Llevaba vaqueros y un gran jersey verde. La luz del techo se reflejaba en sus estrechas gafas, lo que hacía difícil verle los ojos. A Yngvar le daba la impresión de que la conocía de algo.